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Prueba de amor. 1/2

Dolores, permanecía largas temporadas en nuestra casa, en la hacienda “La Florida”, en Cumanacoa. Era la abuela que velaba mi sueño y me tomaba de la mano para indicarme el camino hacia la moderación. Buscaba la forma de inculcarnos modelos a seguir mientras tejía, oficio que practicaba a diario. A cada punto, distraídamente, contaba sus historias. Cuando la recuerdo, me parece verla sentada en el corredor sombreado por el palo-sano y las matas de taparos, sus ramas servían de sostén a infinidad de orquídeas. Había una exótica enredadera, conocida como “cera”, extendida a lo largo de la cerca, alabados sean sus celestiales y aterciopelados pétalos rosas. La abuela en su mecedora, expuesta al reflejo de la luz, nos estremecía de emoción a un auditorio cautivo, alrededor de sus pies, diecisiete muchachos blancos, negros, indios y mestizos; naturales, legítimos, recogidos, regalados, eso sí, todos hermanados. Ella levantaba una ceja, sonreía y con una leve carraspera, para que prestáramos atención, comenzaba el cuento; con la grata cadencia de quien conocía los hechos reales, algunas veces era protagonista y otras, mostraba ser una observadora a la que no se le escapaba detalle.

En unas vacaciones de agosto, coincidimos todas las primas, ya mayorcitas en la hacienda. Para ese entonces, la abuela se atrevió a hablarnos de amores, comenzó su narración con una sonrisa y un brillo juvenil en su mirada. Cuando yo era joven, Pablo, era un joven gallardo, divertido y de sonrisa pícara. Dada la tendencia de hablar a diario de él, deduzco que la mantuvo ciegamente enamorada por treinta años y los otros treinta y seis, separados, le guardó los mejores recuerdos bajo la disculpa de que él era hombre. Entrando la década del veinte, Pablo Aguilera Tovar la escogió como la mujer para formar su familia. Su comportamiento fue intachable, tanto que se ganó el respeto del gallego Víctor Viso Gil y Juana D’Arthenay de Viso, permitiendo licencias y largas visitas en la casa de la hacienda “Santa Inés”, en Caripe, que demostraban la confianza a estos amores, mirados con agrado por ambas familias. Abuela Dolores fue la segunda hija y cuando tenía escasos catorce años de edad se encargó del mando de la casa, debido al nacimiento de su último hermano, Elías. En definitiva, para cualquier joven casadero, la abuela, además de ser hermosa, a sus veinte años, era perfecta por lo diligente. Con todos estos atributos aún faltaba hacerla pasar por la prueba de la honestidad, la cual todo joven solicitaba. Sin embargo el abuelo Pablo, cuenta la abuela, un día para sorpresa de ella, no tuvo reparo en decirle: -Tococa querida, los hombres son fuego y la mujer estopa, llega el diablo y sopla. El hombre siempre está probando a la que elige como esposa, a veces recurre a pedidos o pruebas de amor que siempre tienen que ver con la entrega de la mujer antes del matrimonio. Si algún día te propongo algo deshonesto, no me hagas caso, puedes hasta darme una cachetada, pero no aceptes nada que manche tu honra. Porque fíjense - continuó la abuela después de este preámbulo-, lo que pasa cuando un hombre descubre que la elegida por él, no es pura y ha sido mancillada. No voy a decir nombre, porque esto no es un chisme, pero lo que les voy a contar paso en Caripe, donde todos eran vecinos y amigos.

Hasta pronto, nos encontraremos en la segunda parte.