Miércoles de ceniza | Cuento (10 de 15)

in #carnaval6 years ago


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En el piso inferior había más gente; recibieron a los recién llegados con una algarabía de pitos, aplausos y serpentinas. El librero se pegó a una pared, apartándose del tráfico principal. A su lado conversaban dos mujeres que le dispensaron una mirada sin interés, como constatando su presencia en el lugar para un objetivo desconocido. Eran jóvenes y bonitas, y por un momento creyó que una de ellas podía ser la mujer que buscaba. Luego se dijo que no, imposible, ambas tenían el pecho escaso, casi plano, y pezones prominentes que destacaban bajo las blusas transparentes.

–Yo no sé cómo pudo hacer eso –dijo la que estaba más cerca–. Perdigón es un desgraciado. Mira que robar a su propio compadre. Se aprovecha porque es policía.

–¿Y cómo fue? –dijo al otra.

–A mí me lo contó Carmina, que es prima del compadre. Él había comprado un poquito de droga, para irla vendiendo. Tú sabes que él se ayuda con eso desde que lo botaron del hospital. Ahí mismo, a los muchachos del barrio. Perdigón vino y con otros dos policías le tiró un allanamiento y le requisaron la mercancía. Se lo llevaron en la patrulla, le dieron unas vueltas y después lo soltaron por un monte. Con la cantidad de droga que el compadre le había dado a Perdigón a cuenta de la amistad.

–Hay que ver...

–Ahora el compadre no tiene de qué vivir y lo peor es que le debe a la gente que le compró la mercancía. Tú sabes que él, como era cliente viejo, compraba a crédito. Pues ahora debe parir los reales y ese hombre no tiene ni qué comer. Tú vas a ver que uno de estos días amanece en el caño que pasa frente a su casa con la barriga llena de sapos. Y Perdigón, bien gracias, si te he visto no me acuerdo.

–¿Y qué hizo con la droga? ¿Se la consumió toda?

–No, qué va. El mismo día ya la estaba vendiendo en el barrio. Más cara, eso sí, no ves que el único que vendía por ahí era el compadre y ahora había que comprársela a Perdigón al precio que él dijera.

–Qué hombre tan malo. Pero es bello.

Como una ola, la multitud comenzó a moverse, a desplazarse, agitada por una fuerza gravitatoria o por un impulso magnético. Las dos mujeres fueron arrojadas a su derecha, él mismo fue apartado de la pared en la que había encontrado refugio y llevado al centro de la corriente humana. Durante un segundo se encontró pegado a la gorda de traje de bailarina de la entrada, que aprovechó para pasarle la mano entre las piernas. Advirtió con asombro que tenía una erección. Su cuerpo respondía por él, independiente de sus intenciones y aún de sus emociones, lo que en cierta forma era un alivio: se libraba de responsabilidades.

La gorda se alejó con un saludo de su mano y un beso al aire. La música se escuchaba igual de alto que en el piso superior, pero aquí dominaban las notas cadenciosas y rápidas de un merengue dominicano. Nadie bailaba porque no había espacio. Sin embargo, dos o tres parejas permanecían abrazadas, moviendo las caderas en lentos círculos, los pies inmóviles, las bocas unidas.

Mendizábal no podía asegurar si eran hombres o mujeres: los disfraces y la oscuridad confundían sus percepciones. Por otra parte, le parecía un dato irrelevante. Deseó poder gozar de ese abandono, sentirse anónimo y libre en el centro de la multitud; pero hoy parecía ser más él mismo que nunca, atorado en su tristeza.

Debo encontrar a esa mujer, se dijo, si no todo desaparecerá como en los cuentos de brujas. El banquete convertido en basura, los invitados en perros, el palacio transformado en una gruta del bosque.


Gracia por la visita. Vuelvan cuando quieran.

 


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