TENÍA DOS OPCIONES: VIVIR O MORIR.
Tenía dos opciones: vivir o morir.
Esto que les voy a narrar es una historia real, personal, dolorosa, una experiencia que espero jamás les ocurra a ustedes, mas la tengo que sacar de mi mente. Además, es un testimonio de cómo también los hombres podemos ser abusados por las mujeres por años, y llegar al punto de querer suicidarse.
Cuando conocí a mi esposa, era una mujer dulce, inteligente y bonita. Su anterior pareja la había abandonado con una hija de 6 meses de edad, estaba desempleada, sin auto y sin dinero. Al principio nos hicimos amigos, la ayudaba con la niña, con su alimentación y demás necesidades. Con el tiempo, me fui enamorando perdidamente de aquella hermosa muchacha.
Yo era un exitoso abogado, ganaba muy buen dinero y tenía un apartamento en una zona cómoda de la ciudad. Deseaba casarme, tener una familia y establecerme. Y de un día para otro, tenía una esposa, una hija, un hogar. Nos casamos enamorados, y casi inmediatamente que empezamos nuestra vida juntos, ella quedó embarazada nuevamente. Todos mis sueños empezaban a hacerse realidad.
Ella entretanto, estudió y estableció una pequeña empresa de educación, la cual ayudé a fundar y crecer con mi arduo trabajo y el suyo. Eran buenos tiempos: éramos una pareja joven, triunfadora, unida y saludable. Nuestro hijo menor nació y la casa se llenó de alegría y travesuras.
Nuestros problemas comenzaron cuando ella empezó a gastar más de lo que podíamos permitirnos. De repente, ella llegaba a la casa con costosas botellas de vino, ropa, joyas, teléfonos celulares, pagaba viajes al extranjero y cenas, hacía fiestas con centenares de invitados y no reparaba en gastos. Le expresé mi preocupación sobre nuestras finanzas, a lo cual me respondía que tenía unas “inversiones” con un amigo y que no me preocupara, ya que teníamos suficiente dinero para darnos esos lujos. Ella manejaba nuestras cuentas bancarias, el presupuesto de la casa, y tomaba todas las decisiones financieras, porque confiaba plenamente en mi esposa y porque ella (creía yo) era mejor con el dinero: su empresa era exitosa y los negocios eran su fuerte. Habíamos ahorrado para momentos difíciles que aparecieran en el futuro.
Una mañana, ella me pidió que nos sentáramos a hablar en el auto antes de irnos a trabajar. Atónito, escuché como ella me confesaba que la “inversión” que había hecho con su amigo, resultó ser un esquema Ponzi, una estafa en la que este individuo había logrado captar cientos de miles de dólares de decenas de personas, entre ellos, nosotros. Habíamos perdido todo lo que habíamos ahorrado durante más de una década, mi esposa había contraído grandes deudas personales y para la empresa, en pocas palabras, estábamos quebrados. Mi esposa había cometido un gravísimo error y había hundido financieramente a nuestra familia y al negocio.
Yo estaba en shock. Antes que pudiera recuperarme, ella me presentó una hoja impresa en donde especificaba cada uno de nuestros gastos, lo que pagaba cada quien y me solicitó, sin más, que yo asumiera mas pagos de nuestro presupuesto, que implicaban que yo debía producir un 100% más en el plazo de un mes, o quedarme más tiempo en casa con los niños para que ella pudiera trabajar más horas. Me negué de inmediato a ambas soluciones, pues sabía que no era posible aumentar mis ingresos en tan poco tiempo, y si debía quedarme en casa con los niños sería menos posible aún.
Su reacción fue absolutamente intimidante: Me gritó completamente fuera de control, lanzó objetos, golpeó las puertas del auto, y amenazó con divorciarse, “si no hacía lo que ella decía”.
