La invasión. Un cuento "histórico".

in #spanish6 years ago (edited)

Estimados amigos de Stemit: dejo a su consideración el cuento "La invasión", perteneciente a mi libro La forma del amor y otros cuentos. A pesar de que creo que los cuentos deben defenderse solos, considero necesario dar un poco de contexto histórico para los lectores no venezolanos. En 1929, un grupo de revolucionarios al mando del antiguo general Román Delgado Cladbaud invadió la ciudad de Cumaná con la intención de iniciar un levantamiento popular que acabara con la dictadura de Juan Vicente Gómez. El movimiento fracasó con un saldo de decenas de muertos. Mi cuento es un acercamiento ficcional desde la mirada y la voz de quienes no participaron directamente en la acción pero que se vieron trágicamente afectados.
Para aquellos lectores que deseen conocer un poco más de estos sucesos, dejo un enlace donde podrán conocer la versión de uno de los participantes: Testimonio de Tomás Torres.

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Fuente: Carlos E. Fernández, Hombres y sucesos de mi tierra. 1909-1929, 1960

       Yo trabajaba en la fábrica de tabacos de los Cabrera. Debía levantarme en la madrugada para prepararle el desayuno a José María, mi marido, y a todos mis hijos, que eran bastantes. Un montón de gente. Tenía que estar en la fábrica a las siete de la mañana, así que me levantaba antes que nadie y comenzaba a hacer arepas y freír pescado alumbrándome con la misma luz del fogón. Antes de comenzar ya estaba cansada, pero había que seguir. Recuerdo que salí al patio para botar el agua del maíz y estaba comenzando a aclarar, el cielo se veía amarillo, cuando escuché los primeros disparos. No fueron muchos y al principio pensé que eran cohetes, tú sabes que aquí tiramos cohetes cada vez que a un cura se le escapa un peo y en cuanto día de Virgen o Santo hay en el santoral; así que me pregunté qué se estaba celebrando. Luego escuché unos gritos de hombres, unos roncos y otros así como gruñidos que venían del lado de la aduana, gritos de hombres en una pelea, tú sabes, así, con coraje. Gente molesta, pues. Y ahí sí pensé que eran tiros, pero no le di mucha importancia. Entonces estalló otra descarga y esta vez duró como un minuto, o más, no sé, un montón de tiempo. Ahí se despertó toda la gente de la casa, las gallinas en las jaulas se alborotaron todas y el gallo, que ya tenía rato cantando, se puso todo tieso y silencioso y miraba para arriba y para abajo, primero con un ojo y después con el otro. José María salió del cuarto agarrándose los pantalones con una mano, con una cara de susto que yo nunca le había visto. Se me quedó mirando como el gallo, sin decir palabra, sólo que él miraba con los dos ojos al mismo tiempo. Cuando estalló otra descarga pegó un brinco y cayó en el mismo sitio, los pantalones se le aflojaron y le llegaron a las rodillas. Le miré el palo y lo tenía tan encogido que me dio risa: quién iba a creer que con eso me había hecho cuatro muchachos. Mi hijo Emilio apareció detrás, más emocionado que asustado, preguntando qué pasa, qué pasa. Ni se fijó en el culo al aire de José María, que aprovechó para colocar otra vez los pantalones en su lugar. Yo me acordé de lo que contaba mi mamá de cuando yo estaba pequeña y le contesté lo mismo que le había escuchado a ella muchas veces: ¿Qué pasa? Que llegó la revolución.

