Kashmir

Estoy escuchando un disco que tenía olvidado desde hace tiempo. Abro youtube para elegir algo que me guste, pero no tan intenso que no me deje hacer mis cosas, quiero libertad de movimientos y de vez en cuando el impulso de ver un micrófono en la escoba y bailar en un concierto sólo para mis ojos, mientras sigo de cerca el horno con una cama de patatas, cebolla, curry y bechamel de almendra. No hay nada como alimentarse de algo hecho con tus manos y con ingredientes elegidos cuidadosamente por su amabilidad. Aunque lo que quería decir es otra cosa.

Lo veo y se me van los dedos hacia el play. Proust y su magdalena, sí, el aroma de algo que nos ha acompañado durante un instante preciso, nos devuelve a esa estancia temporal y anímica a través del apéndice nasal, y más si se trata de alimentos, directamente relacionados con una necesidad básica.

Pero el oído, esa elemental conciencia de la perturbación periódica del aire, se rinde ante la música, que hace de él un recipiente delicado capaz de enviar al cerebro las señales de un inapelable instante ya vivido. Sin embargo, no es pasado, lo que está no es muerto, se recuerda con detalles que no sabíamos que resistían, de una manera tan poderosa, el paso de las lunas.

Hasta ayer -hubiera jurado- escuchaba ese disco en una nebulosa de espacios perdidos y ángulos verticales y el deseo de quedarme allí para siempre, y ahora es siempre, el flujo de la sangre se dispara, las endorfinas hacen acto de presencia, sigo yendo de la mano de un paisaje de la India que sólo yo conozco. El mismo vértigo sin mapas, la misma certeza de que hay que seguir rodando hacia algún lugar que aún no ha nacido. Los alumnos más aplicados de Aleister Crowley me envían ese mensaje. Me quedo más tranquila, creo.