El abuso en la pareja es usar el poder que posee uno de sus miembros para controlar al otro. No se trata solo de ejercer violencia física, sino también de otras formas de control: abuso verbal (ser grosero, amenazar o insultar, ridiculizar, usar la ironía) abuso sexual ( forzar el coito) o económico ( forzar al otro a ganar dinero por encima de sus posibilidades, usar sin autorización los bienes y dinero del otro, etc. )
Puedo decir que ese día comenzó mi infierno. La amable mujer que yo había conocido desapareció por completo: se tornó agresiva, malhumorada, violenta. Reaccionaba con enojo ante un comentario acerca del clima, una noticia en televisión o hasta el simple saludo de buenos días era correspondido con gritos. Luego se encerraba en el cuarto por horas a ver televisión o hablar por teléfono, dejándome solo con las tareas domésticas y el cuidado de los niños. Y aunque siempre ayudé en la casa, los siguientes meses me trató como un esclavo. Si tan solo un plato estaba sucio, si no planchaba, cocinaba o lavaba la ropa, ella tenía estallidos de ira que duraban varios días, durante los cuales no me hablaba o me insultaba (“eres perezoso, hueles mal, debería darte vergüenza, no sirves para nada, eres un mal marido”) Constantemente rechazaba mis intentos para arreglar la situación, se rehusaba a conversar “hasta que yo produjera más dinero”. En cuanto al sexo, solo en unas pocas ocasiones ella me tomó por asalto en medio de la noche, cuando dormía, de forma ruda y sin caricias o besos.
Cada día viviendo a su lado era una tortura. Empecé a perder peso, dormía muy poco, y para que ella no se enojara, dejé de ver a mis amigos, de ejercitarme, de ver televisión o disfrutar de la música. Ella empezó a pasar menos tiempo en casa y más tiempo trabajando, saliendo de viaje o con amigos. Cuando estaba en casa, solo veía televisión, pasaba horas en redes sociales, comía sin hablarme y luego, se iba a dormir. Salía muy temprano en la mañana y no regresaba hasta la noche, inclusive los sábados y domingos. Poco a poco, me fui hundiendo en una gran desesperanza, sabía que mi matrimonio se acababa, y no había nada que pudiera hacer. Solo estaba aferrado a ella por mis hijos, porque sabía que si nos separábamos, no podría verlos a diario. Así que seguí a su lado con la esperanza de salvar a mi familia, de que en algún momento ella reflexionaría y volveríamos a estar felices otra vez.
Mis ingresos por mi trabajo habían disminuido mucho. La crisis económica del país, con una alta inflación y escasez de alimentos, nos afectó aún más. La tensión era constante en la casa. En un momento, ella me exigió que dejara mi trabajo para dedicarme exclusivamente a las labores domésticas, debido a que ella era la que ganaba más dinero. Finalmente, accedí, creyendo que sería la única manera de salvar mi matrimonio. Así que renuncié a mis clientes, cerré mi oficina y empecé mi nuevo trabajo como padre a tiempo completo.
Pero nada cambió. Ella siguió demandando más dinero, ya que “yo podía hacer otras cosas para ganarlo”. Los maltratos, las quejas constantes y los abusos emocionales continuaron. Por dentro, yo estaba muriendo.
Una noche, cansado y deprimido, sentí que era hora de hacer algo. Quería escapar, solo por un día, irme a la montaña de paseo con un grupo de amigos, algo que había abandonado para estar más tiempo con mi familia años atrás. Ella apenas me había hablado en los quince días anteriores, pero cuando le dije que me iría temprano al día siguiente, me dijo que no podía hacerlo, porque tenía que ir con ella a comprar comida, a cargar las pesadas bolsas, a esperar haciendo fila. Me negué. Y su respuesta fue: “Quiero el divorcio”. Le dije que, de cualquier forma, ya nosotros no éramos una pareja.
Al día siguiente, salí silenciosamente, pasé el día disfrutando de la naturaleza, riendo con amigos, tomando fotos. No sabía que, para una persona abusiva, ser desafiado era sinónimo de una escalada mayor de abusos.
