Memorias en la Nada [Novela Original] VIII

Aquí la anterior parte

De palabras y dibujos (VIII)

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Finalizada la tarea, y por el contrario a las anteriores ocasiones, no se sintió tan cansado como para dormirse. De hecho, esta vez perduró un afanoso deseo por apreciar, presenciar, la materialización de la nueva persona. Melinda se hallaba contenta, le adulaba y felicitaba; al parecer adoraba el estilo y forma del individuo, se sentía impaciente por recibirlo en la casa, por sumarlo al grupo, hablarle de las cosas maravillosas de la isla.

—Sentémonos en el pórtico —propuso la muchacha.

Bajo la influencia relajante del viento, acariciándoles el rostro, los dos jovenzuelos esperaron, tal y como sugiriera ella, en el pórtico. Por las siguientes dos horas, nada pasó, y ninguno pronunció palabra alguna. Melinda se hallaba concentrada en algo allá en lontananza, donde Dios sabía qué distinguía, mientras que Aristo se ocupaba de cierta rara situación, el hecho de que, en vez de estar emocionado, se encontrase atemorizado, casi como si sospechase un porvenir nada hermoso. Pero, en lo profundo de su ser, no existía la palabra para describir lo opuesto a lo bueno, lo opuesto a lo maravilloso. ¿Existía realmente algo contrario a todo lo que había vivido hasta ahora? Era la incertidumbre que le inquietaba. Si en un futuro se tuviera que enfrentar a aquello, deseaba saber cómo evitarlo; no obstante, sospechaba que ya el proceso se estaba dando, que se acercaba el momento. Y tras esta pequeña reflexión, la primera gota de sudor producida por un estado de nerviosismo corrió por su mejilla.

—¡Hola! —exclamó una voz masculina desde la izquierda de la casa, aparentemente muy cerca de la zona donde se encontraba el árbol.

Melinda se puso de pie en primer lugar para ir al encuentro del dueño de la voz. Aristo la siguió con paso lento mientras ella daba largas zancadas. El niño la perdió de vista tras la esquina, pero al instante, no más de cinco segundos, alcanzó el borde, doblando a la vez que oía el «Uaau» de la chica. Allí estaba él, luciendo su chaqué, el cual se veía mucho más perfecto y limpio que en los dibujos. Nahuel, hombre sensato y, aparentemente (pues las apariencias, aunque en ciertas ocasiones engañan, a veces suelen decir exactamente lo que en realidad es), un gran orador, elocuente y de lenguaje enriquecido, muy por encima de las capacidades de Aristo y Melinda. Sus cabellos, asomando por debajo del borde del sombrero, estaban bien cuidados, recortados lo suficiente como para dejar ver las orejas; sus zapatos pulidos relucían, lanzando pequeños destellos, distorsionadas imágenes del entorno. En el momento en que el niño, autor de su aparición, caminara, con tan solo metro y medio de separación, hacia el personaje, este último saludaba a la emocionada Melinda, para sorpresa de Aristo, tomando la mano delicada de la muchacha y besándosela. Hemos de mencionar que (y esto es hecho significativo) el diccionario del pequeño, es decir su subconsciente, no guardaba información acerca de la palabra «beso», cosa que es señal irrefutable de que, pronto, seguido de la sorpresa estará la confusión. Y, en efecto, fue lo que pasó, por lo que, mientras el señor Nahuel se presentaba ante Melinda y utilizaba palabras agradables para describir su belleza, se tardó un buen rato en decir:

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—¿Qué fue eso?

Nahuel interrumpió su discurso para dedicarle una mirada inquisitiva, con una sonrisa en los labios. Melinda les observó, alternativamente, dedicándole a cada unos instantes fugaces.

—Hola, pequeño —dijo Nahuel—. ¿Cómo estás? ¿Cuál es tu nombre?

—Mi nombre es Aristo —dijo el niño de mal humor—. Ya debería saberlo.

—Oh, ¿de veras? Pero si apenas esta es la primera vez que te veo.

—Ella lo sabía cuando llegó aquí. —Aristo señaló a la muchacha.

—¿En serio? ¿No sería que ya te conocía?

—No —intervino Melinda—. Nunca nos vimos antes de venir. Simplemente lo sabía. Muy raro, ¿verdad?

—Pues, sí, suena bastante inusual —expresó Nahuel entre risas.

—Y no has visto nada —agregó la chica—. Aristo puede crear lo que sea sólo con dibujarlo.

—¿En serio?

—No es cierto —replicó Aristo—. No he probado todo. Apenas si ustedes dos y ese árbol han salido de mis dibujos.

—Uhm… Así que eres Aristo, ¿no? —Nahuel adoptó una expresión pensativa; con su mano se acarició la barbilla. Una vez que el niño asintió con la cabeza, continuó—: La verdad no creo haber salido de ningún dibujo; conservo recuerdos de antes de llegar aquí.

