La variante del Dragón

in #cervantes6 years ago (edited)


Cogió el trebejo y lo colocó en el escaque. Oprimió el mecanismo que paró su reloj y puso a correr el tiempo para las negras. Planteó un juego abierto. Su carácter poco paciente, explosivo, no le permitía concentrar su atención en otras opciones. La contraparte mostró su propio argumento, desplazó el peón alfil dama un par de casillas. El duelo se desarrollaría en un escenario auspiciado por la defensa siciliana. 

Los nervios le habían invadido en el previo a presentar armas en este combate decisivo. La desazón le provenía principalmente por inseguridad, como en sus primeras partidas. Con la práctica había logrado canalizar el cúmulo de sensaciones que experimentaba conforme se desarrollaba el juego. A medida que se despejaba la incógnita clave -el siguiente movimiento del adversario- sus temores se templaban para desplazar sus pensamientos por extraños dominios mentales, donde se mezclaban en aparente contradicción, el cálculo exacto y la fantasía sin amarras.

Brincó un caballo en automático, cualquier otro movimiento le hubiera quitado la iniciativa. Después de una breve pausa las negras orientaron su siciliana al avanzar una casilla el peón de dama. Las blancas contestaron mandando a la tropa a disputar el pequeño centro. Una primera escaramuza se formó. Después que las piezas se hubieron batido y retiradas del campo de batalla, las negras seguían manteniendo el equilibrio; contraatacaron.  Él brincó el otro caballo, inhibiendo cualquier amenaza. Vuelta la calma, las negras prepararon el fianchetto. Desplazaron el peón del caballo de rey desalojando la casilla que habría de ocupar el alfil. Parsimonioso en apariencia, en realidad era un movimiento estratégico que delinearía la naturaleza del enfrentamiento, para el caso feroz y sin tregua.

Después de cinco movimientos la variante siciliana tenía nombre. Jugaban al pie de la letra, tal cual el libro; a las blancas les gustaba el capítulo del alfil inglés y desplazaron el trebejo a la tercera del rey. El desarrollo de las piezas negras era obligado en sus siguientes intervenciones, una mínima variación en la secuencia teórica brindaría a las blancas la oportunidad de desequilibrar a su favor la partida; aunque difícilmente su contraparte abandonaría la línea principal, quien detentaba las negras era un prestigiado jugador en ese reducido medio, un campeón que quería refrendar su título por quinta ocasión consecutiva y con el que ya había jugado, en otros torneos, en otras instancias, un par de ocasiones, obteniendo en ambas sendas derrotas.

En cada evolución de las piezas el tablero despejaba sus espacios y los ejércitos tomaban posición preparándose para una encarnizada batalla. Las negras enrocaron, en corto. Él también hizo la jugada defensiva por excelencia, pero en su segunda variable, el enroque largo. Marcó en la papeleta su décima jugada, tres ceros separados por guiones. La partida modelo que habían reproducido llegó al punto en que sus recomendaciones se multiplicaban de forma exponencial en cada movimiento. Dio por agotada la apertura de la partida y se levantó a caminar por entre las mesas del auditorio. Le dominaba una reflexión; no se dejaría llevar por la astucia de su contrincante. Las negras sabían de su proclividad al ataque, al sacrificio, al romance; sin embargo con el juego propuesto le llevaba a uno de sus escenarios naturales. Concluyó que si quería salir victorioso tendría que ser cauto y reflexivo. Echó una rápida ojeada a los tableros en competencia. El bullicio era mayor que en las anteriores jornadas. A medida que transcurría el certamen los perdedores abandonaban la acción para pasar a la contemplación y el murmullo. En la última ronda sólo jugaban cuatro mesas en cada una de las dos categorías. Disputaba la primera mesa de la segunda fuerza, el rango mayor de juego en esa penitenciaria.

Apenas en un par de años de práctica y estudio había logrado esa meta, disputar el grado de primer jugador de aquella microsociedad. Al fin le parecía un logro pequeño, pero mientras estuviese privado de su libertad no podría ser mayor.

Ahí había aprendido los rudimentos del juego; era su primera estancia, y juraba sería la única. Desde su ingreso, y aún después, una vez adaptado a su nueva vida cotidiana, los días le parecían interminables. Había pasado por todas las rutinas; ir a la escuela, trabajar de jardinero o de panadero, o asistir a los talleres de herramientas; pero ninguna de éstas actividades llenó sus expectativas vitales de la manera que lo hizo el ajedrez.

