Los hijos de la lluvia de las ranas (3)

in #spanish7 years ago

La noche del cumpleaños llegó como cualquier otra: soporífera. Después de la cena, los residentes se dirigían a sus habitaciones o a la sala común para ver la televisión antes de dormir. Pero aquella noche, algo delataba en la mirada de los abuelos que estaban inquietos, nerviosos y expectantes, como adolescentes ante la puesta en marcha de algo prohibido.

Cuando llegaron las auxiliares de la noche, Pascual se les acercó con la mejor de sus sonrisas y, ofreciendo un vaso de plástico con Mirinda de naranja a cada una de ellas, los brazos abiertos en expresión de bienvenida fraternal, dijo así:

-Señoras auxiliares del turno más sufrido, seres angelicales que nos guardan por la noche de todo mal y, si no pueden, llaman a la funeraria: les ofrezco este humilde refresco en calidad de agradecimiento compartido con mis compañeros, y yo el primero.

Tenía labia, el tío... tenía labia cuando quería. Las auxiliares se miraron entre sí para que la otra le explicara a la una qué estaba pasando. Porque aquello no era normal. En ese momento, los demás residentes se acercaron, formando con sus cuerpos un semicírculo detrás de Pascual, de tal manera que una coral de sonrisas bondadosas se clavaba en ellas, desde varios ángulos, con infinito reconocimiento a su labor. Eso terminó por desarmarlas, nadie les decía nunca cosas tan bonitas, y menos desde lo de la política de recorte de gastos que había adoptado recientemente la dirección de la residencia. A ellas mismas se les había olvidado para qué estaban ahí. Con los ojillos humedecidos por la emoción, bebieron de un trago el sucedáneo de zumo, y la ancianidad se retiró a sus habitaciones.

Poco después, todo se había resuelto favorablemente. Amber había preparado una pócima suave pero de clara influencia psicoactiva. Para esta ocasión eligió flores cuya esencia fuera fundamentalmente femenina y llevara a preguntarse cuál es la verdadera intención del Universo, en caso de que tenga alguna, y qué carácter tomaría personalmente en esas dos auxiliares, auxiliadas de repente por la sabiduría cósmica.

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Había entrado por la puerta de servicio, que Pascual dejó abierta, cuando los bajaron para la merienda, y en cuanto pudo atisbar en esas dos mujeres síntomas de confusión, se acercó a ellas maternalmente, les quitó los trankis y el haloperidol que iban a repartir por las habitaciones, y se las llevó al servicio de lavandería, donde sabía que iban a estar entretenidas unas cuantas horas. Cerró la puerta con llave. Ya habían llegado todos los invitados, sólo quedaba disfrutar de la fiesta.

Ocuparon la sala ocupacional, les pareció la mejor idea, era la más grande. Nano y otros dos colaboradores de la empresa de tripis autóctonos se habían encargado de la música; Amber llevó unos pastelillos que sabía que gustarían al personal, porque añadió un ingrediente secreto que, además de animar, alivia dolores. Hay que pensar en todo. Pascual llevaba varios días atesorando tabaco para quien quisiera fumar, y en cuanto sonaron los primeros compases de las maracas de Machín, se arrancaron varias parejas a bailarse un bolero, bien agarraditos, mientras que en la esquina que da a los lavabos ya se había formado la primera timba de tute, anunciando que sólo se admitían apuestas de calidad.

Los de las sillas de ruedas admiraban el estilo de los bailarines y se ponían morados de pasteles. Pascual estaba feliz, paseaba entre todos ellos con una gran sonrisa, preguntando si querían algo, que se lo acercaba. Un anfitrión perfecto que no dejó de echarse unos pasodobles con la señora Carmen, que estaba de muy buen ver y no lo miraba mal. Algunos se contaban anécdotas de cuando, aún niños, pastoreaban ovejas y se iban de trashumancia, más de 700 kilómetros para que fueran comiendo las churras, qué tiempos, y se reían... Doña Hermi sacó a relucir sus mejores galas en ese día tan extraordinario, que para eso las tenía, y levitaba por toda la sala recordando sus tiempos de estrella en un café-cantante de Zaragoza. Daba gusto contemplarla, tan estiradita... si la hubieran visto las auxiliares, habrían pensado en algún milagro del santo Isidro, pero lo único que le ocurría es que estaba contenta. Saturnino estuvo contando el mismo chiste a la señora Rufina durante, por lo menos, veinte minutos, y los dos se reían cada vez que terminaba, como si ambos lo escucharan por primera vez. Los hijos de las ranas presentes en tan singular reunión estaban encantados de haber podido organizar una "salida inesperada", como llamaban a los momentos que conseguían robarle a la vida cotidiana para uso y disfrute de la imaginación sin normas. Bueno, las elementales, que el señor Nemesio salió corriendo (¡corriendo!) detrás de su compañero de habitación, Silvino, porque estaba harto de que no se lavara los pies, y hubo que mediar; pero porque se le fue la mano con la sidra.

