Eva, cerrando los ojos se llena de imágenes; una mujer, un paisaje, un tiempo:

Hevva, en el lugar perdido, junto al árbol del conocimiento.

Εύα, asombrada ante los autómatas de Herón.

Éve, atendiendo a los enfermos de peste.

Eve, admirada, ante la máquina de vapor de Jerónimo de Ayanz.

Ella, Eva, un clon.

Abrió los ojos.

Del Trinity College salió hacia el Centro de Investigaciones de Nanoestructuras Adaptables. Era experta en química de los materiales y biomoléculas, como lo habían sido su madre y su abuela. A los dieciocho años terminó estudios de Psiquiatría en Cambridge.

Siempre supo que era un clon, en su currículo constaba esa condición que abrió todas las puertas. Nació adulta, como Afrodita, sin angustias de infancia. Creció sin noción de culpa, sin impedimentos para pensar.

Bordeando el río Liffey, en su viejo auto de levitación magnética, Eva tarareaba la antigua canción de los míticos Beatles, Lucy en el cielo con diamantes: “Alguien te llama/ respondes despacio/ una chica con ojos de caleidoscopio…”

Sentía un placer casi orgásmico, como al dar un mordisco a una manzana no transgénica; en pocas horas su propio clon, Awa, saldría en misión secreta.

Awa era su repetición, y la de su abuela, pero Eva había dado un salto estremecedor: logró que sus genes copiaran la estructura del titanio, produjo la versión de sí misma, robótica.

Su genealogía cerraría el círculo a la injusticia. Con la eternidad, a favor, reversaría los efectos de la Torre de Babel.

Era la primavera del año 2058, en Dublín.

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