Una tarde camino de regreso a su módulo vio a dos internos sentados en el pasto, como petrificados. La curiosidad le acercó al tablero y las figuritas sobre el cuadriculado llamaron su atención. Le pareció ridículo que se tomara con tanta seriedad un juego con monitos. Se sentó cerca de ellos a observar. Uno de los jugadores cogió una pieza y dijo: “jaque”. El otro no chistó, su indiferencia fue natural, como si estuviese sordo. Aunque no conocía la mecánica del juego entendió que estaba viendo el desenlace. Escuchó otras cuatro veces la palabra jaque y vio cómo el Rey era empujado a refugiarse entre otras piezas, ahí se acabaron los anuncios de jaque. Enseguida, el jugador que había estado callado efectuó su turno y le dijo a su adversario: “Mate”. El perdedor sacudió la cabeza sin despegar la mirada del tablero. El juego había terminado.

-¿Pero, por qué?-. Preguntó a los jugadores confundido por el vuelco en el repentino desenlace.

El ganador le hizo entender que dos piezas tenían copado al rey y que una tercera le fulminaba, sin posibilidad de escapatoria, el rey había muerto. A partir de ese día quedó prendado. Conforme se iba inmiscuyendo en el juego y sus ojos desvelaban superficiales secretos del mismo, se arrepentía de haber dejado pasar todo un año desde su encierro sin haber tenido antes contacto con ese pasatiempo. A partir de entonces sus días giraron en torno al cuadriculado tablero.

Volvió a la mesa, observó la posición. Su reloj corría y las negras habían comenzado el despliegue de fuerzas. Todo apuntaba que su contraparte desplazaría sus piezas pesadas al ala de dama y en un oportuno sacrificio de calidad desarmaría su enroque, para después despejar el alfil dragón, una diagonal mortal. Las piezas negras se colocaban con facilidad en posición amenazante y los ánimos del blanco mermaron, pensó que quizá en algún momento de la partida había perdido un tiempo, repasó la lista de jugadas sin encontrarlo. Serenó sus pensamientos. Pasaron algunos minutos de meditación y ejecutó un siguiente movimiento. En respuesta las negras brincaron un caballo dando franco inicio a las hostilidades. Por lo que el blanco avanzó largo el peón torre del ala de rey, de acuerdo a su propio plan de ataque y ceñido a la estricta teoría.

Jugar o seguir las partidas de sus compañeros reclusos no le resultaba tan placentero como reproducir los capítulos de un libro. Antes de que sus familiares le facilitaran literatura trocó trabajo por algunas horas de lectura, cuando no lavaba una cobija, aseaba alguna celda, después iba y rentaba con internos de su misma afición un libro o una revista. Al principio se ganaba los cigarros, luego los cinco pesos, después ya pocos apostaban en su contra, acaso algún jugador que le retara a cincuenta pesos, y si su economía lo permitía se enfrascaban en un largo y reñido duelo. En libertad experimentaba todos los días la miseria, el hambre y la necesidad, pero la vorágine la conoció después, apenas llegado a aquel penal. Su familia recibió con gusto su repentina pasión. Su mamá aligeró sus angustias cotidianas, sólo le pedía que no apostara. A su papá se le hacía muy curioso verle callado y quieto, como pensando.

El negro se desplazaba agresivo. Él sin amedrentarse continuó su ritmo lento y reflexivo. Calculó las posibilidades de las piezas ligeras en el centro y los diversos puntos ciegos que acompañaban a las decenas de posibles escenarios y actuó en consecuencia. Puso en buen recaudo a su monarca, para el caso en que el negro sacrificase la calidad y continuó el avance de peones del ala de rey, tratando de minar el enroque adversario y abrir líneas para jugar las torres. La partida estaba por desequilibrarse, pronto el negro tendría que decidir por dónde comenzaría las explosiones.

Con un obligado cambio de piezas ligeras las negras ahorraron tiempo para doblar torres en la columna del alfil de dama. El siguiente turno para las blancas se tornó complicado; no alcanzaba a descifrar las consecuencias de las varias opciones que tenía en mente. Reticente, postergó el ataque directo al rey enemigo; movió un caballo amenazando capturar la dama negra y ganar tiempos para después intentar cambiar el alfil de la gran diagonal. Las negras pusieron a resguardo su dama, conocedoras de las posiciones que no admiten dilación, una vez que contuvieron el embate blanco esperaron quince minutos para realizar su siguiente movimiento. La libreta de anotaciones consignaba para la jugada diecinueve de las negras, alfil captura peón, un sacrificio.

Las blancas dieron lectura al osado lance, al parecer la sorpresa había llegado. Después de diez minutos de deliberación interna se convenció de que la dinámica impulsada debía ser controlable; así pues, desplazó su peón en diagonal capturando al alfil suicida. Las negras entonces, esgrimieron sobre la mesa un argumento que él ya no esperaba. Trocaron torre por caballo, un segundo sacrificio. Temático en la Dragón, ahora las negras ofrecían la calidad.

