Los hijos de la lluvia de las ranas (4)

in #spanish7 years ago

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Al principio no se comunicaban más que con caricias o gruñidos, una pena, porque tendrían una historia interesante sobre sus lomitos, que, Amber mediante, no se cortarían en filetes. Le parecía que mantenían con ella conversaciones silenciosas... cambiaban la abertura y la profundidad de sus pupilas cuando la miraban... sí, estaba segura de que le decían algo que no era capaz de entender, aunque intuía que le daban las gracias. Sobre todo a la hora de las comidas. En el mundo occidental conocido, a veces se come sin hambre, es más una costumbre que la satisfacción de una necesidad. Pero ellas... ¡cómo disfrutaban! Ahora entendía qué quería decir la frase que tantas veces había escuchado: "comes como un cerdo", y se daba cuenta de que no tenía nada de malo, todo lo contrario: se maravillaban cuando veían el alimento; mientras comían, delicados sonidos de placer salían de sus gargantas, daban vueltas sobre sí mismas, contentas porque ese día también iban a alimentar sus cuerpos. Como en una ceremonia ancestral de acción de gracias, pero absolutamente sincera, saboreaban cada bocado como si se tratase de un regalo divino, embriagadas de absoluto éxtasis sensual.

Esas cosas hacían pensar a Amber que los humanos tenemos el primer chakra, por lo general, bastante desatendido. Que queremos ser ángeles o, en su defecto, astronautas volando más allá de los límites cósmicos registrados por la NASA, seguir la tradición de los marinos seducidos por los cantos del misterio y extender fronteras, haciendo estallar lo imposible. Pero sin una raíz bien asentada dentro de la tierra, nutrida por hierro, agua, magnesio y óxidos de silicio que la mantengan despierta en la profunda y protectora oscuridad de los comienzos, el viaje a las estrellas sería otro desastre, el gran fracaso de una especie avergonzada de su ser animal, el que le dio el primer soplo de vida.

“Cómo me gustaría hablar con ellas... -pensaba Amber- ... que me contasen qué sueñan cuando se quedan dormidas, buscándose unas a otras para no pasar frío, para saberse acompañadas hasta que amanece... “

Y como era ligeramente obsesiva cuando una idea le parecía interesante, no dejaba de buscar alguna solución a esa pequeña dificultad. Como siempre, recurrió a las plantas, calladas doctoras en remedios para todos los males. Cuando aún estaba buscando el viaje perfecto de sus colecciones, durante una de las pruebas se generó una evidente connotación telepática. Buscó rápidamente la mezcla, las tenía todas archivadas, aunque creía recordar que la causante del efecto telepatía era una trepadora que localizó abrazada a los robles aledaños al Pozo San Pedro. En aquella mina, una explosión de grisú se había llevado por delante a 18 hombres, y otros 19 quedaron heridos. Aunque fue algo que sucedió hacía ya muchos lustros, en una zona tan microscópica en relación con el resto del planeta, todo el mundo los conocía o era familiar de los mineros. Costó mucho tiempo superar aquel desastre, y aún se recordaba el hecho con el ceño fruncido.

Esa liana trepadora, con sólo un par de hojas grandes de un verde muy claro y lisas completamente cada veinte centímetros de un tallo color tierra clara casi amarilla, delgado pero de una dureza maleable digna de admiración, no aparecía en ningún vademecum vegetal conocido, y como la gente de la zona había jurado no volver a la mina después de la tragedia (una especie de rechazo a lo absurdo de la muerte prematura), era muy posible que sólo la conociese Amber, que solía visitar a menudo las bocas de las minas abandonadas: una tierra con esa cantidad de hulla y antracita suele ser la que escogen las plantas más interesantes.

Al día siguiente iría temprano a recoger bastante San Pedro (le había puesto ese nombre como homenaje a las víctimas de la mina, además de enviar un guiño cariñoso al cactus mexicano que abre las puertas del cielo) para hacer distintas pruebas, hasta alcanzar el objetivo buscado. Siempre comenzaba con una dosis mínima que iba aumentando en cada ingesta, separando una toma de la otra por las suficientes horas como para que el resultado no fuera acumulable. No le apetecía nada, por ganar algo de tiempo, ingerir una cantidad excesiva y estar "escuchando" los pensamientos de medio planeta durante horas...

