El cayado y los cipreses

in #cervantes6 years ago (edited)
Versión para Steemit de la entrada originalmente publicada en: https://esepais.wordpress.com/author/daveelmaldito/

(…) Mañana sí tal vez. Quizá mañana…
Armando Rojas Guardia. Patria.

En casa la abuela es enemiga pública. Indefectiblemente, a cada anuncio de una nueva elección se escuchan los planes para neutralizarla: “ese día a Hilda hay que amarrarla para que no vaya a votar por los mamagüevos esos que nos tienen mordiendo cable”. En los períodos en los que no hay fecha para una próxima contienda electoral, diríase en las entreguerras, mi abuela debe tolerar un aluvión de insultos, porque lo que ella tiene, lo que todos tenemos como por una resolución incontestable, sin lugar a pugnas, es todo lo que ella quiere: una bien administrada dosis de patria.

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Fuente: Bibliotèque Numérique Mondiale.

De cierta manera, la polarización ideológica (en el sentido, para calcar una expresión manualesca, de “falsa consciencia”) en Venezuela tiene su correspondencia en un enfrentamiento sutil entre grupos etarios. Una confrontación tan sutil que aparece casi siempre soslayada por los más evidentes intereses de clases. Una batalla en la que toman posiciones más que disímiles irreconciliables, quienes siguen convencidos de vivir en el país mejor del mundo y los que crecieron con el estigma de suponerse nacidos en el país más desventurado que haya habido sobre la Tierra. Venezuela es el país (ignoro si empleo el término con precisión) de las oposiciones insalvables, de la disidencia escueta y sin opciones de gradación; un imán en el que los extremos se atraen si llegar jamás a entenderse, la realización terrenal de la lucha fundamental de la escatología cristiana. Tal vez con toda probidad y razón Colón (como pudieran haberlo hecho unos pioneros protestantes) llamó a esta la Tierra de Gracia, porque sólo acá sería practicable esa dicotomía teológica que reduce al mundo a dos clases de personas. Él, que era hombre de mundo, sabía que esa sociedad era, por naturaleza, imposible, y si un estado como ese llegara a existir, sería sólo por intervención de la mano invisible del Señor.

Llegamos así a este país o aparatosa parafernalia que reclaman los que se vanaglorian de haber entregado a otros la libertad por tenerla ellos como un índice de nobleza y derecho de sangre. Esta patria de salvadores que esperan permanentemente (sin perjuicio de su libertad) por su mesías, aunque con más justicia sea el redentor de turno. No importa cuán efímero o deleznable pueda ser su efecto benéfico: se convive y se crece con la fe en que puede romper con el ciclo peri-infinito de los muertos en la orilla equivocada del Ganges, que emplasta heridas y deshace entuertos, que hace llover maná y provoca la secreción de la miel por las rocas, y que puede torcer una voluntad resuelta y una propensión genética mezclada con cierto gusto por el fracaso.

(...) la crisis es de uno por tener que (o no poder) pensarse viviendo en un país como este.

Unos hablan de guerra y de conspiración; otros de crisis y de emergencia humanitaria, algo así como un pretexto para preferir llamar no a una ambulancia sino a una policía sin fronteras. Yo, fiel a las etimologías, me he decidido por el término crisis conservando su estricta connotación médica: no se trata de un estado de decadencia general o de descalabro de cierta esfera particular de la sociedad, sino de una voz propia de la semiología de esa ciencia aplicada -y en tanto práctica, venerada-, que pone todos sus esfuerzos a la salud de órganos y de individuos, contentándose con dar a escalas mayores recomendaciones de higiene. La crisis no puede ser más que un estado muy personal, pese a todas las empatías y las solidaridades aparentes. Es un punto decisivo en la que la afección puede evolucionar hacia la restitución de las bondades de la vida o a la consumación final de la muerte. La crisis (una vez pensé en corregir un lugar común) no es de un país: la crisis es de uno por tener que pensarse viviendo en un país como este.

