Desde hacía cuatro semanas el circo venía, otra vez, anunciándose por las calles abandonadas de Dios. Comenzaron los desfiles; encabezaban, como siempre, los payasos, los tragafuegos, los tragasables.

Antes, y durante los desfiles, los domadores de animales, eficientes, contagiaban al público: clap, clap, clap, aplaudían, buscando contagiar la emoción del gran día en el que El Ventrílocuo llegaría, para hacer, personalmente, la invitación al estreno nacional.

El perifoneo prometía una actuación mecánica, perfecta. Era un circo con recursos, carruajes, sonido; los mejores acróbatas, expertos en saltos al vacío y malabaristas en muchas artes formaban parte de su nómina.

Los magos, especialistas en la técnica de las desapariciones, caminaban las calles ofreciendo muestras de su habilidad: convertían prendas preciosas en hojas secas que lanzaban al aire, hechizando, hipnotizando, al compás de las palmadas. Ahora lo ves, clap, clap, clap, ahora no lo ves.

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El día de estreno sería un gran día. En primera fila, habría invitados internacionales con asientos reservados, marcados con sus nombres. Nombres que el presentador no sabía pronunciar bien, que movían, por lo raro, a risa. Para divertir al pueblo, los presentadores repetían cómicamente, una y otra vez, los nombres de los invitados especiales. De la retahíla solo quedó en claro que el zapatero del pueblo no haría filas para entrar al circo.

Con dianas y cohetes llegó el día del gran acontecimiento. Carpas alegóricas al espectáculo recibían a los espectadores para darles indicaciones. Colaboraban, por su pase, figuras conocidas de los sectores; la fiesta debía llevarse en orden: “Pase por aquí señor. Su cédula, por favor. Su carnet, ya se lo escaneamos… Deme un momento, ya lo atendemos. ¡Tenga, listo! Al salir pase por aquí, buscando su suvenir. No, no, es gratis, es un regalo del circo para usted.”

Llegada la hora de la presentación, la maestra de ceremonia (¡cómo se visualiza la mujer cuando trabaja en un circo!) levantó la vista y vio las gradas vacías. Llamó a los mimos, a los titiriteros, a los zanqueros… La continuidad del circo dependía de aquella función. ¡Puertas abiertas para el pueblo!–decretó, mientras los titiriteros, como héroes, distraían al público presente.

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Al final, cuando la maestra de ceremonias, fiel, pero cansada, aburrida (estaba dejando su vida en eso) se dio por vencida y recitó sus líneas, remachadas, cansonas, imposibles, el público presente estaba hecho trizas, hastiado, confuso.

En el pueblo la gente dedicó el domingo a las redes, a ver una película, a negar, por ese día, la presencia del circo. Esa noche no le prestó atención a la fanfarria de los noticieros, no había primicia.

El circo ya no era una novedad; estaba condenado a desaparecer y, en algún momento, partiría con sus hombres bala, sus mujeres gorilas, sus equilibristas, sus actores forzudos, sus efectos de sonido, sus aplausos ficticios.

Para la gran mayoría del pueblo, aquel día fue un día intrascendente.