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Solían tener las mejores conversaciones a la hora de la siesta, cuando los jugos digestivos son los amos del mundo y ordenan que el tiempo fluya a menor velocidad. Se tumbaban en la piedra caliente del patio, y lo inverosímil existía gracias a una nueva especie vegetal abrazada a los robles de una mina abandonada.

-La Malibú es una pija, que viene de granja bien...

Hablaba Lilith, posiblemente la cerda que tenía las cosas más claras. Mundialmente.

-... y Mami es Mami porque es mi madre y la de éstas tres.

Se refería a las pequeñas, Xisca, Eva y Susi, que la miraron indolentes bajo los rayos del sol, sin emitir ni un atisbo de pensamiento...

-Nos encontramos con Malibú bebiendo de un río muy grande que hay cerca de aquí, aunque para ti estaría lejos... Mami y yo habíamos sobrevivido al accidente de un camión en el que nos llevaban con otros trescientos, como poco... no podíamos movernos, nos ahogábamos, teníamos mucho miedo, no sabíamos qué iba a ocurrir, pero las señales no eran buenas. De pronto, el camión volcó y murieron muchos... entre ellos, Papá. A Mami y a mí nos dolía todo, pero estábamos vivas y corrimos como nunca hasta entonces habíamos podido hacer. Vimos una montaña y nos escondimos en sus bosques.

-Malibú no es pija, es una cerda muy bien educada.

Dijo Amber por evitar, que empezaba a conocer el carácter de estos animales.

-Gracias, es bueno que se lo recuerdes... -contestó Malibú, con un gesto muy gracioso en los morrillos.

Era una cerda con una dignidad que podría llegar a poner en peligro su propia supervivencia, a causa de un sentido ético bastante más desarrollado que el de sus compañeras. Malibú no escapó: la escaparon. Alguien (uno de tantos, tampoco es como para indagar más) fue registrado en la calle, con la mala suerte de dar positivo en una china de haschís que llevaba guardada en el bolsillo, para relajarse cuando llegara a casa. El juez dijo que, o multa -y no era poca cosa-, o tendría que hacerse cargo forzadamente de la limpieza de una granja porcina para pagar algo, de todas maneras. Que le debía a la comunidad no sé qué... Dos meses le cayeron quitando boñigas.

Después de quince días viendo a los animales en semejante situación, y tras mucho meditar acerca del por qué de su condena (la de los animales y la suya propia), supo qué era lo que debía hacer por la comunidad. Ni siquiera pudo contener lo que se avecinaba el miedo a otro castigo del mismo juez o de algún amigo suyo: decidió abrir todos los cerrojos imaginados, además de los físicos. Apoteósico. Empezaron a correr cerdos como si hubieran nacido para sentir ese instante, en el que su panza era viento.

Malibú se aventuró por primera vez en su vida a perseguir el arco iris, y tuvo que reconocer que le gustaba, porque lo mejor de todo era que no lo alcanzaba nunca. Las otras cerdas, pertenecientes a un misma filiación familiar, como hemos visto, y procedentes de un entorno hostil y maquiavélico, no dudaban en darse cabezazos las unas a las otras por comer la mayor cantidad de trozos de manzana posible, por ejemplo, fruta que les gustaba especialmente. Sabían que había para todas, pero se trataba de una especie de entrenamiento para estar en forma, por si acaso. Amber las entendía, por ser hija de las ranas.

Malibú había crecido en un ambiente privilegiado (una granja de las que llaman ecológicas, que al final te matan, pero que te quieren mucho y te sonríen cuando te llevan la comida para que engordes más) y no procesaba muy bien lo de la lucha por la existencia, jamás peleaba por la comida. Amber la entendía, por ser hija de las ranas.

Los gatos miraban desde el tejado con el equilibrio que da la altura de los milenios. Eran Sócrates, Candy, Freddy y Freaky. Si las cerdas le habían devuelto una dimensión puramente sensorial de instante continuo, estaba por asegurar que los gatos no eran seres de ahora, sino presencias corporeizadas de una inteligencia atemporal que se muestra con forma felina y se introduce en nuestras casas para enseñarnos a vivir mediante su ejemplo. Eran poseedores del tal autonomía, que Amber no podía dejar de preguntarse por qué querían estar con ella o con cualquier otro humano. Por la noche volvían y bailaban una danza hipnotizante sólo para sus ojos, luego se acurrucaban muy cerca y anunciaban, ronroneantes, la llegada del no-tiempo. En esas horas de calma oscura, otro universo entraba por sus bigotes, antenas de pasos perdidos. Qué bien olían los gatos en luna llena...

