Todo lo que hacemos, decimos o escribimos lleva implícita una intención, a menos que actuemos por inercia. Los textos escritos pueden llevar una función recreativa, expositiva, informativa, divulgativa, publicitaria, argumentativa, comercial y otras. Con la palabra hablada esto se multiplica porque los gestos y ademanes complementan el mensaje.

Ellas se reproducen, cada vez que surge un elemento nuevo aparece también el término para referirse a él y ese crecimiento imponderable, demanda sobre nosotros estar al tanto de cada aparición, para saber su contenido y su uso, y la manera como la utilizamos hace que se nos catalogue como habladores o parcos. Hay personas que les gusta la conversación, otros prefieren estar en silencio, sin embargo, nadie está ajeno a la misma y al efecto que puede provocar su uso en sí mismo o en el otro.

La palabra es lo único que nos diferencia de otros seres, aunque aceptemos la teoría de que existe lenguaje en otras especies, la posibilidad de articular sonidos y organizar códigos entendibles para una comunidad entera, donde mezclamos no solo lo netamente lingüístico sino también lo geográfico, lo natural, lo socio-cultural y lo psicológico es algo que nos pertenece exclusivamente a los humanos.

La palabra tiene su propio peso, su propia fuerza, los eufemismos se originan para suavizar expresiones que pudieran parecer malsonantes, algunas de ellas caen en el absurdo, porque se abusa de ellos. Por ejemplo cuando se dice “soluciones habitacionales”, “adecuación de precios” o “apropiación indebida”, pero eso es tema para otro post.

Las nuevas teorías sobre emociones y enfermedades explican bien el poder que tienen no solamente cuando se expresan sino también en el pensamiento. Las ideas se desarrollan según las creencias que tengamos y la manera como organizamos ese mensaje define por qué somos de una manera o de otra o por qué se nos origina una dolencia y no otra. Es una propuesta muy versátil que también ameritaría un post en particular.

Aquí quiero analizar las razones que llevan a mucha gente a generar lo que llamamos “malas respuestas”. Puede comprenderse el estado anímico del venezolano que vive una de las más grandes humillaciones que ser humano pueda aguantar, seguir con estoicismo haciendo de “tripas corazón” es un entrenamiento para valientes, sí, de verdad que somos un pueblo valiente, (tema para otro post también).

Pensar antes de hablar ha sido la conseja que por sabiduría nos han sugerido siempre, después que una mala palabra sale, el efecto que provoca es nefasto no solo para quien la recibe sino también para quien la dice. Tiene un efecto boomerang que repercute negativamente en el emisor y no me refiero a las escatológicas solamente, sino a todo lo dicho que lleve ultraje, saña y mala intención.

Es a la palabra a quien le toca llevar encima la pesada carga del respeto y cuando ella se doblega y éste cae y el resultado trae graves consecuencias para la convivencia en paz.

Nadie está exento de dar una mala respuesta, creo que todos hemos cometido esta equivocación y quizá muchas veces, ¿qué nos lleva a hacerlo?, ¿el estar molesto por alguna situación, justifica que le contestemos mal a otro?, ¿el que siempre nos hayan respondido mal a nosotros es motivo para que lo repitamos con los demás?, ¿el que seamos de una región donde se “hable así” es determinante a la hora de responder?, ¿qué hace que una persona tenga mayor o menor grado de susceptibilidad al recibir una mala respuesta?

Si alguien trae a tus manos una caja contentiva de basura maloliente ¿la recibes o la dejas en sus manos?, lo más seguro es que no la recibas, incluso te alejes para que no te afecte el mal olor, entonces ¿por qué sí darle cabida a una palabra hiriente, a un grito o a un mensaje de odio? Cuesta, ¿verdad? Es algo para hacer en aras de aprender a vivir en armonía

Quizá ante tanta violencia verbal corresponda no solo alejarse, sino desear “que tenga usted un buen día”.