A las cinco de la mañana, Amber les preparó un chocolate caliente y les mandó a la cama; antes ya les había recomendado que no se les notara que lo habían pasado bien. Después se dirigió a la sala de lavandería para ver en qué habían quedado las auxiliares del turno de noche con el universo. Al abrir la puerta, se sintió impresionada: no esperaba ver absolutamente todo blanco, como si en vez de estar en el cuarto de las lavadoras, se encontrase en medio de un paisaje nevado con nada más que nieve. Las auxiliares habían dispuesto todas las sábanas existentes en la lencería de la residencia sobre las paredes, sobre las máquinas, todo era inmaculado y se doblaba en pliegues refinados y con una voluntaria sofisticación, como si hubieran salido del pincel de Zurbarán.

Las dos mujeres atravesaron la embellecida estancia, del brazo y con gran parsimonia, hacia el vestuario; su semblante era resplandeciente. No volvieron al trabajo, desaparecieron de la comarca sin dar explicaciones a nadie, lo cual pareció muy extraño a las gentes del lugar, así que la opinión de la mayoría se inclinaba por la abducción. Otros dicen que las vieron en Sausalito, en un documental del canal 14 sobre viajes.

-Bueno -pensó Amber-, habrá que hacer algo...

Y entre los amigos dejaron todo bien ordenado, como si no hubiera pasado por allí un ciclón psiquedélico.

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No se sabe muy bien por qué dicen algunos "conozco el perfil de fulanito", cuando quieren asegurar una percepción bastante aproximada del carácter de otra persona. Un perfil es únicamente una mitad, y eso si el eje divisor no extiende más la sombra que la luz. Porque el perfil que vemos es el maquillado, el mentiroso, el que se mira en los escaparates de las tiendas para comprobar que ese viento tan incómodo que se ha levantado no le arruinó el tupé. Es el que no elegimos, pero que cuidamos como si esa porción de algo fuese nosotros. La sombra es el lado oculto de cualquiera que pese más de cuarenta kilos. Lo peor de ella es que también le gusta esconderse de su propietario.

Algo así intuía Amber, que estaba pensando que quizá por eso pocas veces la llegaban a conocer completamente. No porque se escondiera de su verdad, sino por todo lo contrario. La humanidad occidental, que era a la que comprendía mejor, llevaba tantos siglos utilizando el fraude como medio habitual de interacción social, que la idea de que hubiera gente que no lo emplease en su vida cotidiana, ni se le pasaba por la cabeza: todos escondemos algo inconfesable, el hombre siempre ha sido un lobo para el hombre, y frases con ese optimista talante habían hecho que un porcentaje muy elevado de esa humanidad viera el mundo como un valle de lágrimas... y a poder ser, de otro. Sí, así iban las cosas.

Le resultaba interesante intentar adivinar qué representaba para cada uno de los que la conocían, además de ser una forma distinta de acercarse a ellos, aunque no lo sospecharan: ¿por qué proyectaban en ella esas emociones y no otras...? ¿qué forma tenía su cicatriz y por dónde se abría...? Había organizado los distintos arquetipos con los que la imaginaban, en grupos de dos; porque la comunicación siempre es de ida y vuelta y porque había observado que existía, entre los dos arquetipos del mismo grupo, una relación estadísticamente comprobada de simbiosis anímica. O sea, el famoso yin y yang: la luz sin su contrario no tiene sentido. La proyección de la Santa iba siempre al lado de la de la Bruja, y la Princesa con la Madre, por ejemplo. Había aprendido a leer rápidamente en las personas en qué categoría la situaban; le servía para equilibrar, en la medida de lo posible, un mito con su antagónico. Aunque su conclusión era que, a veces, alejarse de lo que se esperaba de ella suele decepcionar a la desilusionada otredad. O despertar su sombra, que es casi peor, porque las sombras tienen un despertar muy malo, como de siesta resacosa.

Hay que cuidar la salud del cerebro emocional tanto como la del racional. Le parecía importante elevarse por encima del lodo, pero también dar un puñetazo sobre la mesa, aunque ni ella misma sabía qué iba a hacer hasta el último segundo. Al haber nacido en lluvia de ranas de finales de verano, pertenecía a esa clase anfibia que, sencillamente, es absurda. No se trata de una definición peyorativa, sino la opuesta al tipo de anfibios concretos, los que nacen en otro tipo de lluvia de ranas.

Cuando se hablaba, por lo general, de Destino, Amber creía que se hacía sin pensar que son nuestros pies los que se mueven. Incluso en el caso más grave de conducta inconsciente, estaba segura de que alguna pulsión de voluntad actúa para elegir hacia dónde dar otro paso. O, al menos, que existe tal posibilidad. Le gustaban las curvas y se dejaba llevar, para lo importante, por el aire que pudiera soplar en el hemisferio derecho, más inclinado al placer que al orden. El izquierdo lo reservaba para cuando había que definir estrategias de defensa que la elección del vecino demandaba frecuentemente. Porque trabajaban en equipo, aunque a veces tuvieran discusiones que, en el fondo, no llevaban a ninguna parte.

