UNA MIRADA AL ESPEJO

Las luces rojas y amarillas de las ambulancias tenían un destello insistente en las pupilas dilatadas de los cadáveres. Los miembros seccionados por la fuerza de la explosión yacían secos e imprecisos en medio de la noche. Recuerdo el gesto, el grito agudo e interrumpido de las gargantas que clamaban y luego la hecatombe, el vuelo heroico de las vísceras y la lluvia de sangre que me cayó en el rostro.

Una luz enceguecedora de repente se planta en el sobresalto y veo las cornisas y el canal de desagüe de las aguas de lluvia, las escamas de pintura en la ventana y luego los libros. Me doy cuenta que he estado como dormido durante muchas horas con la ropa puesta, cosa inusual en mis costumbres. Veo un espejo. Me froto los ojos y me llega el vago recuerdo de un sueño, de unas alas tardías que baten su vuelo inicial hacia la inconsciencia de las cosas, de lo palpable y de lo seguro del suelo y la figura rotunda que veo en el espejo, con el reflejo áspero de los años.

Me doy cuenta, ahora, que no estoy en mi casa, no en mi habitación, sino en una gran sala. La cosa ahora era responder mi llegada, saber cómo llegué o me trajeron y además tratar de entender qué pudo haber pasado para estar así, vestido y acostado como estoy dentro de un cajón de madera. Me pregunto si caí, si floté, si caminé dormido por algún tejado y si alguien pudo haberme confundido con un gato.

Todavía ronda la pregunta, el desvelo, el querer llegar a un lugar impenetrable como la alquimia del mundo de los sueños. Intento incorporarme y tratar de caminar en la cuerda floja de afuera. Nada puede ser impune. Nada. Ni la muerte. Estoy ubicado en medio de dos mundos separados tal vez para sufrir la pérdida de un pasado que una vez soñamos. Ya es de día, todo vuelve a su sitio. La mañana gris, sosegada, presagiadora de lluvias me lleva a caminar por un laberinto y el peso de las horas se acumula como bolas de plomo sobre los hombros, pero ya los pasos se hacen inútiles y tardíos y se pierden en la senda.

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DOS LUNAS

A Florinda, embarazada de seis meses, le habían advertido, de acuerdo con las antiguas consejas pueblerinas, que no viera el eclipse de luna porque entonces le iba a quedar pintado en algún lugar del cuerpo de la criatura que estaba por nacer. Pero Florinda, haciendo caso omiso de tales sibilinas y precisas admoniciones, fue y vio el eclipse.

Ahora, tres meses después, una niña nació con una gran mancha redonda del ancho de la palma de una mano en el bajo vientre. A la llegada de la luna nueva, la pecosa mácula era negra como la noche y a medida que la luna se hacía creciente se iba aclarando hasta confundirse con el color de la piel cuando llegaba la luna llena. Ahora Florinda tiene dos lunas.

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SOLEDAD

Hace mucho tiempo que me compré un teléfono. Con la línea, claro. Tengo ya mi número y desde entonces se lo digo a todo el mundo, Y todo el mundo anota mi número. -“Yo te llamo” –me dicen- pero nunca llaman. Desde hace mucho tiempo nadie me llama. Ni una sola llamada. Todos los días me siento al lado de la mesita donde está el teléfono con la sensación indefinible de la espera. Espera inútil, porque nadie llama. Todos tienen mi número y nadie se molesta en llamarme. Y espero. Todos los días imagino que suena el teléfono y creo que alguien me llama. Pero nadie lo hace. Me siento solo. Pero me niego a perder mi aspiración. Sé que alguien ha de llamarme en cualquier momento. Ahora me baño dos, tres, cinco, muchas veces al día, con la esperanza de que suene el teléfono.