Lo que sigue es una sucesión de viñetas. Una suerte de colección de episodios sin más ilación que la de pensarlos como una representación significativa de una tragedia difícil de asir y sólo dada a narrar por un genio versado en la sublimitas, virtus elocutionis propia de la tragedia como el más exigente de los géneros literarios, pero inoportuna para los fines que son aquí únicamente didácticos.

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Foto: descrifrado.com

Tren a Los Teques. Acompaño a la mayor de mis primas hermanas al Registro Principal del Estado. Después de otras tentativas fallidas celebra que finalmente Victoria o ella, que había dejado “un país próspero” y que había vuelto a Venezuela engañada para cuidar a su padre de noventa y cinco, volverán a tener una vida decente en un país “normal”. Me cuenta lo difícil que es conseguir medicinas para un enfermo de Alzheimer a pesar de tener una hermana en los Estados Unidos. Me informa acerca del sistema de atención primaria y seguridad social en España; de la maravilla que es tener los medicamentos e insumos sanitarios básicos asegurados cada mes a la puerta del piso. Aprovecha, para no perder oportunidad de despotricar por cada detalle, de condenar la actitud de algunos de los usuarios del Metro, poco concurrido a esas horas de una mañana en diciembre. Su censura es firme y hasta con cierto elixir de razón madurada que no deja adivinar nostalgia alguna de Miami. Las mujeres en los asientos, a las que no estaba dirigido el reproche, bajan los mentones en un gesto de asentimiento. De asentimiento o de un final que se sabe como impreso en un boleto, con resignación.

Vagón de un tren Alstom de la línea 3. Un hombre con bigote y entrado en años amonesta y ríe de los presentes. Ríe y habla con ironía del giro brusco de Teodoro Petkoff, de guerrillero de las FALN a Ministro de Planificación de un presidente socialcristiano y figura central en el congelamiento de las pensiones durante el último período presidencial de éste. Después asumiría Chávez. Algo de mí se mueve y le hago notar que río con él. Entonces la burla deviene un poco bufonada polar y eventual propaganda, y mi simpatía pena por que aquél sujeto no tuviera consciencia de estar rayando en el ridículo. Señala a un grupo de personas jóvenes que van de pie y ríe con sorna de la confianza que supone tendrían en los ricos. Río igualmente por más que aquella fe no me conste, pero le advierto a mi interlocutor que esa opinión no me parece del todo descabellada, pues a fin de cuentas, replico, entre el original y la copia, la gente prefiere el original.

Estamos a punto de descender a la estación Plaza Venezuela para el trasbordo hacia la línea 1². El sabueso jocundo mueve el hocico como excitado por un olor a sangre. Los ojos pequeños se le salen de las órbitas. Del belfo suspendido le cuelgan hilos que son más bien estambres de saliva. Está como mascando algo que a pesar de los días rumiando, no ha pensado mucho en decir: "¿Porque sabes qué?" -Espetó en el interior sellado del vagón- "¡Este es el pueblo más subdesarrollado y culturalmente atrasado del mundo! ¡Del mundo!" -Repitió con énfasis- "¡Ni siquiera los haitianos!" Y se repuso en el asiento para levantar el pecho (porque era un hombre inteligente), como si fuera el destino sustrayéndose de una eterna condena. Con la neutralidad pretendida de un ángulo desde el que todo (salvo la conjura) se puede ver.

Catorce de marzo. Acompañaba a mi abuela a hacer las compras en un mercado popular a cielo abierto en uno de los márgenes de la ciudad. Me dice que debe 50 bolívares a uno de los vendedores, que le había prestado esa cantidad para comprar papas y pimentones. Le pedí que me describiera el color y los números en los billetes. Le precisé que su deuda era en verdad de 50 mil, que no compraba nada salvo tickets del Metro con un billete de 50. “¿Cincuenta mil? ¿De dónde voy yo a sacar tanto real³?”

