Una viuda (fragmento de una novela inédita y en proceso)

in #castellano6 years ago

Hace algunos meses publiqué dos fragmentos de una novela inédita, El médico militar, todavía en proceso de corrección. Hoy quiero presentar ante los lectores otro fragmento, que he llamado "Una viuda" por razones meramente convencionales, ya que los capítulos o partes de la obra no tienen títulos.

Espero que disfruten la lectura.

Saludos.


Fuente

El día anterior escuché por primera vez de don Carlos y el Partido Monárquico Bolivariano. Ocurrió durante la visita que hicimos, el teniente y yo, a la viuda del impresor, una mujer de poco más de cuarenta años, poseedora de grandes pechos y caderas malamente contendidos en el vestido de luto que nos recibió en el salón en penumbras donde la familia se reunía a rezar todos los días, una habitación con su altar elevado en el que destacaba la figura de Cristo y varios santos imposibles de identificar en la oscuridad producida por las ventanas cerradas y las pesadas cortinas y el humo de las velas.

Al parecer, desde la muerte de su marido, la viuda pasa allí gran parte de su tiempo, según nos dijo la esclava que nos condujo al recinto, y tal vez por eso esperaba encontrarme con una mujer consumida en el dolor y la resignación, magras las carnes y macilento el rostro, y nos recibió una viuda todavía de buen ver, llena de fogosidad vengativa contra los asesinos de su marido que, no lo dudaba ni un instante, eran enemigos de la patria, sabido como era que su señor esposo, un dechado de virtudes y un ejemplo de luchador incansable por la libertad y la felicidad de nuestra nación, no tenía enemigos personales.

¿Y políticos sí? preguntó el teniente, logrando interponer esas pocas palabras que resonaron en la habitación como una imprecación a pesar de que habían sido pronunciadas casi en un susurro por respeto a la reciente condición de la mujer que nos recibía y a las imágenes sagradas que nos rodeaban.

Aquí la mujer titubeó, aunque de seguidas afirmó que su esposo se había afiliado hacía poco tiempo al Partido Monárquico Bolivariano y algunos de sus relacionados se lo habían tomado a mal, como si eso significara una traición al ideal republicano que desde 1810 había animado su vida, obligándolo durante todos los años de la guerra a trasladarse con su imprenta a donde lo necesitara la causa; si ahora cambiaba la república por la monarquía no era más que por la consideración de que la patria solo se salvaría de las fuerzas que la amenazaban por el prestigio y enorme autoridad moral de Bolívar, que debería asumir el cetro y el trono para que esta se convirtiera en autoridad política, y aquí había respirado la viuda y había hecho un alto y nos miró como retándonos a desmentirla.

¿Y quién dirige ese partido?, pregunté, reconociendo mi ignorancia, y al instante escuché el nombre de don Carlos Losada, hacia cuya hacienda nos aproximábamos.

Ya a la vista de la casa advertí una vez más lo que a pesar de catorce años de guerra y destrucción todavía no me acostumbraba a contemplar: los campos arrasados por incendios ya viejos y por años de inactividad, los esclavos famélicos deambulando como espectros desorientados en la luz cada vez más brillante, y la casa, grande y de tejas rotas, con paredes que fueron blancas y ahora mostraban sucias manchas de humedad. Los últimos cien metros los avancé con la opresiva sensación de que el sitio al que nos dirigíamos estaba vacío de presencia humana desde hacía mucho y solo lo ocupaban los recuerdos de una vida pasada más feliz y más próspera, a pesar de que sabía que no era así. Más cerca de la casa los campos tenían un aspecto distinto y crecían frutos en varios huertos bien cuidados. Una actividad mínima pero suficiente para recordarnos que la vida continuaba.

El teniente comentó, con voz en la que se insinuaba cierta pesadumbre no excesiva, que se veía que la familia Losada pasaba por momentos difíciles.

Como todos, respondí, no por indiferencia hacia lo que veía, sino por lo contrario: una conmiseración que me parecía inconveniente y me molestaba manifestar.

Saldrán adelante, continuó el teniente, no puede ser de otra manera. Ahora que la guerra ha terminado podemos encausar toda la fuerza y el empuje que utilizamos para la destrucción del enemigo en reconstruir el país. Estos campos volverán a producir riquezas, estoy seguro de ello. Tan solo si los políticos se ocuparan más de la gente y menos de sus rencillas por el poder.

Manifesté mi sorpresa de que el teniente tuviera opiniones políticas.

No las tengo, dijo mientras una expresión de vergüenza aparecía en su rostro, y yo recordé que el teniente era muy joven. Lo mío es capturar criminales y mantener el orden que tanto nos ha costado alcanzar. Pero eso no quiere decir que no deje de ver ciertas cosas.

Tiene razón, teniente, dije para apaciguarlo, ya tendremos tiempo de comprobar si se incuba aquí el futuro o si solamente persisten las sombras del pasado.

Desmontamos frente a la casa y un negro joven, de unos diecisiete años, se acercó a los caballos y les acarició las narices y les susurró unas palabras que no entendí. Preguntamos por el dueño de la casa. El joven, sin mirarnos, nos dijo que tocáramos a la puerta. Yo me encargo de los caballos, agregó, y no supe si eso era una explicación o una promesa. Subimos los escalones de madera que llevaban a la puerta principal, llamamos y al poco rato abrió una negra anciana.

Preguntamos nuevamente por don Carlos. La mujer nos hizo pasar y nos condujo a una gran sala casi vacía y nos dijo que esperáramos, enseguida avisaría al señor y a la señorita. Dudamos en sentarnos en las sillas que había a nuestra disposición y que pertenecían a juegos diferentes. Seguimos de pie. Una mesa de mármol y un sofá con el tapizado roñoso completaban el mobiliario. En las paredes desnudas se veían las marcas dejadas por cuadros ya desaparecidos, vendidos o robados o destruidos o perdidos en los avatares de la guerra y las mudanzas.

Por un par de ventanas altas entraba la luz del mediodía y una voz de hombre, lejana, que gritaba órdenes ininteligibles. Por lo demás, el silencio era absoluto. Yo acusaba el cansancio de las largas horas de marcha, pero el teniente permanecía alerta y se paseaba de un lado a otro de la estancia y se atusaba el pequeño bigote que crecía en su cara con gesto reposado y lleno de concentración, pude imaginarlo sin dificultad en los instantes previos a una batalla repitiendo el gesto que se le había vuelto hábito tal vez para acallar el miedo o, simplemente, sin miedo, esperando lo que habría de suceder.


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