Miércoles de ceniza | Cuento (7 de 15)

in #carnaval6 years ago

Invasión de las ratas

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7

El teléfono sonó cerca de las siete de la noche. Se levantó de un salto y corrió hasta el aparato. Estática, y un ruido como el pitido de un tren alejándose en una película vieja. Había estado dormitando durante horas, incapaz de abandonarse y sumergirse por completo en la inconsciencia y de despertar del todo: sometido por igual a imágenes vertiginosas de sueños superficiales, recuerdos falsos de una infancia casi olvidada, pensamientos apenas formados que eran poco más que balbuceos de frases inconexas, repetitivas.

Soñó que había ratones en la cocina. Disponía trampas que los animales ignoraban. Pasaban entre sus pies, causándole escalofríos de desagrado. De pronto, al fondo de un pasillo que no debería estar allí, aparecieron dos ratas gordas, grises, del tamaño de gatos medianos, con colas extraordinariamente gruesas que retorcían y chasqueaban contra el piso, como si tuvieran vida propia. Dominado por el miedo, pensó huir del apartamento y abrió los ojos. Las luces estaban encendidas, desde su cama veía la puerta del baño medio abierta y a través de la ranura el lavamanos. Se tranquilizó. Los sueños no muerden, pensó, y eso le dio ganas de reír. Lo repitió varias veces hasta que estuvo en la cocina otra vez, las ratas se habían metido bajo una caja de cartón que, por alguna razón misteriosa, debía levantar sin pérdida de tiempo. Recogió un zapato del suelo. Alzó la caja: allí estaban los dos animales. Ya no se veían tan grandes; la piel, bajo el pelaje escaso, era de un rosado repugnante. Trató de golpear a una en la cabeza, pero solo le alcanzó en el lomo. La rata lo miró con tristes ojos humanos. El siguiente golpe fue más certero. Lo pequeños huesos crujieron y la rata quedó inmóvil. Con creciente asco se dispuso a acabar con la otra, que había permanecido quieta junto a su hermana muerta. El zapatazo no produjo resultados apreciables. Un segundo intento no llegó a ninguna parte: la rata aguardaba sin emitir un chillido mientras el zapato caía sobre su cuerpo que parecía haberse hecho de goma. Atacó varias veces en un frenesí inútil. En los ojos de la rata había burla y desencanto. En eso estaba cuando el timbre del teléfono lo despertó definitivamente.

Sonó una sola vez y él se quedó un rato con el auricular en la mano, recordando las imágenes del sueño. Luego colgó y, sin que hubiera nada en realidad que lo indicara, pensó que era la mujer de la noche anterior quien lo llamaba.

Se bañó y vistió. Preparó una cena ligera. Después de comer lavó los platos; se asomó al balcón. Su apartamento se encontraba en el tercer piso de un edificio sobre una avenida de importancia secundaria, antiguamente llena de tiendas, almacenes y compradores; pero los

nuevos centros comerciales acabaron con todo aquello: primero se mudaron los clientes y detrás los tenderos, dejando locales clausurados, puertas y ventanas tapiadas con bloques de cemento, avisos pintados a los que cada amanecer y cada lluvia descascaraba un poco más. Una rápida erosión y desgaste que Mendizábal no veía con desagrado; antes bien, la consideraba como el medio adecuado a su vida. Pero no esta noche. Inclinado sobre la baranda metálica del balcón, contempló la calzada sumida en sombras, la luz amarillenta de los faroles, el paso apresurado y temeroso de los que se atrevían a circular por allí una vez que se ocultaba el sol, y deseó con más fuerza que antes una noche más de desenfreno y libertad.

Cerró los ojos. Evocó la sensación de la piel de la mujer en sus manos, la plenitud de sus formas, su verga arropada por las carnes húmedas de ella, y rescató de la confusión de sus emociones una frase: “Una fiesta mañana, en el puerto”. ¿Lo estaba inventando?, ¿o de verdad había escuchado esas palabras, un susurro junto a su oído, una invitación y una promesa?

Tal vez si lograra comunicarse con Ochoa pudiera averiguar algo más; pero esta posibilidad estaba descartada: en algún momento –cuando estaban por salir, o en el taxi– le había dicho que tenía unos días libres y pensaba aprovecharlos al máximo, durmiendo en una cama distinta cada noche y con distinta compañía, si era posible.

La avenida se extendía en línea recta hasta la zona portuaria. Solo tenía que seguirla.

 

GRACIAS POR LA VISITA.


VUELVAN CUANDO QUIERAN

 

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