El hombre de las flores. Un cuento (7 de 7)

in #castellano6 years ago

 

Ocupó una silla frente a Molina y expuso sus deseos. Ofreció pagar por Josefina, a la que llamó Jénifer, sin precisar la cantidad. Era algo que había visto en una película. El encargado, jefe o dueño del prostíbulo lo escuchó sin sorpresa.


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–¿Por qué piensa que quiere marcharse? –preguntó finalmente–. ¿Se lo ha dicho ella?

–No hace falta –contestó Piñeira, sin querer comprometer a la muchacha–. Yo sé que ella quiere regresar a su país. Basta con que usted me diga un precio.

Molina no sonrió, pero su cuerpo se relajó de una manera que equivalía a una sonrisa.

–Verá –dijo mientras encendía un cigarrillo–, usted me cae bien y por eso se lo voy a explicar una sola vez. No es un asunto solo de dinero. Esta es una empresa relacionada con otras muchas empresas. Y no está contemplado en sus procedimientos, de ninguna de las empresas, aclaro, que las trabajadoras se vayan cuando quieran.

Así siguió un largo rato hablando en lenguaje empresarial, después del cual a Piñeira le quedó claro lo que ya le había dicho al principio: no había pago que valiera.

–¿Y qué hiciste?

–Algo que todavía no me lo creo. Fui a la Guardia Civil. Me mandaron de aquí para allá hasta que di en un despacho que ya estaba investigando al club. Tenían un expediente así de gordo. Sólo necesitaban alguna víctima, es decir, una puta, que estuviera dispuesta a declarar. Hablé con Josefina y estuvo de acuerdo. Los detalles son muy largos, pero con la ayuda de la policía logramos sacarla y me di el gusto de que al desgraciado de Molina lo metieran en la cárcel. Me saqué un navajazo en la palma de la mano, pero valió la pena.

Para ese momento de la conversación ya habían consumido cinco o seis cervezas cada uno y se encontraban más alegres que melancólicos.

La siguiente vez que supo de él fue dos semanas después. Los días anteriores fueron difíciles para Medina. Otro escándalo político, cinco homicidios, un choque en el que murieron dos familias. El viernes en la tarde estaba devastado; lo único bueno era que no tendría guardia ese fin de semana. Podría levantarse tarde e ir a desayunar a un pequeño restaurante ubicado en una loma sobre el golfo, a unos diez kilómetros de la ciudad; un ritual que llevaba a cabo cada cierto tiempo para limpiarse de las desgracias acumuladas.

Antes de marcharse, luego de apagar la computadora, se dirigió al baño. Su jefe se encontraba allí, frente a uno de los urinarios y mirando al techo raso. Medina sabía que el director del periódico tenía problemas con la próstata, así que le sonrió animosamente cuando este bajo la vista.

–La maldición de la vejez –dijo, como siempre, sin amargura.

Medina sonrió otra vez. En ese momento apenas era consciente del chorro cálido que salía de su cuerpo.

–Escuché que algo le pasó al hombre de los poemas –continuó Rodríguez, mirando de nuevo el techo.

El hombre de los poemas, el hombre de las flores. Referencias demasiado delicadas, pensó Medina, para un hombre que tenía la misma suavidad de un gigante torpe.

–¿Qué cosa?

–Vamos a la oficina y te cuento. Esto ya es inútil.

Pero no esperó a estar en su oficina rodeado de sus libros de historia y periodismo. Comenzó a hablar en el pasillo.

–Conozco al gerente del hotel y él me contó la historia ayer. Hubo un escándalo grande. Parece que durante los últimos días la novia de este hombre se la pasaba en el hotel, metida de cabeza en la piscina y en el bar. Esto, por supuesto, no es ningún problema, pero venía siempre acompañada por un tipo de muy mala reputación. Varios de los mesoneros lo conocen como un malandro de los peores; parece que acaba de salir de la cárcel. Bueno, eso al hotel le importaba pero no tanto.

Lo malo es que formaban un trío muy raro. El español siempre pagando y cada vez más silencioso mientras más borrachos sus acompañantes. Solían pasar casi todo el día en la piscina y luego en el bar, cuando ya el sol se había retirado. Los tres. Eso es lo más raro. No se puede decir que no supiera lo que pasaba. Era evidente para todos. La mujer y su chulo se tomaban de las manos, bailaban, se abrazaban; guardaban una especie de pudor elemental que no engañaba a nadie: no se besaban en público.



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Abrió la puerta de su oficina. Buscó en la última gaveta de su archivador y sacó una botella de whisky y un par de vasos. Ocupó su gran sillón de cuero negro. Sirvió con generosidad. Medina tomó el suyo embargado de desconfianza y solo entonces se dejó caer en la silla frente al escritorio.

–Hace tres noches, por fin, hubo una pelea. No se sabe qué la motivó, o mejor dicho, sí se sabe, lo que no se conoce es qué cambió para que el español, de pronto, dejara de comportarse como un cabrón enamorado y empezara a hacerlo como un hombre. Tal vez recuperara su amor propio. Lo cierto es que estrelló una botella contra la cabeza del chulo y agarró a trompadas a la mujer. Luego volteó la mesa y rompió los espejos. Se necesitaron todos los mesoneros para detenerlo y encerrarlo en su habitación. El subgerente mismo debió llevar al herido a un puesto ambulatorio donde le agarraron no sé cuantos puntos. Al día siguiente, le pidieron que abandonara el hotel y le presentaron la cuenta. Era una suma considerable: un mes de alojamiento, comidas, ingentes cantidades de alcohol importado.

El director dio un trago y se rió bajito.

–Dijo que no podía pagar. Había gastado todo su dinero. Si esperaban una semana, podría hacer que le mandaran unos euros de España. La gerencia decidió echarlo esta mañana y dar por cancelada la deuda. ¿Generosidad? No, precaución. Están seguros de que no pasará un par de días antes de que le peguen tres tiros y no quieren que eso ocurra en el hall del hotel.

Medina volvió a ver al hombre de las flores una vez más. Fue a la terminal de autobuses porque lo supuso el lugar idóneo para un millonario en desgracia. Y allí estaba, vestido de blanco, enorme, más extranjero que nunca, en medio del humo tóxico de los buses y los gritos de los cargadores. Lo espió sin disimulo y sin acercarse, despidiéndose en silencio como lo haría de un primo lejano, de un medio hermano recién conocido, pero con más dolor y afecto y sinceridad. Lo vio abandonar la ciudad llevando tan sólo un pequeño maletín que imaginó repleto de horribles poemas de amor. Contra toda esperanza, deseó que el retorno fuese feliz. Que su ciudad lo recibiera como una antigua amante curada de esperanzas y sobresaltos.



 

 


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Buen cuento, saludos.

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