      Me asomé a la calle. Mi papá y mi mamá y mis dos hermanos pequeños vivían cerca y estaba preocupada por ellos, y también tenía mucha curiosidad. Y una emoción. En Cumaná nunca pasaba nada. Claro, ese mismo año de 1929, en enero, fue el terremoto, y eso también fue un susto grande y un dolor de tanta gente que se murió; pero esto era distinto, porque era la gente quien lo estaba haciendo, era la gente la que disparaba y gritaba ¡Abajo el gobierno!, ¡Viva la revolución!, y una también podía gritar lo que le diera la gana y salir a la calle y gritarle a los soldados en la cara. Entonces asomé la cabeza, la cabeza nada más, hacia la calle, no fuera cosa. Pensaba que la calle estaría desierta, pero no, eso era una fiesta de gente saliendo y corriendo hacia la aduana, y yo dejé a mi marido y a los muchachos encerrados y también corrí, además porque era en la misma dirección a la casa de mi mamá. En el caminó escuché que el gobierno ya había caído y que Gómez se había ido en un avión a París, que era a donde se iban todos los presidentes. Me dije para mis adentros qué gobierno tan flojito que se cae con tan pocos tiros. Al cruzar una esquina me di de frente con uno de los revolucionarios, los dos reculamos y yo me caí, menos mal que con las faldas en su lugar porque tampoco era cosa de estar enseñando todo el primer día de la revolución. Él se sonrió y era un muchacho bien buenmozo, blanco, alto, delgado, sin pelo en la cara y recién peinado, que no parecía haber estado cayéndose a tiros con nadie, sino acabar de salir para un baile de disfraces; eso sí, muy elegante: botas, cinturón de cuero en la cintura, otro más delgado cruzándole el pecho, pistola en su cartuchera, y un uniforme caqui como los del gobierno pero más bonito. Apoyó la culata de la carabina nuevecita en el suelo y extendió una mano para ayudarme a levantar. Yo se la tomé más por refistolera que por otra cosa, porque no necesitaba ninguna ayuda para estar otra vez sobre mis dos pies. Me hizo así con la cabeza, como diciendo no hay de qué y se fue hacia un lado, donde había otros revolucionarios con sus uniformes bonitos y sus fusiles abriendo unas cajas de madera de la que sacaron más fusiles. Ahí fue donde me fijé que del edificio de la aduana salía humo y había dos soldados muertos cerca de la entrada, y me acordé de mi mamá y mi papá que estaban bastante viejos y mis dos hermanos menores que estaban bastante verdes, y todos vivían ahí mismo, a un costado de la aduana, que no era sino una casa vieja y grande. Volví a correr pero antes de llegar sentí que me llamaban: Isabel, Isabel, ven acá. Era mi hermano Jorge, el más joven de los dos. Me dijo que mis padres estaban bien, asustados por unas balas que atravesaron las paredes de bahareque y destrozaron una imagen del Divino Niño, pero bien, ya más tranquilos. También me dijo que él y Manuel, mi otro hermano, pensaban unirse a la revolución, y fue en ese momento cuando me fijé en el arma que tenía en las manos, una bicha más grande que él, que aún no había cumplido los dieciséis años ni los cumpliría jamás, una carabina igual a la del joven barbilampiño a quien busqué con la mirada para que le explicara a mi hermano que él no podía hacer eso, dónde se vio tamaña irresponsabilidad; el joven no aparecía por ninguna parte, aunque sí había muchos otros, ansiosos, asustados, emocionados, y otros más viejos dando órdenes; de un viejo vapor fondeado en el muelle iban y venían las lanchas y bajaban más cajas de madera y las abrían sacando más fusiles que entregaban a la gente del barrio que se acercaba a curiosear. Tú ni siquiera sabes disparar, le dije a Jorge. Sí sé, me contestó, ya me enseñaron. Es fácil. Se apunta y se jala el gatillo. Te van a matar, le dije, te van a matar como a un pendejo y ni siquiera te vas a enterar por qué. ¿Quién va a cuidar a los viejos? No me va a pasar nada; esto ya está listo. El gobierno está derrotado. ¿No ves cómo se rindieron estos, casi sin pelear? Cuando termine el día me van a hacer coronel.