Con diez minutos de retraso en el control del tiempo y pendiente de mover en una posición delicada. Sorprendido y obligado a aceptar un segundo sacrificio, pensó que probablemente ya estaba labrada su derrota. Si los cálculos negros fuesen correctos poco quedaba por hacer, acaso oponer una defensa tenaz; pero si por el contrario existía alguna grieta en el ataque de su adversario, un mínimo contraataque sería suficiente para obtener al menos, las tablas; concluía sus reflexiones en busca de consuelo.

Mientras aprendía ajedrez extrañaba menos su vida pasada; cuando despertaba en su cama, entre los muebles de su cuarto. Su mamá ya tenía el desayuno preparado y un café. Él tomaba el café y salía con la bolsa de comida. Caminaba doce cuadras y esperaba el transporte de personal. Por las tardes regresaba de la fábrica a su casa a ver televisión, o salía al barrio a encontrarse con amigos. Por las noches iba a donde su novia. Así le pasaban los días. Sin mayores conflictos con nadie. Estaba por cumplir los veinte años y era el más joven de su familia.

Un sábado a las tres de la mañana cambió su suerte. No padecía de insomnio, esa noche debía de estar dormido. Llevaba un par de horas dando vueltas en el colchón cuando escuchó la escandalera. Al oír los gritos se asomó por la ventana, vio pasar corriendo dos sujetos perseguidos por cinco o seis, atrás de ese grupo se acercaba otro. La oscuridad no le permitió distinguir, pero escuchó claro la voz de uno de sus hermanos que desde lejos pedía que le abrieran la puerta. Se dirigió al auxilio. Salió a recibirlo y le encontró tirado en el suelo, en medio de un círculo que formaban los que le habían dado alcance. De entre los agresores escogió al más activo y fue directo contra él. Su sorpresiva intromisión le valió para asestar un golpe certero que sacudió a su objetivo. El círculo se abrió permitiendo al caído incorporarse para después huir corriendo a su refugio. Era el momento de imitar a su hermano pero un breve haz de luz de luna le dejó estático haciéndole perder preciados segundos que le hubieran permitido ponerse a resguardo. El débil destello provenía de la hoja de acero de una navaja. Una sombra se abalanzó directo sobre él. Al retroceder perdió el equilibrio pero alcanzó a enredarse con su agresor llevándole consigo. Ambos cayeron. El atacante soltó la navaja, él se hizo de ella y mientras se incorporaba, como impulsado por un reflejo y con una destreza que él mismo desconocía, la dirigió contra otra sombra que intentó arremeter en su contra. La navaja le entró abajo del sobaco, por el costado izquierdo. Un chillido seco desconcertó a todos. La sangre escurrió de la hoja manchando sus dedos. El herido dejó de pelear, giró media vuelta con la intención de huir y caminó un par de metros para después desplomarse. Las luces de los vecinos comenzaron a iluminar la calle y pudo ver el perfil del cuerpo que yacía en el suelo. Antes ya se había disuelto el grupo de rijosos. Cuando su hermano se acercó todavía tenía la navaja en la mano. “¿Qué pasó?” fue su pregunta.

Desde esa madrugada entró al remolino de las instancias judiciales. La primera sentencia dictó doce años. La segunda, la confirmó. Internos leguleyos le aseguraban que acogiéndose a los beneficios, para su caso en particular, con siete años purgados podría obtener su libertad. Todavía tenía pendiente una tercera y última sentencia, un juicio de amparo promovido por la defensa oficiosa.

Con tres años de interno no pensaba verse en libertad, sino hasta recorrido el largo trecho marcado por los jueces. El ajedrez le servía para tender un puente para caminar ese lapso, a su vez le brindaba fuerza para transitarlo y poder llegar ahí; al último día de su condena. En más de una ocasión se caía. Desesperado le daba vueltas al acontecimiento queriendo reconstruir lo pasado, imaginando un presente distinto. También le daba por pensar, resignado, que el rompecabezas se armaba solo y que ningún cambió valía para alterar el pasado; el destino estaba escrito de principio a fin. Entonces le preguntaba a Dios por qué le tocaba a él soportar aquella carga.

Las piezas negras evolucionaban en el tablero. Entraron por el centro con caballo capturando dos peones y recuperando la calidad. Las blancas se revolvieron atrás. Con torre y rey defendieron un punto doblemente amenazado, otorgando libertad de movimiento a la dama. En este escenario las negras recularon. Él aprovechó el respiro para conectar sus piezas; a fuerza de encontrarles una mejor colocación tuvo que cambiar su última torre. El resumen de aquella batalla dejaba como saldo una diferencia de material negativa para las blancas; las negras contaban en su haber con cuatro peones, por un caballo entregado. Así el medio juego se finiquitaba para pasar a la etapa más delicada de la partida.