Un ente nocturno, un búho de salón alfombrado en terciopelo granate y enorme espejo con marco dorado y olor a marihuana y a luminosa indolencia... una zángana de bares cruzada con lagartija de El Retiro, llegó a ninguna parte sin saber ni cuándo ni por qué, aunque recordaba nebulosamente de qué manera. "¿Qué será lo siguiente?", se preguntaba en ocasiones, "¿Por qué tendría que ser aquí y no en Toronto...?", continuaba, curiosa... A ese tipo de procesamiento de datos apunta lo de personalidad 'absurda'. Aunque no podía negarse a sí misma que el contacto directo con un medio selvático, para lo que siempre había tenido la costumbre de habitar, logró despertar en ella algo que no podría definir exactamente. Vivía sobre una tierra muy antigua, montes que a esas alturas de su eterna existencia, comparada con la de una mariposa, estaban exhaustos, mochos, curvados, pero que extendían el prestigio de su sabiduría hasta casi las ciudades. Y ella podía tocarlos desde su ventana. Había conocido algo que... una energía de... Se daba cuenta de que las cosas trascendentales no son fáciles de precisar. A veces, hasta imposible.

Todo lo anterior no es más que una forma como cualquier otra de intentar explicar qué pudo convencerla para estar tan cerca de cuatro gatos y seis cerdas, si el único animal doméstico con el que había compartido techo hasta entonces se llamaba polilla y había sobrevivido, la pobre, como polizón dentro de los armarios. Lo extraño de su comportamiento, sin embargo, no radicaba en el hecho en sí, no demasiado alejado de lo que podía verse en su entorno, sino en la intención. Los gatos no vivían con ella en calidad de máquinas de matar roedores, aunque eran libres para hacer lo que quisieran -no obstante, un ambiente tranquilo en combinación con el estómago lleno, hacía el milagro de que sólo quisieran jugar con esos pequeñajos orejones-, sino por puro placer de Amber. Era ética y estética, esa belleza que iban distribuyendo a su paso elástico y literalmente encantador.

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Las cerdas estaban refugiadas. Aparecieron por la Peña Alta, corriendo delante de las escopetas de unos señores que tienen la costumbre de reunirse en grupo y acosar, perseguir y dar muerte a cuantos más animales, bastante más pequeños que ellos y desarmados, mejor. Lo llamaban caza, y algunos, hasta deporte. Amber estaba probando, en el preciso momento en que las pobres cerdas huían de la jauría humana, una nueva composición química que quería perfeccionar; se le había metido en la cabeza conseguir un enteógeno que arrojase alguna luz acerca del eterno importante momentáneo. Ella sabía lo que se decía.

Habían transcurrido cuarenta y cinco minutos desde la especial ingesta, y ya empezaba a notar que su mente se centraba en asuntos antes insignificantes, pero que de repente tomaban un tamaño extraordinario en la escena mental de su interés. Y entonces...

-¡¡¡Por allí, por allí...!!! ¡¡¡Que no escapen!!! ¡PUM, PUM...! ¡CATAPUUUUMMMMM!, respondió el eco, y una atronadora lluvia invisible rodeó el campo auditivo de Amber con estruendo poderoso. Supo entender que eran disparos de escopeta, no cabía ninguna duda... Salió para ver qué estaba pasando, la muerte rondaba cerca, podía olerla, escuchar cómo orquestaba la batida...

-¡Han bajado por la Cuesta Nohaymorobueno! ¡A por ellas! (¡Guau, guaaaauuuu.... guauauuuu...!)

De pronto, tres cerdas morenitas, de buen tamaño y que venían corriendo a toda velocidad (no podía creer lo ágiles que eran esos mamíferos, a los que hasta entonces sólo había visto troceados en bandejas de espuma de poliestireno o colgados de ganchos de mataderos en youtube), detuvieron su carrera al cruzarse con la mirada de la alquimista de aldea. Amber no necesitaba más pruebas de lo que estaba ocurriendo frente a sus narices. Se situó delante ellas con un movimiento de brazos abiertos formando muralla, y protegió los cuerpos amenazados con el suyo; cuando el efecto sorpresa que había dejado inmóviles a esos señores que mataban animales y se lo pasaban bien, empezó a disiparse, Amber comenzó a tirarles piedras con tal precisión en cuanto a dirección y velocidad, que sólo necesitó cuatro o cinco. Una vez despejado, momentáneamente al menos, el peligro, invitó a las tres cerdas a su casa. No podía dejarlas solas en un pueblo como San Juan del Oso, que tenía antecedentes por maltrato animal desde la Edad Media, por lo menos. Una de las cerdas estaba embarazada; no quiso pensar en lo mal que lo habría pasado la futura madre al encontrarse con esos energúmenos. Al cabo de dos meses, otras tres cerdas habían ingresado en el mundo de Amber, y fueron bienvenidas también.

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