      Vi llegar a mi otro hermano, Manuel, con su fusil en bandolera y perdí toda esperanza de convencerlos. Me saludó con una sonrisa como el sol; era el más buenmozo de mis hermanos, las muchachas lo perseguían. Tenía veinte años. Los abracé y besé a los dos y en eso un hombre mayor con una pistola en la mano los llamó: ¡Reclutas! ¡A formarse! Los pusieron en grupos diferentes y comenzaron a marchar hacia el centro, por la calle Larga, directo a donde los esperaban las tropas del gobierno, del otro lado del río, detrás de unos parapetos montados en la cabeza del puente. Marchaban por el centro de la calle como si estuviesen en un desfile patriótico, celebrando el cinco de julio, y les arrojaran flores desde las aceras. Otras mujeres y yo les acompañamos unas cuadras, algunas llorando y otras riendo; todo se veía bastante tranquilo, el sol ya estaba brillante aunque no eran las siete de la mañana. A la altura de un edificio que llaman la coquera porque allí se fabricaba aceite de coco, comenzaron los disparos de nuevo, cayeron algunos heridos y más de uno soltó el arma y salió en carrera hacia el puerto. Al principio no se sabía de dónde venían los disparos, pero luego de otra tanda de balas descubrieron a unos soldados en un techo y los bajaron de tanto plomo. El despelote ya se había armado. Heridos y muertos y gente gritándose órdenes que nadie seguía. De ahí en adelante yo no pude seguir y lo demás me lo contaron. A mí y a las demás mujeres nos hicieron retroceder. Aún alcancé a ver a Manuel corriendo agachado hacia donde un hombre atendía a un herido.
      Volví al puerto. De pronto escuchamos una cosa así como un ruido en el cielo, como un barco que viniera navegando entre las nubes, pero distinto, y los que estábamos en las calles, los hombres, las mujeres, todos los que estábamos corriendo hace un segundo, nos quedamos quietos tratando de descubrir de dónde venía ese ruido y qué lo hacía, y entonces alguien a mi lado gritó y señaló hacia arriba y vimos los aviones, que sabíamos lo que eran aunque nunca los habíamos visto en persona si no en el cine y en las revistas. Comenzaron a bajar y a dar vueltas sobre la ciudad, cada vez más cerca, parecían gavilanes cuando están por caer sobre una gallina, y otro más gritó que iban a tirar bombas y ahí sí es verdad que la gente se volvió loca. Lloraban, corrían, gritaban “mis hijos, mis hijos”, se arrodillaban a rezar igual que en el año del cometa en que se dijo que el mundo iba a arder en candela. Unas mujeres salieron con palanganas de peltre llenas de agua en la cabeza para que las bombas, cuando cayeran, se apagaran. Total, que no tiraron nada, sólo dieron unas vueltas y se fueron, pero el susto nos duró y todavía se habla del día en que los aviones bombardearon la ciudad. Mientras tanto, el eco de los disparos se hacía más seguido, más rápido; ya no eran ráfagas aisladas, sino un continuo estruendo, amortiguado por la distancia, y tal vez más espantoso por eso, porque yo sabía que mis hermanos estaban muriendo allá, en el intento de tomar un puente, cazados como conejos, tratando de adivinar cómo maldita sea se le quita el cerrojo a un fusil y cómo pegarle a algo con los ojos cerrados y las manos mojadas de sudor. Mi hermano Manuel recibió un solo disparo en la cara que le voló media cabeza; a Jorge siete balazos lo crucificaron en una pared desde la que trató de protegerse, cerca del puente, a tres pasos de donde cayó con dos tiros en la barriga el comandante de los alzados, jefe supremo de la revolución, el general Román Delgado Chalbaud.