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Sonó el teléfono. De rodillas frente a la ventana:

-Dime, Free ¿Llegó todo bien?

-Inmejorable, el Nano se superó y me lo dejó en casa mucho antes de lo que habíamos hablado. Yo estaba durmiendo... y... ya sabes, no me suelo despertar así como así, cuando estoy en la fase profunda de...

-No te enrolles, que no tengo ganas de seguir de rodillas...

-Bueno, pues le dejó el sobre a Doña Lora, la vecina de abajo, que estaba en el portal fisgando, como siempre... imagínate si hubiera sabido que se hacía custodia de un sobre con 25 secantes... que, por cierto, me entregó después...

Y no podían dejar de reír. Doña Flora (Lora sólo era un sobrenombre cariñoso que se había ganado con creces por su afición a hablar de los demás) era miembro permanente y secularizante de la Orden de las Esclavas de Cristo. Animaba como nadie los desfiles que, en primavera, hacen unas señoras vestidas de luto que van detrás de una imagen bastante desagradable; una cheerleader con canas y algunos kilos de más, pero ponía mucha pasión en sus actuaciones. Le encantaba manejar el bastón de mando, se notaba porque hacía filigranas imposibles con una vara larguísima, era muy conocida por eso.

-Free, dentro de poco nos vemos, tengo que ir a Madrid. Abren un undergrow y nos reuniremos los de la química.

-Pues te voy preparando la habitación. ¿Cuánto tiempo te vas a quedar?

-No tengo prisa, Nano se viene a casa para cuidar de los animales hasta que vuelva.

-¡Nos vemos!


Le han dicho que la calle es triste,
que las luces se fundieron donde sus pasos maullaron,
que muchos están en la cárcel, en sus casas o en la inopia,
que las noches ya no brillan y los amores son humo de viento.
Pero el Paraíso existe:
es más cierto que el Triángulo de Las Bermudas,
que el delgado hilo de Ariadna,
que Minos envuelto en llamas,
que aquel tesoro de Etruria.
El mago de Oz lo dice
(...Allá voy de nuevo, silba la blanca serpiente...)

Madrid la acogió de nuevo con sus eternas nubes de monóxido de carbono. Cuando vivía allí, nunca las veía, a fuerza de verlas desde siempre; pero el horizonte de San Juan del Oso le había limpiado las retinas y ahora era capaz de observarlas a la perfección. Y el olor... ese constante olor a petróleos...

La estación de autobuses no estaba demasiado alejada del barrio, decidió ir andando. Después de tantas horas sentada, necesitaba estirar las piernas; además, quería escuchar cómo latían las calles. Subió la cuesta que tantas veces había bajado. Era una avenida antigua, atestada de tiendas, gente, casas y algún parque raquítico que soportaba los humos como podía. Lo que más le gustaba de irse, era volver, buscar cada cambio, por pequeño que fuese: una construcción nueva, otra calle levantada, un restaurante chino en el antiguo local de "Flores Paco"... pero todo seguía igual, en el fondo. A Madrid no lo iba transformando la gente que, renovada en generaciones, sueños, nacionalidades e inquietudes, ocupaba las mismas casas en las que otros habían muerto. Era la ciudad la que aportaba a sus habitantes una pátina que los uniformaba ante sus ojos: todos eran iguales para una madre que no tenía ganas de cuidar de ninguno de ellos.

Era domingo por la mañana y, a pesar de la gran mochila que llevaba a cuestas, que le dificultaría bastante una mínima libertad de movimientos, no se resistió a pasar por El Rastro. Tuvo suerte, como el día amaneció de un plomizo amenazante, el famoso mercado al aire libre no estaba demasiado concurrido. Cuando llegó a los puestos de los gitanitos, se entretuvo un rato hablando con ellos de la poca venta que habían hecho, de lo que costaba llenar el depósito de la furgoneta y de la maldita calavera de los malages de la municipal, que se les llevaban los géneros cuando intentaban vender algo el resto de la semana por donde podían.

-Que no nos quieren dejar, Amber, que nos quieren llevar al huerto y que además nos guste...

