Work in progress: El encuentro (2)

in #castellano6 years ago (edited)

Estimados amigos: dejó la segunda parte de mi novela breve El encuentro. Como dije en un post anterior, esta es una obra en proceso; es decir, que está haciéndose mientras la publico.

Quienes esté interesados en leer la primera parte, pueden hacerlo en este enlace.


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2

Me enteré de que ya habían ido a buscar a la policía. Ninguno de los presentes conocía al hombre. Al menos, eso afirmaron.

–No es del pueblo –aseguró, categórico, uno de los pescadores.

Bueno, pensé, yo tampoco lo soy; eso no quiere decir nada. Los fines de semana muchas personas abordaban el ferry hasta el pueblo. La mayor parte era gente con familia allí; el resto, turistas ocasionales. Todos nos dedicábamos a beber desaforadamente, en parte porque no había otra cosa que hacer, en parte aguijoneados por el sol y el calor. Algunos entusiastas subían a las ruinas del Castillo y desde allí contemplaban el mar, el pueblo, la salina, la otra costa. Yo también lo había hecho pero hacía años que no me molestaba en subir la pequeña colina.

Era la mañana del domingo, a mediodía comenzaría el éxodo hacia la ciudad, que se completaría con la última salida del ferry a las seis de la tarde. Tuve un pensamiento frívolo del que nunca me he arrepentido bastante: “Este no se marchará hoy”.

Vi que una patrulla de la policía municipal se acercaba avanzando con dificultad por la arena y en ese momento decidí marcharme. Yo sabía que pasarían horas antes de que levantaran el cadáver. Tendría tiempo de dormir, comer, y luego hacer algunas averiguaciones. No lamenté esta forma anticipada de volver al trabajo. Así es vida del periodista de sucesos.

Fui a la posada en la que estaba alojado, a unos pocos cientos de metros del lugar. A esa hora la noticia ya circulaba por la mitad de las casas del pueblo, y la gente dejaba el desayuno a medio preparar y se acercaba al “lugar de los acontecimientos”, como yo mismo escribiría más tarde, desde varias direcciones. Las más activas, las más veloces y voraces, eran mujeres muy jóvenes con un niño a rastras y otro sostenido a horcajadas sobre una cadera. Alguien debería haberlas inmortalizado en un mural donde se mostraran animales fantásticos.

La señora Rosina me recibió en la puerta de Agua de Luna, la posada de la que era propietaria. La posada, una vieja casa remodelada, tenía ocho habitaciones espaciosas y modernas; en ese momento sólo tres estaban ocupadas. Yo dormía en una y cuatro italianos de mediana edad lo hacían en las otras dos. Apenas si me los había cruzado en los últimos días, pero cada vez que esto sucedía pensaba: maricones.

Rosina me dio los buenos días y me ofreció una taza de café. Fuimos juntos a la cocina. Yo era un viejo cliente y me permitía saltarme ciertas formalidades. Me senté a la mesa cubierta con un hule de flores estampadas. Rosina puso frente a mí una taza grande con café humeante y luego se sentó ella, también con una taza en las manos. Durante unos segundos nos miramos sin decirnos nada.

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Yo no necesitaba escucharla para saber lo que pensaba, al menos estaba convencido de eso. El aroma del café llenó la habitación, y un hálito de vida llegó hasta mi cerebro; di un sorbo a mi bebida y me quemé la punta de la lengua. Ahogué una exclamación de dolor. Ya no recuerdo por qué me parecía importante mantenerme en silencio. Al final, Rosina dio un suspiro.

–¿Te enteraste del muerto en la playa?

–Estaba cerca cuando lo encontraron.

–¿Qué tan cerca?

–No tanto. Ni idea de quién lo mató. ¿Tú sabes algo?

–Me dijeron que no es de aquí. Solo eso.

–Yo creía que las posaderas lo sabían todo.

–Y yo, que los periodistas.

Ambos probamos de nuestras tazas. Me pareció que Rosina quería decirme algo sobre nosotros, y no sobre el muerto, sobre nuestra relación esporádica que se alargaba por diez años en los que podían pasar meses o años sin vernos. Pero yo no quería hablar de eso ni de ninguna otra cosa. La noche pasada habíamos hecho el amor y, como siempre, había sido muy satisfactorio, pero abandoné la cama demasiado pronto, cuando aún Rosina estaba despierta, y luego me había marchado a uno de los bares cercanos como si huyera de algo, y tal vez así era, sólo que no podría decir qué era lo que quería dejar atrás. No a Rosina, no su cuerpo relleno y compacto que me recibía siempre con la expectativa y la alegría de la primera vez, de eso estaba seguro, aunque de poco me servía esa seguridad.

–¿Quieres comer? El desayuno está listo.

–Prefiero dormir. Ya veré después.

Rosina se levantó y recogió las dos tazas vacías. Las colocó en el lavaplatos.

–Báñate primero. Estás apestoso.

Al mediodía me acerqué al puesto policial, poco más que un cubículo de tres habitaciones pintado de blanco y rojo. Vestía ropa limpia y me había afeitado. En mi cuerpo no había señales de todo el alcohol que había bebido la noche anterior. Ni dolor de cabeza ni malestar de ningún tipo. Un hombre nuevo dispuesto a cumplir con su deber; así me sentía.

Hablé con el oficial encargado, le mostré mi credencial del periódico y debo haberlo impresionado porque logré que me atendiera con algo parecido a la amabilidad.

–Todavía no sabemos cómo se llama el occiso –dijo el policía, mientras jugaba con un lápiz trazando líneas y círculos en una libreta de líneas azules que mantenía abierta sobre su escritorio de metal–. No encontramos su documentación. Lo que sí podemos asegurar es que no es de aquí. Es un hombre joven, de unos treinta años.

–Dígame oficial, ¿ya se sabe cómo murió?



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