Hoy, con Kitaro al fondo, entre el cielo y la tierra, me he replegado, deshecha en mí misma de tanto pensar en ti. Cuando las imágenes matinales iban cayendo lentamente en las paredes de esta ciudad, yo caminaba buscándote en mi próximo pasado y en cuanta sombra se acercaba y me tomaba. Yo te tocaba y mi mano quería quedarse y volcarse en las tuyas. Ahora te recuerdo, y me río mordiéndome tus labios.

Y la señora Silencio se pregunta si estoy bien. Y yo no sé qué decirle y, aunque puedo inventar mil respuestas, incoherentes e inconclusas, yo solo tengo tu recuerdo y en él escucho tu palabra fresca y tendida. Recuerda tú que yo solo quería estar en tu regazo y en tus brazos y en tu sexo, y en el olor de tu perfume en tu piel.

Y tú me encontrabas, Vulcano, envuelto en tus llamas, porque yo no podía alejarme realmente de ti. Y yo me desarmaba ante la incertidumbre, porque fuiste deleite de mi nocturnidad y regalo para mis sentidos. Y me trasmutabas y temía y también temblaba. Aun cuando apenas gravité en el leve universo que me diste, sueño que –en un diciembre cualquiera– no olvides ni mi voz ni mi nombre.

Tú estarás siempre, entre estos dedos que hoy te escriben y que te han extrañado, en medio de las ráfagas sutiles y violentas de esta memoria balsámica y en cada uno de los detalles que hoy te mencionan y también te alejan. Y quiero decirte –sin intermediarios, sin máscara ninguna, sin latidos delatores dentro de mi pecho– que, aunque fuiste mi peligro inmediato y oculto y, al mismo tiempo, mi salvación, ya no sabrás de mí, aunque sé que estaré en cada canción que a tus oídos llegue, en cada amanecer que ilumine tus ojos entre el cielo y la tierra.

Vete, Vulcano, y déjame dormir la noche entera,

Maia

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