Era el Dalton, un interesante cruce entre payo y gitana. Tenía el mentón alargado hasta una rectangular barbilla enmarcada por dos columnas de abundante pelo duro y rebelde que subían hasta el nacimiento de la nariz, donde se unían en armonioso arco dejando una mínima salida a la boca. Estaba orgulloso de su bigote, casi era lo que más quería. Se lo arreglaba con una faca de cuarenta centímetros y cachas de ébano y marfil con forma de sirena, a la que mantenía el filo como arista de diamante.

En una ocasión en que iba conduciendo de Cáceres a Aranjuez, tuvo la mala suerte de no ver un stop ni a la pestañí, que, como estaba al acecho de delincuentes en potencia, le hizo parar.

-Documentación, por favor...

La llevaba, estaba seguro, por algún rincón de la guantera... y se dejó ver la cheira reluciente; era tan brillante, que enseguida llamó la atención del servidor de la ley.

-Esa navaja no la puede usted llevar, excede los centímetros legales establecidos por las Ordenanzas.

-La tengo para recortarme el bigote, no la uso para otra cosa, señor agente...

Empezó a temerse que lo que el payo quería, era quedarse con su navaja porque le había gustado.

-Ya, pero no la puede usted tener, se la tengo que requisar...

El Dalton no utilizaba preámbulos cuando estaba seguro de algo. Y estaba seguro de que nadie le iba a quitar su navaja sin luchar por ella. Le entró la rabia roja, que es un instinto violento e irrefrenable, algunos lo llaman locura transitoria, pero él sabía muy bien lo que se hacía. De un salto felino salió del coche con la faca en la mano, que relucía al sol como un parque de atracciones por la noche, adoptando una posición que, para ser de defensa, daba mucho miedo: las piernas abiertas para ampliar la base, en diagonal con respecto al agente de la Benemérita -que ya estaba con la boca abierta y sin señales de fluidez sanguínea-, las manos en paralelo a los pies, la de atrás, armada:

-Ar primero que s'acerque lo deho que su casho máh grande va a ser der tamaño d'una lenteha...

Lenta y relajadamente, para que se le entendiera bien. Lo dijo así porque, cuando se enfadaba de verdad, le salía el idioma materno. Y con tal convicción que, si añadimos al cuadro un sombrero tejano que usaba porque decía que le daba buena suerte, se obró el portento: el funcionario se fue retirando de su campo de acción lentamente, hacia atrás; no podía dejar de mirar el brillo cegador de la bonita hoja de la navaja, pero tampoco pasar por alto lo que un stop sin ninguna importancia en el devenir del cosmos podía llegar a costarle.

Se metió en el todo terreno que aquel día estrenaban porque el Cuerpo acababa de renovar motores en un concesionario del cuñado del comandante, que menuda lata le dio su señora esposa con eso hasta que lo consiguió... y el otro, que ya tenía el motor en marcha, condujo a toda prisa el flamante auto verde oliva hasta que se perdió en una lejana rasante.

Estaba con Saray, una preciosidad morena con los ojos del tamaño de dos piscinas olímpicas. Y profundos, como ella. Vivían en una buhardilla de la calle Miguel Servet, al que siempre había relacionado el Dalton con algún director de tráfico, porque todos decían que era el de la circulación. Saray se reía mucho con sus ocurrencias, la enamoró por eso y por lo bien que le cantaba al oído canciones de Los Chichos. De pronto...

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-¡¡AMBER!!

Se volvió, sonriente, había reconocido esa voz. Le llamaban Johnny porque siempre estaba Good.

-Me dijo el Free que vendrías hoy, sabía que caerías en la tentación de pasarte por aquí. Venga, una cerveza y me cuentas cómo va todo, prima...

Johnny era gitano de pura cepa, no uno de los de sólo los días señaladitos, e hijo de la misma lluvia de ranas que ella, así que se entendían con mirarse.

-Te has cortado el pelo, te queda muy bien.

-Sí, fue un impulso a las cuatro de la madrugada, y a esas horas no puede una negarse a un impulso. Según iba cortándome rizos, me sentía mejor, como aliviada de un gran peso, no sé cómo explicarte, Johnny...

-No hace falta; es tiempo de cambios, y el primero que lo nota es tu pelo...

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Muy bueno el párrafo de los gatos :)

Estoy convencida de eso, en serio. Los amo. Gracias, don guille :)

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