De cambios, organizaciones y cambios organizacionales.

Para ser alguien que se resiste tanto al cambio, he cambiado mucho muchas veces, y aunque esto no debería sorprenderme, lo hace. No es fácil aceptar y rendirse al cambio, mucho menos entender que esto será una constante a lo largo de nuestra vida y supongo que se vuelve más complicado cuando dicho cambio involucra no solo una buena cantidad de personas, sino que afecta de alguna u otra manera sus estilos de vida. Esto se puede dar — aunque no se limita a — en la casa, tratando de implementar nuevas rutinas o hábitos; se puede dar entre amigos al cambiar la dinámica de grupo con la adición de un nuevo miembro o el distanciamiento de otro; en instituciones educativas y en el ámbito que ocupa este documento: empresas.
El cambio es inherente al ser humano, una prueba más de la evolución. A lo largo de la historia de la humanidad, podemos encontrar numerosas etapas que han dado a los profesionales del rubro, muchas horas de trabajo tratando de clasificar y ordenar los eventos, buscando explicaciones lógicas y/o naturales para su existencia y escribiendo largas teorías que construyan un puente entre ese pasado y nosotros ¿por qué? Porque la historia es cíclica, todo se repite. Y esa es la mayor paradoja del cambio: estamos destinados a repetir, como especie, los ciclos que ha marcado nuestra evolución, pero a su vez, la idiosincrasia no es la misma, cambia cada vez; lo que nos pone en una situación vulnerable al no saber cómo reaccionar, ni si nuestra estrategia funcionará. Lo que sí conocemos son las condiciones que determinaron los resultados antes, y basándonos en eso, entonces actuamos. Por supuesto, esperando lo mejor. En eso radica la importancia de documentar todo.
A su vez es cierto que, así como el cambio es inherente a nosotros como personas, también lo es el sentido de pertenencia y la identidad; por lo que, aunque seamos muy afines al cambio, en el fondo no nos interesa cambiar nuestras formas y es ahí donde entra en juego un sinnúmero de técnicas para aprender a adaptarnos, ya sea a nivel personal, interpersonal o laboral.
Es igual necesario mencionar que los procesos de cambios no se dan de un día para otro. Hablo de, pueden pasar meses o incluso años, desde que la noción siquiera de una posibilidad de cambio nace hasta que es efectivamente ejecutada, por lo que se requiere mucha paciencia, perseverancia y determinación terminar el proceso en las mejores condiciones. Y aunque, en general, los cambios suelen ser irreversibles, es imperativo detenerse de vez en cuando para evaluar si se está procediendo de la mejor manera para todos los involucrados, sobre todo porque son ellos los que finalmente dictarán si el proceso fue exitoso o no.
Los cambios no deberían ser impuestos, pero hay algunos que no pueden ser de otra manera y su existencia depende exclusivamente de que así sea. En un mundo ideal, todo cambio debería ser natural, sin embargo, según las necesidades de cada agrupación, este también puede ser repentino y muy rápido, o muy lento y metódico. Cada uno de ellos necesita de un tratamiento distinto y uno no es peor o mejor que el otro, son solo eso: distintos.
Dicho esto, se puede entender ahora que un proceso de cambio organizacional es un nido de retos ya que representa la suma de todas estas preguntas y conflictos individuales, a eso debemos sumarle el miedo a lo desconocido, la inseguridad referente al bienestar familiar de cada empleado, el riesgo que representa que un buen colaborador se sienta inseguro de su estabilidad laboral, y demás.
Por razones como estas y muchas más, la comunicación — especialmente antes, durante y después de un proceso de cambio — es crucial para evitar fuga de cerebros o un ambiente de incertidumbre. El miedo es un vehículo muy poderoso y peligroso que puede llevarnos a tomar decisiones apresuradas y poco pensadas. Es bien sabido de conflictos, incluso bélicos, que han comenzado como simples malos entendidos. Como cuando, en pleno apogeo de la Segunda Guerra Mundial, los aliados enviaron un ultimátum a Japón, a lo que el Primer Ministro contestó con un término que significaba “no tengo comentarios”; producto de una pobre selección de palabras y, además, de una muy mala traducción, esto se convirtió en un “no es digno de una respuesta” lo que desencadenó en la tragedia por la que Hiroshima y Nagasaki son ahora infames.
Soy fiel creyente que la mayoría de problemas en el mundo, si no todos, son a causa de una mala comunicación, y un proceso de cambio organizacional no es ajeno a sus consecuencias. Especialmente porque no son procesos necesariamente bienvenidos por todas las partes; los más propensos a su impacto, generalmente se resistirán a ello y es por eso que quien o quienes dirigen dicho proceso deben manejar técnicas inteligentes para contrarrestarla, siendo la más común entre ellas la educación y comunicación. Si los planes de cambio no se socializan generan todavía más incertidumbre y miedo entre los involucrados, comienzan los malos entendidos y el traspaso de información errónea. Lo ideal es que el dueño del proceso se dirija hacia sus empleados y les explique de forma detallada los motivos de dicho cambio, los pasos a seguir para garantizar una culminación exitosa y qué sigue una vez completamente implementado.