—¡¿De veras?! Debes contármelo. —De pronto el mal humor se esfumó.

—Bueno, bueno, pero no es la gran cosa. Recuerdo que estaba haciendo algo importante en una montaña, sí, y… No sé, es todo, caminaba por un sendero empinado y de pronto aparezco aquí.

—¿Qué es una montaña?

—Sí, ¿qué es? —preguntó Melinda con mirada expectante.

—Las montañas son unas enormes elevaciones del suelo, sobresalen por sobre cualquier planicie. Muchas veces están cubiertas de árboles.

—No… —Aristo se detuvo a cavilar, tratando de visualizar la descripción dada por Nahuel, pero se halló con un muro, si es que pudiese llamarse así, pues de pronto su mente quedó en negro, no en blanco, sino en negro. Bien sabemos que, cuando no tenemos ideas, lo que vemos no es una pantalla blanca; nuestros cerebros no son papel como para hacer tal cosa, aunque se entiende que la metáfora de la «mente en blanco» es una forma de ilustrar el fenómeno, pero en esta ocasión es más conveniente, para mejor comprensión, emplear la palabra negro, porque es ese color el que llenó el espacio que Aristo dedicaba a la imaginación, allí dentro de su cabeza.

—¿Qué sucede? —inquirió Nahuel.

—No logro imaginar la montaña.

—Pues… Uhm, si quieres puedes dibujarla, ¿no? —dijo Melinda. Luego, dirigiéndose a Nahuel, explicó—: Si se le dan detalles, él consigue plasmar las formas a la perfección.

Tras este comentario, se inició una nueva fase de los dibujos. La psique de Aristo sufrió un pequeño cambio tras otro. En primer lugar, se dejó arrastrar a esta nueva tarea, casi como si padeciera de trastorno del déficit de atención, o como si hubiese ingerido algún alimento dañino, una sustancia psicotrópica o un alucinógeno. Luego, y sintiendo una extraña impotencia, dibujó, trazó líneas que describían curvas en un perfecto, tal y como lo expresase Melinda, modelo de montaña, con sus respectivos árboles, en esta ocasión pinos, y hierbajos ubicados en sus faldas. El proceso duró unas dos horas, ya que el niño se dedicó, como siempre, a gastar varias páginas más para los otros ángulos de la representación artística. Las energías usadas, sin embargo, fueron casi las mismas; el número de dibujos llegó a los veintidós. No había ninguna diferencia, a excepción de la frustración que, al no poder concentrarse bien, le dio dificultades para captar las explicaciones de Nahuel; su espíritu se desanimó, sintió como si, en realidad, le hubiesen obligado a trabajar durante más horas de las que pudiera contar. Y, con el cuerpo y alma fatigados, al final se desplomó en el piso, esta vez sin dejarle tiempo a Melinda para impedir el impacto. A lo lejos, entre los difusos últimos vestigios de lo que percibía como su mundo, se oyó un crujir estruendoso, como si se resquebrajara una gran cantidad de cristal. Posterior a dicho sonido, se sumergió en la oscuridad; lo que soñase en este nuevo arrebato de cansancio no es necesario describirlo a detalle. El chico, como antes, no llegó a recordarlo, aunque sí experimentó su efecto sobrecogedor, una sensación que seguiría acompañándolo luego de despertar.

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Se levantó de un salto. Esta vez sabía dónde se encontraba; no le fue difícil encontrar su calzado al lado de la cama. Las cortinas estaban corridas y la penumbra, siempre igual, nada cambiante, lo cubría todo. La puerta del dormitorio, entreabierta, dejaba pasar un haz de luz proveniente de alguna bombilla. Sería esta la primera vez que alguien hiciera uso de los interruptores dispuestos por toda la casa. Aristo, aunque embargado por el peso emocional del sueño que no recordaba, caminó con paso decidido hacia la salida, tomó el pomo y tiró de él. Se mantuvo inmóvil por un momento, no escuchó ningún ruido aparte de los que él mismo producía al respirar. Toda presencia humana, aparte de la suya, estaba ausente. Para tal situación se prestaban pocas explicaciones. O sus creaciones, pues podemos llamarles así, se habían marchado a alguno de los lugares de la isla, o se habían dormido en cualquiera de las divisiones de la casa, la cocina, el estudio, la sala de estar o el otro dormitorio, aunque este último siempre se mantenía cerrado y para abrir su puerta se necesitaban ciertos conocimientos. Optó entonces Aristo por salir al pórtico, sin siquiera dignarse en comprobar su propia especulación, para echarle un vistazo al exterior. Se esperaba lo mismo, imaginaba que, al igual que acá dentro, se toparía con un escenario sin la presencia de los dos personajes, y, a pesar de que no se equivocó en ese respecto, algo inesperado salió a su encuentro.