Allí iba mi abuela con el puño cerrado sobre un billete de 100 bolívares, risueña por que su responsabilidad y compromiso la descargarían próximamente de deudas.

Tren CAF de fabricación vasca con dirección a Plaza Venezuela. Mi abuela y yo abordamos en la estación Mercado. Veníamos con una generosa carga de hortalizas, frutas y tubérculos. Ella se arrima lo más que puede hacia la fila de asientos; se sujeta del caño en uno de los extremos. Intento que no se amplíe la distancia que me separa de ella. Hay que ver por ella y por la carga. El tren comienza a andar y yo sólo espero que alguien se levante para que le ceda uno de los puestos. Espero. Espero. Tras un buen trecho la interpelo para que diga a cualquiera de las personas jóvenes que ocupan los asientos que le den un lugar. “Nooo, ¿tú no sabes que eso se perdió? Eso era antes”.

(...) Nadie espera más que el capitán sea el último sobre el barco. (...)

Entonces sobrevino la rabia, o quizá la cólera moderada por la impotencia de hallarme en un país en el que es un delito hacerse viejo, opinión de la que en cierto modo participo cada vez que me recrimino haber llegado a mi edad y seguir todavía acá. Este es el año. Finalmente. Respiro con alivio. Pero mis seres queridos no cuentan con la misma oportunidad. Mi abuela, que entre todas es mi persona favorita en el mundo, está, por ahora eso es seguro, sentenciada a vivir en este tierra indolente de la que ya emigraron hasta las ánimas y los dioses. Un proceso político que se presenta en el mundo como una alternativa radical a la devastación del capitalismo, un proyecto que una izquierda oficial promueve como la esperanza de la humanidad, pero un territorio en el que paradójicamente se viene haciendo del dinero el mediador de todos los espacios y va erosionándose cualquier forma de solidaridad. Nadie o casi nadie cree ya en esta esperanza. Nadie espera más que el capitán sea el último sobre el barco. Este desenlace anunciado es el punto final de una larga retahíla de fracasos. El epílogo doloroso de un tráfico promiscuo entre distintas manos y de una historia siempre violenta de colonización.

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En la imagen: snichts voladoras de Eduardo Sanabria (EDO).

Partir no es ya una elección, sino casi un sino fatal. La imaginación, que gusta de anticiparse a los escenarios, sobremanera cuanto más dramáticos son, acelera la desintegración de esta sociedad de desarraigados y proscritos, que no tienen más orgullo que encontrarse lejos de las tumbas y de los campanarios y de lo que una vez creyeron el planeta entero envidiaba como lo más grande y lo más bello. No, esta es la derrota de ese ejército de libertadores que nunca pudo desprenderse de una espera milenaria y convivir con sus fantasmas. ¿Qué especie de héroe bicentenario, qué clase de tenacidad se levantará para escribir un final diferente? ¿Quién lo quiere? ¿Habrá un Bruno audaz, algún arrojado Copérnico que se atreva a desmentir que el arte mayor es una propiedad inembargable de las tragedias? Llegará el día en el que esta vasta cisterna de petróleo será solamente un enorme camposanto. ¿Se imaginan la soledad de los muertos?

Sentada en el sofá del recibidor, mi abuela ve pasar las horas. Su molicie mediática es de improviso interrumpida por sus nietos mayores, que la hostigan regañándole por mantener la predilección equivocada de su voto aun a costa de tener que verlos a ellos expatriados. Se van, le dicen, se van pronto de esta mierda, de este país extraviado y miserable. “¿Qué? ¿Irme de mi país? -Contesta- ¿Para irle a lavar el culo a otro? Noooo, mi amor, yo me quedo en mi país: ¡yo nací aquí y aquí me muero, carajo!”

[1] Rafael Caldera, del partido Convergencia.
[2] Línea principal del Metro de Caracas y su estación nodal (la más grande del sistema ferroviario).
[3] Real, venezolanismo para mentar el dinero.
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