Por supuesto esto no define la reacción a esperar, para eso se debe permitir cierto grado de participación de los empleados; y digo cierto grado porque la democracia no funciona y hay muchas pruebas de ello. Si se pone en manos de los colaboradores el destino de los planes de transición, es muy probable que estos se estanquen o tomen años en ejecutarse. Por lo que lo recomendable es permitir participación, hacer consultas, grupos focales, conocer las necesidades y ambiciones de los polos más grandes y llevar a cabo el proceso tomando en cuenta estas colaboraciones, de tal manera que los empleados no se sientan alienados en el camino a una nueva administración o forma administrativa; si se les permite opinar, si tomamos en cuenta su posición y si dejamos que intervengan cuando sea necesario, reforzamos su sentido de pertenencia con la compañía y es más fácil construir una identidad institucional desde allí. Es mucho más factible que un empleado se esfuerce por llevar a cabo una idea que fue suya desde la concepción a una que fue impuesta.
Finalmente, la tercera técnica más utilizada es la facilitación y el apoyo. Un proceso de cambio no se puede imponer, eso raya en el totalitarismo; aunque en el mundo laboral — y, dicho sea de paso, también en el legal — se le conoce como coerción. Lo más conveniente es convertirnos en una especie de facilitadores, guías durante la transición, referentes para contestar preguntas y un pilar de comodidad, una cara confiable donde acudir cuando el horizonte todavía no es claro.
La finalidad es suavizar los cambios y que su digestión sea más fácil de lo que parece.
Para que eso suceda, entran en juego unos personajes claves en todo proceso: los agentes de cambio, que no son otra cosa que actores que mueven las turbinas organizacionales. Es muy fácil identificar quiénes son las personas que nos pueden ayudar a desempeñar este rol, porque suelen ser líderes. Y hay que hacer énfasis en la palabra “líder”, haciendo la apropiada diferenciación entre líder, jefe y/o gerente. Por muchos años se han utilizado las tres palabras de forma indiscriminada para referirse a la misma persona, cuando en realidad, una dista mucho de la otra. No voy a detenerme a definir jefe ni gerente, porque eso lo podemos encontrar apenas en Google, pero sí vale la pena mencionar que líderes podemos encontrar desde pequeños círculos y sin roles de desempeño definidos, hasta en las organizaciones más grandes e influyentes. Un líder es aquel que mueve gente, pero lo hace de forma orgánica, es seguido no temido. Identificar quiénes pueden ser estos líderes es muy ventajoso porque entonces los dueños del proceso de cambio pueden llegar hasta las ramas más pequeñas del organigrama sin necesidad de hacerlo directamente. Es un efecto dominó muy poderoso que bien podría funcionar en ambas vías y es por eso que se debe cuidar.
Igual hay muchas otras técnicas que se pueden aplicar para disuadir la resistencia al cambio, pero, considerándome yo misma agente de cambio, solo me referí a la que a mi parecer es más efectiva también a largo plazo.
Aun así, lo más difícil no es ni siquiera la socialización de los procesos de cambio. Lo realmente complicado es mantener armonía durante todo el proceso y sus distintas etapas, cada una más complicada que la anterior.
Se comienza preparando al personal, describiendo los planes detalladamente y además afianzando las ventajas y beneficios que implican para ellos. El término WIIFM (What’s in it for me?) nace de la necesidad de trueque. Si un cambio solo beneficia a los dueños del proceso o a cierto sector de la población, es muy probable que el nivel de resistencia sea muy alto, especialmente si afecta de forma directa a otro. De igual manera, se deben procurar las herramientas, ya sea tangibles y/o intangibles, a los empleados. Un cambio no es solo situacional, es también un proceso emocional que afecta para bien o para mal a aquellos que mantienen a la organización en movimiento, por lo que no se les puede ni debe descuidar en ningún sentido. Yo misma soy una persona que se incomoda con facilidad a la menor señal de cambio de planes, me ponen nerviosa las situaciones desconocidas en las cuales no tengo control; digamos que vivo por el motto: “if it’s not broken, don’t fix it”, pero soy lo suficientemente racional como para entender cuando los cambios son absolutamente necesarios, es solo que lucharé porque sean la última opción. De manera que, para poder garantizar la mejor reacción de mi parte, se me debe asegurar que dichos cambios no representan un daño a mi persona o mis intereses. Una vez establecido y digerido esto, soy la mejor aliada en el proceso porque, y cito textualmente a un antiguo jefe: “sos potente”. Así como yo, hay muchas personas, más aún en cargos realmente importantes e influyentes que determinan los resultados de dichos cambios, por lo que es de suma necesidad el cuidado de su estabilidad emocional.
Y finalmente, aunque no menos importante, el seguimiento de todo el proceso es fundamental para la reafirmación de las metas propuestas y la garantía del cumplimiento de las promesas hechas. Esta es la oportunidad perfecta para acercarse a los empleados, investigar cómo ha sido el proceso personal de cada quien, cómo viven la adaptación, si funciona lo hasta ahora implementado, cuáles son las expectativas y en retrospectiva, cómo se sienten en relación a su situación anterior.
En general, la etapa de seguimiento nunca termina. El acercamiento debe ser perpetuo y constante, no solo porque las asignaciones, posiciones y perfiles son variables, sino porque las mismas personas cambian a nivel interno. Es muy revelador tomar la temperatura de todos de vez en cuando y así descubrir si debemos enfriar o calentar las superficies.

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