Evaluó la posición. Su única posibilidad pasaba por enfilar la batería de alfil y caballo, apoyados por la dama, al ataque del rey enemigo pertrechado en una orilla. Por amenaza tenía una larga cadena de cuatro peones, tres de ellos pasados, apoyados estos a su vez por la dama y el alfil dragón, única pieza en la artillería negra aún con vida en el tablero. Como por fortuna, un peón insertado en la cadena negra cortaba el paso al rey negro, confinándolo en un rincón. Con estas claves armó una maniobra que no pudo repasar. La jugada treinta y ocho para las blancas, a dos minutos del control de tiempo para cuarenta, consignaba un desplazamiento de caballo, posesionándose en el pequeño centro, donde la naturaleza de esta pieza despliega su mayor fiereza.

Las negras abrieron un lapso para analizar la posición. En un lance meramente psicológico, ofrecieron un cigarro a su oponente. Él lo recibió de buena gana, pero no lo prendió. La mesa estaba rodeada de observadores arremolinados que clavaban fijas miradas en el tablero, el juez del torneo tomaba nota del desarrollo de la partida cotejando el reloj. La punta de la bandera pendía débil del minutero.

El negro avanzó la infantería, entró al final de juego concentrando esfuerzos en colocar un peón al borde del tablero, donde alma del ajedrez transmigra a otros cuerpos. Las blancas continuaron la batalla resguardando a su monarca de un factible jaque con dama. Una vez cumplido el control del tiempo evaluó una vez más la posición y se levantó de la mesa. Prendió el cigarro que las negras le regalaron. Mientras no entrara a una cadena de jugadas obligadas que tuviesen como último eslabón el jaque mate, un grado de incertidumbre siempre estaría latente, sin embargo en su último análisis no había encontrado, en los movimientos negros, uno que parara en definitiva su maniobra. En sus cálculos la partida estaba liquidada.

Imaginó el gusto que le daría a su familia cargar su trofeo y ver su diploma; le dirían campeón, sería el campeón. Él por su parte, experimentaba una felicidad truncada siempre en el mismo punto, aunque sentía un gran regocijo, la victoria sólo estaría completa cuando se disputase fuera de esos muros. Recordó al Maestro Fischer y pidió al cielo para que no le extraditasen a su país. Una vez más le vino a la mente el suceso que le tenía purgando condena. Imploró perdón al difunto, él ya le había perdonado. Apagó el cigarro pisándolo contra el suelo y regresó al tablero a encontrarse con el desenlace.

Se abrió un hueco entre la ronda alrededor de la mesa para permitirle tomar asiento. Observó que las negras habían movido peón llevándolo a séptima. Las blancas entonces colocaron el alfil delante de su dama, en apariencia para controlar la casilla octava; su verdadero objetivo consistía en cortar el escape al rey enemigo al menos un tiempo. A las negras les pareció lógico ganar un peón más y a la vez dominar el escaque octavo que parecía estar en disputa. El blanco hizo un último análisis y al corroborar que no había jaques perpetuos, movió el rey. El negro entró a octava promoviendo peón por dama y esperó los cambios. Las blancas en lugar de capturar la nueva dama corrieron el alfil a séptima, permitiendo entonces una tercera dama en el tablero que el negro no promovió. Entonces cayó en cuenta que sus cálculos habían fallado. Reflexionó sobre el tablero y dio con la línea que le derrotaba. Renuente a aceptar los hechos siguió jugando; desplazó la dama en defensa de su primera hilera. Las blancas, sin apuros de tiempo hicieron sus anotaciones para enseguida instalar el caballo en la sexta del alfil de rey y amenazar un mate en cuatro. El alfil dragón tuvo que efectuar su primer y único movimiento; su sola presencia había sido baluarte en la lucha. Al capturar caballo, discreto se retiraba abatido a su vez por su similar blanco. Después del reciente movimiento, las negras constataron que no contaban con mayor opción que resignarse a esperar la muerte y tuvieron que aceptar la derrota. Ninguna posibilidad evitaba que la dama blanca entrase en la séptima hilera para dar mate en tres. El jugador de negras cogió su rey para llevarlo al centro del tablero anunciando su rendición.

Estrecharon sus manos, se agradecieron mutuamente e intercambiaron firmas en sus papeletas. Ninguno de los dos intentó entrar al análisis del juego. Intercambiaron chanzas para después retirase cada cual por su lado. Él se dirigió a reportar el resultado. En la mesa los mirones cobraron vida, armaron y desarmaron la partida haciendo sus propios comentarios en torno al rompecabezas. El juez estaba por terminar el cómputo de resultados. Pronto la fiesta llegaría a su fin, sólo quedaba esperar la ceremonia de premiación y clausura, que como siempre, sería muy emotiva.


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