Al día siguiente, ella dijo las palabras. “Tenemos que hablar”. Nuevamente, a sentarnos en el auto, lejos de los oídos de nuestros niños. Ella me dijo que ya había tomado una decisión, que teníamos que separarnos y que yo debía irme de la casa. Le dije entre lágrimas, que no tenía a donde irme ( aunque ella si tenía la posibilidad de irse al amplio apartamento de su mamá). Le rogué, supliqué que arreglásemos nuestra relación, pero todo fue inútil. Le pedí que al menos pudiera tener la custodia compartida de mis hijos. Ella se negó. Quería la custodia completa, que yo me fuera a la calle y le pagara, además, manutención. Que le dejara todos los muebles y electrodomésticos. Y finalmente, me anunció que, en seis meses, se marcharía del país llevándose a los niños. Me negué rotundamente. La discusión terminó con ella dando un portazo que rompió la ventana del auto, alejándose.
Esa semana, los abusos siguieron. Sabía que era cuestión de tiempo para que viniera una demanda, para que ella pudiera lograr su objetivo de castigarme por mi atrevimiento de obstaculizar sus deseos. Abandonó toda opción de diálogo, encerrada en otra habitación, hablando con sus abogados y amigos.
Esa semana, el viernes por la mañana, luego de llevar a los niños a la escuela, me preguntó si tenía algo que hacer. Yo debía buscar mi pasaporte en el centro de la ciudad, así que se ofreció a llevarme en el auto. Acepté, pensando que era un gesto amable en medio de nuestra amarga disputa. Luego me dijo que no me preocupara, por buscar a los niños, porque ella se encargaría. Era algo extraño, sin embargo pensé que podría ser la calma en medio de la tormenta.
Afortunadamente, pude buscar mi pasaporte en muy poco tiempo, por lo que decidí regresar a casa más temprano. Podría preparar un buen almuerzo, jugar con mi hijo, hablar con mi hija, descansar de tantas tensiones. Tomé el subterráneo. Me acerqué sonriente a la entrada de la casa. Pero algo extraño ocurría.
Un camión de mudanza estaba aparcado frente a la casa. Vi cajas con fotografías familiares, sofás y camas aún en la entrada. Unas personas llevaban cajas a cuestas. Y al entrar, un descubrimiento aterrador: mi casa estaba vacía. Mi esposa, la mujer con la que había compartido 18 años de mi vida, se había llevado todo. Los muebles, cocina, lavadora, secadora electrodomésticos, libros, música, inclusive mi ropa, la cama y la comida. Lo había perdido todo.
Ella entró. Yo estaba llorando, ella con una expresión totalmente fría en su rostro. -“¿Qué hiciste, qué hiciste?” preguntaba en medio de mi llanto. “Esto fue lo que tu quisiste” fue su respuesta. Se iba con otro. Luego, se marcharía del país. Y si yo quería ver a mis hijos, podría hacerlo tres veces al año si podía viajar. “Ahí te dejo tu casa” fueron sus últimas palabras antes de darme la espalda y marcharse.
Allí estaba yo, de rodillas en el piso, rogando. No recuerdo por cuantas horas lloré. El sol se ocultaba en la ventana, dejándome a oscuras. No tenía dinero: ella había vaciado mis cuentas bancarias, tampoco comida, ni trabajo. Sentía un dolor profundo, como si me hubieran clavado un puñal en el corazón: mis hijos ya no estaban, no sabía cuando volvería a verlos, solo tenía la ropa que tenía puesta, mi teléfono celular y unos pocos billetes en mi bolsillo.
Miré por el balcón. Toda mi vida había desaparecido, en apenas unas horas. Mi familia, mi razón de ser, se había ido, sin saber a dónde. No veía otra solución…
Me separaban 6 pisos, 18 metros, de dejar de sentir ese dolor. Meses de depresión, tantas noches sin dormir, la opresión en el pecho, terminarían en segundos. No concebía vivir sin mis hijos, sin el calor de mi hogar; ahora yo era solo un doloroso pedazo de carne y hueso, y la salida estaba allí: sólo debía sentarme encima de la barandilla, y saltar. Para mí, las opciones eran simples: seguía sufriendo pero vivo, o moría y todo terminaba en un instante.
Continuará