VEINTIOCHO PASOS DE DISTANCIA [microrrelato]

La puta cabeza me va a explotar en cualquier momento. No lo pongo en duda. Me está volviendo loco. Siento la fuerte presión detrás de los ojos y ese desagradable palpitar en las sienes. El cigarrillo tiembla descontroladamente en mis dedos; no logra calmar mi ira.

Es su culpa. Ya debería haber llegado a casa. Son casi las doce y su hora de salida es a las siete. Pero, como ya es costumbre, llega tarde. Veinticinco años de mi vida desperdiciados en su crianza. Todo para ver cómo se convierte en un maldito drogadicto y un maricón de mierda.

Debí haber dejado que la zorra de su madre lo abortara.

«¡Es mi hijo también!», le grité en ese entonces, con el pecho hinchado, orgulloso de haberle plantado en su gorda barriga a un pequeño bastardo. El único momento de mi vida en el que me hice responsable de algo. Una actitud paternalista de mierda salida de la nada que me costó caro. ¿Qué hice para merecerlo? ¿Qué hice para merecer a una maldita aberración como único hijo?

Si no llega en una hora saldré en la camioneta y lo buscaré hasta dar con él. Esta vez se arrepentirá.

Doce de octubre. El día de mi cumpleaños número veintiséis. Y ni una maldita felicitación de su parte.

El porro se adentra con violencia en mis labios y se aleja rápidamente después de una ansiosa calada. Mis manos tiemblan. El frío viento nocturno roza mi piel como cuchillas diminutas. Casi anhelo ver la sangre emerger.

La farola de la calle me alumbra con inclemencia mientras permanezco sentado en la sucia acera. Mi casa está a una cuadra de distancia. Veintiocho pasos más allá. Preferiría dormir en el parque del frente como un vagabundo antes que tener que enfrentarme a él y a sus continuos insultos.

El porro se desintegra en mis dedos. Me levanto con lentitud y meto mis manos en la chaqueta. Inhalo profundo. Veintiocho desganados pasos después, abro la puerta y me preparo para sus gritos. De inmediato lo escucho gruñir desde la esquina más alejada de la oscura sala.

―¿Dónde carajos estabas?

―Estaba con Luis ―respondo con calma. Puedo escuchar el rechinar de sus dientes amarillentos pero por una vez en la vida no oigo sus bramidos. Sin embargo, sí oigo el quejido de alivio del sofá al verse liberado de su peso. El estómago se me encoje. Lo siento acercarse y evito su mirada. Su mirada... es lo que más me hiere.

―Hay pollo en el horno ―masculla―, caliéntalo. ―Se dirige hacia las escaleras, pero, justo antes de comenzar a ascender, se detiene―. Feliz cumpleaños.

Lo dice con brusquedad, como quien se arranca una curita, sin girarse. Aun así, desde lo más profundo de mi alma, se lo agradezco.

―Gracias, papá.