Imagen en cinco
Cada día pintaba un trazo en un pequeño lienzo, como era costumbre entre la gente de su pueblo. Era la primera acción de su día, se despertaba añorando hacerlo, añorando entrever lo que su alma escondía.
Ninguna urgencia podía evitar ese trazo. Lo pintaba sin pensar. Solo se levantaba, tomaba un pincel, preparaba un color (no más de una gota) y hacía el trazo. A veces el resultado le entusiasmaba, otras le decepcionaba. A veces sentía que aplicaba la cantidad exacta de pintura, en el lugar preciso; otras veces que le faltaba o le sobraba color en demasía, surgiendo algo distinto a lo previsto, algo inesperado, indeseado, aunque igual al final siempre reconocía en ello el reflejo de sus sensaciones.
De su imagen le gustaba, sobre todo, un patrón que se repetía: abundaban diminutos puntos oscuros disimulados entre colores suaves que los envolvían. Esos punticos adornaban las zonas más expresivas, más afectivas de su imagen tal vez reflejo de las pecas características de alguien querido o del pequeño lunar que tenía junto a su propia boca.
Un día, por casualidad, volteó hacia un espejo, encontrando allí reflejado su propio rostro sonriente. Le sorprendió tanta alegría reunida sin complejo, sin razón de ser ni motivo aparente. No pudo evitar preguntarse qué había hecho para llegar a ello, a aquel estado de felicidad. Halló la respuesta al instante: justo acababa de realizar su trazo matutino. Volteó hacia el lienzo, lo contempló con la mente en blanco, y prefirió descartar dicha causa, prefirió no darle importancia al suceso, prefirió pensar que habría sido alguna otra cosa pasada por alto.
Pero no pudo evitar que volviera a su mente el asunto de fondo: Tanta satisfacción sentida no podía ser por un tonto lienzo, por una tonta tradición que ni siquiera requería seso. O en todo caso, razonó, no habría de ser por el lienzo mismo, sino por la satisfacción del deber cumplido, pero tampoco: Por el contrario siempre había tenido un alma rebelde, libre de ataduras, renuente a responsabilidades.
Pasó la mañana intentando escapar de la realidad pero no podía: esa leve visión le había abierto los ojos. Empezó a sentir rabia por tan tonta tradición, por ser víctima de tan simple manipulación, por haberse dejado llevar por la inercia social con un quehacer que no le beneficiaba en nada. Decidió dejarlo de lado, construir algo distinto para sí.
Pero tal decisión no llegó lejos. A la mañana siguiente, sin pensarlo, hizo el trazo de costumbre (un trazo dorado, luminoso, en la esquina superior derecha) y solo recordó su gran determinación al final de la tarde, al pensar en los asuntos pendientes del día siguiente. Ello le deprimió por un instante, iba en contra de sus ideales dejarse llevar, dejarse manipular; le hizo pensar que toda la sociedad estaba adoctrinada, incluyéndole, quién sabe por quién o para qué.
A la mañana siguiente, después del trazo diario (algo pequeño y retirado, inconexo), se dijo que no era tan grave, que lo importante era que ahora tenía conciencia de sí, que era ridículo pensar en una conspiración, en una gran fuerza manipuladora,que de seguro todo había evolucionado a lo natural. Entendió que, al menos, ya estaba consciente de su condición, que ese era un buen primer paso, que no estaba tan mal como muchos otros.
Prefirió no darle demasiada importancia, solo seguiría con su imagen a su modo. Lo asumió como una vocación de vida o al menos de parte de su vida, al menos a primera hora de la mañana.