La confesión de Hortensia

Autor: Jean Carlos Villamizar #team-mexico

Dicen que el amor perfecto, llega una vez en la vida. Pero la pregunta que habría que hacerse es ¿El hecho de que llegue, será señal de que podrás quedártelo?

Son muchas las historias, que surgen, con un buen café matutino, frente a un ser querido. Es como si el arcoíris, con toda su gama de colores, se coloca frente a ti, demostrándote una vez más, que todo es posible.

Mi humilde historia comienza con un café en la intimidad del hogar, y refugiado en una buena mesa, frente a mi abuela, que entre su ternura y sabiduría, no solo le pone la sazón a mí comida, es más, creo que en el fondo, cada uno de sus relatos, sazona mi vida cada día una vez más.

Siendo inevitables víctimas de la orquesta de sonidos, originada por los cubiertos al tocar los platos, buscamos la cordura, entre uno que otro sorbo, del café recién colado y servido. Siempre con un toque de vainilla, ese detalle nunca debe faltar. Y luego de la feria de bocados, de los cuales el desayuno de cada uno, fue cayendo víctima. Ambos llegamos a sentirnos satisfechos.

Luego con mis manos sosteniendo la taza, sé me escapo un leve temblor, uno que se me escabulló entre las palmas de mis manos. Un pequeño detalle, que era imposible para mi abuela, pasarlo por alto.
A lo que me dijo:

—¿Te pasa algo? ¿De qué quieres hablar?

Estando desarmado, y viéndome descubierto, le respondí:

—Abuela, ¿Puede amarse a alguien, con la misma intensidad, que la primera vez?

Ella se quedó pensando por unos minutos. Y luego de meditar su respuesta, procedió a contarme la siguiente historia…

Hace muchos años, yo era una niña que apenas tenía 12 años. Vivía con la mayoría de mi familia, y era la consentida de mi tía Hortensia. Luego de unos meses, mi tía empezó a contarme, que tenía el novio perfecto para mí, y que en tan solo un mes, me lo iba a presentar.

Ella me lo describía como un chico alto, de ojos negros, cabello castaño y de buen porte. Los días fueron pasando, pero yo no hice mucho caso de la advertencia que me dijo mi tía. Recuerdo claramente que fue un miércoles. Ese fue el día, en que él llegó, cuando lo vi mi reacción fue instantánea…

En el momento en que lo vi entrar por la puerta de la casa, un frío me corrió por la venas, en ese momento desde la cabeza a los pies. Y no podía ni siquiera hablar, tenía una congestión de mariposas en el estómago, era como si frente a mí, estuviera un fantasma.

Mi tía fue la que nos presentó, y con mucha dificultad, pude hablar en ese instante. Desde ese día, cada vez que él hablaba conmigo, yo me sentía en las nubes, y aunque trataba de disimular, se me salía una que otra frase incoherente cuando hablaba. Tan solo nos visitó una semana…

Paso el tiempo, pasaron los años, y más nunca volví a sentir lo mismo por nadie más. No puedo negar, que me gustara uno que otro chico, pero en realidad, no era lo mismo, ni era igual. El destino caprichosamente volvió a juntarnos.

Una emergencia familiar me obligo a ir a cuidar a una prima, prima que vivía justamente en el mismo barrio que él.
Después de estar en el hospital todo el día, él amablemente me dejó en la casa. Y estando junto él, aquella parte de mí que se hallaba dormida, volvió a despertar. No podía pensar con claridad, si me hubiese pedido lo que fuera en ese momento, yo habría caído a sus pies. Pero no fue así. No hubo un final feliz en nuestra historia.

El hecho es que, desde ese día, supe en lo más profundo de mi corazón, que lo sentía por él, no lo sentía, ni lo volvería a sentir, por nadie más.

Cuando mi abuela terminó de contarme esta historia, me quede saboreando el café, tratando de sentir el sabor de la vainilla en él. Como para distraerme. El hecho es que yo ame a alguien con todas mis fuerzas una vez, y ahora, la vida, me presenta a alguien que despierta en mí, algo que nunca antes he experimentado. ¿Sera que nunca ame realmente? ¿O será que cada historia en el amor es única?

Creo que es algo que nunca llegare a saber. Aunque no puedo negar, que la interesante historia de mi abuela, me ayudó un poco, a mitigar la incomprensión, que me estaba arropando el alma, hasta el punto de sofocarme. Una vez más, tanto su sabiduría, como su café, llegaron a rescatarme.