Aproximándome a un objeto-sonido
Con cierto desasosiego espero que llegue el final de la madrugada para comenzar a escribir este texto; quiero hacerlo escuchando una canción de Chico Buarque. No tengo ninguna sospecha de que ese último minuto, anterior al amanecer, sea la señal para sentarme, café en mano, en el gran sofá rojo y levitar al oír la canción que sale desde el vientre del equipo de sonido. Siento como va apareciendo ese ritmo de placer que se desnuda ante mí y me envuelve una vez más. Olvido por un momento mi necesidad de escribir y de mirarme, reflexionar conceptualmente desde la experiencia, lo del sonido quiero decir, más aún lo del sonido de las palabras.
Esa voz entreteje lentamente mi pensamiento y aunque no se asoman los dolores, comienzo a llorar. ¿Es una voz invocante que me incita a mirar (me)? ¿A qué me incita a mirar?
Cada vez que escucho esa voz que canta descubro un elemento nuevo, una sonoridad no antes escuchada, una armonía diferente, una melodía escondida
Me conecto con una canción que no fue hecha para mí ¿Cómo puedo sentir de esa manera al escucharla? ¿Qué elementos se mueven dentro de mí? Lo erótico, lo nostálgico. ¿Podríamos hablar de placer? ¿Por qué es placer? Ese acto de escuchar esa voz es un acto de placer, como goce, disfrute espiritual. Sin embargo, ¿Qué deseo me alienta? Podemos hablar de una voluptuosidad en los sonidos de la palabra escuchada a través de la voz ¿Podría alguien sentir esta canción de la misma manera? ¿Exactamente? ¿Qué me dicen los silencios?
¿Esa voz que canta me produce un contacto oral con lo real? ¿A qué ancestros de mi vida me recuerda? ¿Cómo sucede ese proceso de restauración de esa imagen evocada?
La música sirve de tránsito hacia la palabra, es lo que transmite la voz materna en modulaciones melódicas no necesariamente rítmicas.
Ana Teresa Torres en su libro “Territorios Eróticos” ante la pregunta ¿Quién nos erotiza cuando escuchamos una canción?, responde que: la memoria nos permitirá encontrar algún objeto a qué enlazar. Puede ser un objeto temporalmente ligado a la canción, simbólicamente vinculado alguna palabra de la letra, alguna frase de la tonada algún resto acústico. Detrás de la canción se oculta un objeto erótico, con nombre y apellido o anónimo, conocido o desconocido, perdido o hallado. Asimismo, Torres plantea que la canción como objeto imaginario abre opciones para múltiples desplazamientos en los que cada sujeto encontrará él de su deseo. Podemos, si queremos, personalizarlos; si eso nos tranquiliza, si eso nos restituye como sujeto, si eso calma la incómoda sensación de que nos disolvemos y resolvemos, atrapados y devueltos del discurso erótico por anónimos hablantes del mismo. Si eso contrarresta la vivencia de disolución momentánea que necesariamente comporta la experiencia de haber sido tomados por un objeto erótico cuya posesión no nos es dada, cuyo origen es desconocido, cuya relación nos resulta inédita. Porque esa canción no ha sido producida para nosotros, y en cierta forma, tampoco somos sujeto para ese objeto evocado. El azar nos ha sorprendido.
Ya son las ocho de la mañana y suena el teléfono mientras escribo y me sigo haciendo preguntas para reflexionar. Llama mi amigo aquel a quien hace unos días le dije en un poema: No trajo testimonios/ni rastros/tan sólo un alfanje afilado en sus puntas/y un Monet en sus manos/Mujer con sombrilla. /En un voluptuoso terciopelo pronunció la doble ele y la a/hilvanó el aire/hasta que el silencio se hizo silencio/ las golondrinas se dieron cuenta que volaban/y de los ápices prendió una flor.
Torres, A. (1998) Territorios Eróticos. Editorial Psicoanalítica. Caracas. Venezuela
Imagen editada por mí
©@negradepaz
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