      Mis hermanos fueron los primeros muertos que tuve que lavar y remendar, los tuve que perfumar y que vestir con la mejor ropita que tenían, aunque con Manuel no fue mucho lo que se pudo hacer para disimular ese hueco tan feo en la cabeza; entonces lo rellené con algodón y le puse una venda alrededor de la cabeza y no se veía tan mal. Ese trabajo lo hacía una mujer llamada María Mata y también un hombre al que llamaban Forro de Urna, no sé si por el trabajo o porque era negro, yo me imagino que no le gustaría que lo llamaran así, pero usted sabe ya cómo es la gente. El caso es que con tanto muerto como hubo ese día, estas dos personas ya no podían con más y cada quien se ocupó de sus muertos. El gobierno recogió los cuerpos de las calles, los amontonó en unas carretas y los llevó a un depósito cerca de la iglesia de Altagracia. Allí fuimos los familiares a recoger a nuestros hermanos, nuestros maridos, nuestros hijos, firmábamos un papel los que sabíamos firmar y nos los entregaban. No sé qué pasaría con los que no eran de aquí, los que venían en el barco desde Europa. No tenían a nadie que velara por ellos. Dicen que los enterraron en una fosa común que abrieron en el cementerio. Tampoco era mi problema, la verdad.
      Al rato de eso se murió María Mata y una gente que se acordaba cómo habían quedado mis hermanos vino a preguntarme si yo no podía encargarme de sus difuntos y yo les dije que sí, y así continué todos estos años.
      Con este trabajo es que yo me ayudo cuando el lavado de ropa no da para más. El trabajo en la tabacalera lo dejé hace tiempo. No tengo marido, que se me murió ya va para ocho años y me dejó con cuatro muchachos que mantener, a Dios gracias los dos mayores ya hicieron sus vidas. Yo lavo ropa, hago arepas, arreglo coronas de flores para los velorios y también preparo los muertos. La mayoría son gente desconocida y por eso no me da nada lavarlos y peinarlos y dejarlos listos para que la familia no se espante porque usted sabe que muchos muertos quedan así, con una caras muy feas, y otros todos llenos de sangre; mi trabajo consiste en dejarlos otra vez como gentes decentes. Yo me imagino que a los muertos les gusta lo que yo hago, que es como una atención con ellos, y por eso nunca me han asustado. Si yo creyera que los muertos salen no tendría este trabajo.

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GRACIAS POR SU VISITA. VUELVAN CUANDO QUIERAN

Sort:  

Este cuento me encanta. La voz femenina tiene la picardía y la gracia de las cumanesas. Buen trabajo, @rjguerra.

Fue una experiencia interesante recrear, sin exagerar ni parodiar, el tono de las viejas cumanesas, una forma de hablar y contar que todavía se mantiene. Gracias por tu lectura, @acostacazorla.

Este cuento está buenísimo de principio a fin. Hay en él un mensaje sobre las luchas políticas, las muertes y las desgracias de familias inocentes. Gracias por compartir.

Gracias, @solperez. ¿Hay alguna revolución que no haya sido para nosotros, los venezolanos, una desgracia?

Gracias por compartir ese excelente relato. Saludos.

Saludos, @marioamengual. Gracias por pasar.

Saludos amigo, se lee ligero el cuento. El humor está bien manejado. Por cierto, me hizo pensar que hay apodos como el de "forro de urna", con el que se hacía chanza a la gente de color, que ya están en desuso.

Todavía en mi infancia escuché llamar así a alguien que, además de negro, trabajaba en una funeraria. Por fortuna ya es un apodo en desuso. Algo hemos avanzado. Me alegra que te haya gustado el cuento.

Me gusta esta forma de "recontar" un episodio de nuestra historia política no desde el punto de vista del héroe o el historiador. Esa visión entre ingenua y pícara, perpleja y resignada, de la gente común, es quizás su principal atractivo y valor. Lo he releído después de unos años y me ha mantenido con igual interés, como la primera vez. ¡Gracias por compartir, @rjguerra!

Mejor la gente común que los grandes héroes, @josemalavem. Gracias por leer.
Un abrazo.

Como se nota que la idiosincrasia del cumanés ha sido así desde tiempos inmemoriales.

Tienes razón, @hljott. Como dice @josemalavem más arriba, nuestra gente es "ingenua y pícara, perpleja y resignada"; siempre lo ha sido y al parecer siempre lo será.
Un abrazo.

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