Mis manos pueden verte

Amortiguando neciamente entre los recuerdos,
logré encontrar tu vieja foto el armario de mi cerebro,
como olvidar tu piel tan lozana y fresca,
no se parece nada a la que hoy marca tu rudeza.

Después de treinta décadas que vivimos,
revivo cada acción sutil, en el tiempo compartido.
¿Donde estás no puedo verte?
Los años que me quedan se han oscurecido.

¿ Cuántos veranos han pasado sin verte?
Es una cuenta que ya ni puedo sacar,
cuando tu ausencia viene a envolverme
retrocedo el tiempo para tu rostro dibujar.

Ahora esos fuertes brazos que con delicadeza me tomaban,
ya no son los mismos, solo lo cubren una piel delgada,
tu olor se mantiene intacto, mi olfato delata tu entrada,
cada vez que con tus lentos pasos, te asomas a la recámara.

¡ Estoy bien amado mío! ¡Esperándote lista estoy!
son sus palabras favoritas que lo llenan de tanto amor.
El café de las tardes no deja de ser costumbre,
aunque el doctor así no quiera eso también nos une.

Luego de unas galletas y un buen café a su lado,
no pierdo tiempo de acurrucarme en su regazo,
seguimos como jóvenes hablando de las mismas cosas,
situación que nos hace tan extraños, pero eso no importa.

No te conocía, y ya por ti oraba,
a Dios le hice un dibujo para que te formara,
te hizo tal como le dije, tan perfecto e imperfecto;
con rasgos bien marcados y de sutiles sentimientos.

Todavía seguimos orando el uno por el otro,
no existe ningun derecho, para dejar de hacerlo,
y aunque mi vista se encuentre tan inerte
se que con mis manos cada vez que quiera puedo verte.

Que sobren las razones para amar,
aún cuando los sentidos desfallezcan,
porque el amor derribara todo mal;
y a cualquiera que se entrometa.

Borra toda limitación porque el amor no es un mito, ni una estrella fugaz.

Carta de una anciana de cien años, cincuenta de estos vivió ciega a causa de una extraña enfermedad, nada le impidió seguir amando al hombre de su juventud que se mantiene firme a su lado hasta que la muerte los separe.

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