Más allá de las flores, las tan falsas pero hermosas flores, la isla había tomado, quizá por decisión propia, como si tuviese conciencia, una nueva forma, se había agrandado, alargado, por decirlo de otro modo, para darle espacio a una elevada acumulación de tierra y rocas, cubierta de árboles, los pinos que dibujara hacía poco, y hierba. El color verde oscuro de la nueva porción de terreno, el color de aquella vegetación viva, sin pausas temporales, difería con el opaco de la grama que siempre acompañó a Aristo. Las nubes, cuya quietud nunca antes se había interrumpido, se deslizaban por el cielo bajo la influencia del viento y, apenas por unos pocos metros, rozaban las copas de los pinos ubicados en la cima de la montaña. El niño quedó asombrado, anonadado; por primera vez los cambios habían sido tan radicales. En tan corto período de tiempo, su mundo se había convertido en otra cosa. Ya no era un lugar estático. Si alguien le hubiese preguntado cuál fue el mejor momento, según su criterio, vivido en su isla, aquel habría sido su elección, por encima de todos aquellos que pasó junto a Melinda, y esta diferencia de opinión con el Aristo del pasado tenía su porqué, pero ya le entenderemos pronto. Allí enfrente, repleto de detalles que no podía captar y memorizar, se hallaba su primera creación de gran magnitud.

Minutos luego, tras echar unos largos suspiros, alguien a sus espaldas lo llamó. La voz de Nahuel sonaba feliz; podría afirmar que estaba sonriendo. No obstante, al darse la vuelta se dio cuenta de que en realidad se trataba de una malinterpretación, quizá algún efecto de su estado mental actual. Nahuel no sonreía, se encontraba serio, como si deseara comunicarle un mensaje importante, parado en el umbral de la puerta. En ambas manos sostenía un trozo de papel, uno más grande que el otro, arrancados de unas páginas viejas que contenían, en su momento, unos dibujos profesionales trazados por la mano de algún gran artista. Esas obras, que quién sabe de dónde habían salido, no pertenecían a la colección de Aristo, él mismo lo notó de inmediato pues contenían formas que, aunque incompletas (y ello es un detalle importante si se quiere entender la situación, ya que el niño reconocería cualquier fragmento, pedazo o trozo de un dibujo suyo), se hallaban fuera de sus recuerdos. «Jamás hice eso», pensó unos instantes antes que Nahuel preguntara:

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—Aristo, ¿qué es esto?

Lo primero que se le ocurrió al chiquillo fue averiguar si el hombre estaba realmente hablándole a él, no importando que su nombre hubiese sido incluido entre las palabras pronunciadas. Se giró para observar en derredor, buscando la presencia no percibida de otra persona, otro niño con ese nombre, pero no halló nada más que lo ya visto hacía un momento, el nuevo paisaje anexado a su mundo a partir de un dibujo. Volvió a mirar a Nahuel y, con el ceño fruncido, expresó:

—No entiendo, ¿a qué te refieres? ¿Me hablas de esos papeles que traes?

—Sí, exactamente.

—Uhm, jamás los había visto.

—Pero estaban en tu casa.

—¿En qué parte?

—En el dormitorio que mantienes cerrado.

—No recuerdo haberlos visto allí, ni siquiera sabía que existían.

—Pues aquí están, son…

Nahuel se interrumpió de improviso; Aristo jamás se enteraría de lo que pasó por su cabeza en ese instante, una pequeña idea que significaba mucho al mismo tiempo que nada. El niño, extrañado, preguntó que qué pasaba, pero el hombre se limitó a caminar, rodeándole, hacia la grama verde, fuera del resguardo del pórtico, como admirando algo en el paisaje. Todo estaba igual, al menos según comprobó Aristo cuando se dio la vuelta y le siguió; la biblioteca, las flores, la montaña, se encontraban tal cual.

—Aristo —dijo al fin Nahuel, luego de alejarse de la casa unos veinte metros—. Tu amiga está caminando por la montaña desde hace un buen rato.

—¿Sí? —Aristo se posicionó a su lado, la caminata no había terminado.

—Sí, yo la acompañé, pero luego quise venir a ver cómo estabas. Parece que le gusta bastante la naturaleza, le has dado un regalo grandioso.

—¿Por dónde está ahora?

—No lo sé, vamos a buscarla —respondió Nahuel, dejando que el viento arrastrara los trozos de papel. A continuación, y mientras aceleraban el paso, le echó una mirada indescifrable al niño; algunos podrían confundirla con una mirada de lástima, otros con una de compasión. Pero lo cierto era que, a partir de entonces, inició una nueva (la última, para ser más específicos) etapa de la transformación del mundo que una vez fue una simple isla sobre un espejo, y quizá no se trató, para Aristo, de un cambio positivo.

Continuará...

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