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Todos estaban atentos a la comida, hasta "Nerón", aquel viejo perro que corría en el patio con nosotros todos los días; solo yo, con mi gorro rojo y los dos graciosos moños a los lados, observaba los cuatro niños que se encontraban a la orilla del monte jugando muy entretenidos. No podía dejar de mirarlos porque se divertían con unos objetos brillantes que yo jamás había visto y trazaban en una zona del suelo que habían limpiado con exagerada dedicación unas complicadas figuras por sobre las que deslizaban piedrecillas y cuentas de colores, mientras se reían con extraordinaria gracia.

De repente uno de ellos levantó sus ojos para que se cruzaran con los míos y de inmediato comenzó a llamarme agitando su mano derecha. Yo volteé un momento para observar a los que me acompañaban en la mesa, pero ninguno me prestaba atención, por eso nadie se percató cuando me bajé del banco como pude y me fui corriendo hacia donde estaban los cuatro niños. En cuanto estuve junto a ellos, el que me hizo señas me tomó de la mano y me condujo por un intrincado sendero hasta llegar a una pequeña casa, confeccionada con ramas entretejidas y otros elementos naturales, pero con tal maestría y limpidez que parecía una deslumbrante maravilla arquitectónica.

Otros pequeños, muy semejantes a los que me guiaron hasta allí, vinieron a darme la bienvenida y todos en seguida se dispusieron a enseñarme a jugar con sus diminutas piezas de colores en los intrincados arabescos que se encontraban dibujados en el impoluto piso de aquel hogar. Yo les dije, sin embargo, que prefería aprender a elaborar esos espléndidos collares y pulseras que todas las niñas que me rodeaban usaban en su cuerpo; y entonces ellas me llevaron a un espectacular taller artesanal en el que las herramientas y los materiales estaban almacenados siguiendo un orden tan estricto de matices, tamaños y texturas que parecía irreal.

Al poco tiempo, siguiendo las instrucciones de mis nuevas amigas, había realizado cuatro pulseras y dos collares que me coloqué en las manos y en el cuello de inmediato; quise mirarme en un espejo, pero no encontré ninguno; ellas aseguraron, riéndose muy divertidas como siempre, que me quedaban bien y decidí confiar en sus palabras. Fue cuando me puse a confeccionar un adorno especial para el elegante sombrero de mi mamá que me quedé dormida; las emociones y los ajetreos imprevistos de aquel día me habían vencido sin que me diera cuenta siquiera…

Me despertó el canto de un gallo y el llanto de mi madre que me tenía en sus brazos y me despojaba con desespero de los collares y las pulseras para lanzarlos bien lejos. Cuando abrí los ojos me di cuenta de que también estaban allí mi padre y una pareja que no conocía, dispuestos a llevarme a la iglesia para bautizarme de emergencia.

Hoy a mis 34 años, le digo a mi mamá, todavía recuerdo ese relato que me imaginé hace mucho tiempo, observando ese cuadro, mientras el abuelo nos contaba aquellas historias de los duendes que habitan los bosques cercanos. No te la maginaste, Rosita, respondió ella, a las doce de la noche tuvimos que ir a rescatarte de esos seres misteriosos.

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Invito al amigo @jesusbar23 a participar en la edición # 139 del concurso de Arte y escritura.