La extraña desaparición de Laura García -II- | ¿Dónde estuvo?

in #cervantes6 years ago

Aquí dejo mi versión de la segunda parte de mi propio relato La extraña desaparición de Laura García que por una feliz confusión también recrearán, desde su punto de vista, @marlyncabrera, @jcalero y @sansoncarrasco. Con tope de publicación hasta mañana a las 8:00 pm (hora venezolana).


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Foto @alevil

¿Qué pasó con Laura?

Como no tenía con quien conversar, Laura cantaba a todo pulmón cuando el carro empezó a fallar. Fue como si se quedara sin gasolina, pues ya le había pasado una vez por olvidadiza. Se orilló en la carretera, cerca de una casa azul.

El sol ya casi se ocultaba y la batería del teléfono estaba en 10%. Primero llamó al servicio de emergencia. Le prometieron llegar a 20 minutos. Entonces marcó el número de Antonio. Una, dos, tres veces y nada. Le escribió un mensaje de texto y esperó.

Un vehículo modelo tan viejo que ella no reconocía, plateado y con mala latonería, se detuvo. Un joven alto y fuerte, sonreído, bajó del lado del copiloto. Le ofreció revisar el motor y ella aceptó.

–Parece que es la bomba –le dijo él.

–Gracias, de todas maneras ya viene la grúa –respondió ella, amable.

El joven volvió al auto y se fue.

Minutos después llegó la asistencia. Un hombre rubio, tostado del sol y barrigón, con una gorra que le ocultaba la calva hizo todo solo y arrancaron rumbo al peaje. “Seguro no le está pasando gasolina”, dijo el hombre con tono experimentado. En el camino, ella llamó de nuevo a Antonio y como no le atendió, le dejó un mensaje en la contestadora.

“El carro se apagó, no sé qué le pasa, no le llega gasolina al motor. Al menos eso es lo que dice el gruero que me lleva al peaje. El teléfono no tiene casi batería”.

La última frase no se grabó completa. Laura guardó el teléfono en la cartera y se miró las manos. El gruero le ofreció un trapo húmedo para que se limpiara la suciedad de las manos. Lo tomó con agradecimiento.
Pronto estuvo mareada. Vio las luces del peaje y se tranquilizó, pero ya no avanzaba. Divisó a un hombre alto y fuerte, que se le acercó con una sonrisa a la ventanilla. Y subió al pesado vehículo sin decir ni una palabra.

Salieron de la carretera por un camino de tierra. Laura, no tenía fuerza ni ánimo para protestar. Antes de llegar a un rancho de latas y pintado de verde quedó inconsciente.

Siguieron un estrecho camino entre el monte, al fondo de la vivienda, hasta llegar a una laguna, donde el carro de Laura desapareció para siempre.

Dentro del rancho todo era normal. Una anciana veía televisión en una esquina, y no se movió cuando los dos hombres entraron cargando a Laura, abrieron una puerta que iluminó la estancia y entraron. Era un ascensor.


Si una institución privada que realiza pruebas ilegales en humanos quiere realizar su trabajo sin molestias… ¿qué mejor que una zona deprimida económicamente, con severos problemas de moralidad y con pobladores fáciles de convencer con algo de dinero?, ¿quién buscará a desaparecidos en un ranchito donde vive una anciana en medio de un subdesarrollo terrible?

Y aunque era la primera vez que aceptaban a un “conejo”, como se referían a los pacientes, era la manera de mantener callado y contento al nieto de la anciana, que quería una mujer sumisa y entregada a él.
Abajo había una especie de clínica mental, con un salón en el centro y varias puertas a los lados con habitaciones que dejaban ver extraños equipos y cerraduras reforzadas. Una puerta de doble hoja lleva a un pasillo menos iluminado.

Cuando despertó, Laura estaba sentada frente a una fuerte luz blanca. Había un sonido que la aturdía de tal forma que no lo podía identificar. El joven sonreído apareció a su lado. Ella le dijo algo pero no la escuchó. Él le puso la mano en el hombro y asintió con la cabeza.

La luz comenzó a parpadear rápidamente y Laura se desmayó.

Otra vez consciente pero débil, estaba en un consultorio muy rústico. Un hombre moreno, de cabello abundante y gris, la miraba con atención a través de lentes bifocales.

–¿Por qué me tienen aquí? –preguntó ella sin rodeos y con la poca fortaleza que consiguió.

–Te haremos una nueva mujer, la que un hombre necesita –respondió, sin expresar ningún sentimiento.

–¡Está loco! Ya me deben estar buscando –espetó con seguridad–. ¿Cuánto tiempo llevo aquí?

El hombre sonrió con ternura malévola.

–¡Ya tu no existes!

Laura miró a los lados, buscando algún elemento reconocible. Solo pudo ver en la bata blanca del hombre el logo de un cisne con la palabra “RENACE”. Pero no consiguió referencias en su cabeza.

–La Policía ya debe estar buscándome. Mi novio sabe exactamente dónde estaba. Esto es un secuestro.
Ya su fuerza no le alcanzaba y entre cada frase debía parar y respirar.

El hombre adoptó una actitud nada profesional.

–Sí, sí, sí… la Policía está buscándome, mi novio sabe, bla bla bla –se burló con voz infantil mientras caminaba por el consultorio, moviendo los brazos.

Laura supo que estaba en manos de unos dementes y se alteró. El hombre le puso un pañuelo en la nariz y escuchó, antes de desmayarse: “Tu renacimiento comienza mañana”.

Al despertar estaba acostada sobre una especie de cama con un calado de la forma de su cuerpo que no la dejaba mover ni un solo músculo. Una mujer de rostro duro entró y le inyectó una extraña sustancia que la relajó y la puso feliz. Se activó una pantalla en el techo. Las imágenes mostraban a mujeres abnegadas en su hogar, atendiendo a sus hijos y esposo, siendo ama de casa sumisa y entregada a su familia.

Podía pestañar, pero si cerraba los ojos por más de dos segundos recibía una descarga eléctrica.

Eran seis sesiones diarias de dos horas. Entre una y otra dormía profundamente y era despertada por una sirena. En algunas imágenes aparecía el joven fuerte y sonreído.

Laura se volvió dócil. Sentía que alguien le tomaba la mano y le acariciaba el cabello, y ella imaginaba al joven sonreído, un buen hombre, amante y protector. Aquellos días de mujer independiente, dueña de su destino se habían borrado a fuerza de medicamentos y condicionamiento. Ahora es temerosa e insegura.

Dos años después de su extraña desaparición, Laura salió de aquel rancho verde con su pareja, el joven sonreído. Le llamaban Andrea y estaba feliz. Había engordado, tenía el cabello medianamente peinado, la piel reseca, pero sus ojos seguían siendo tristes. Caminaron hasta otro rancho, que sería su nuevo hogar, mucho más lejos de la carretera.

Hecha ahora para sufrir, el resto de su vida sería de trabajo doméstico y maltrato verbal y físico. El hombre murió varios años después, en una riña en un bar. Con tres hijos que cuidar y alimentar, se mudó con una comadre, a la orilla de la carretera.

La nueva casa tenía un sembradío de plátanos, que le gustaban particularmente maduros y fritos. Ayudaba a su comadre a atender un tarantín donde los vendían.

Un día se detuvo un hombre que le se hizo familiar. Y que cuando estuvo cerca de él la confundió, todo atontado, con otra persona, una tal Laura.

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