El río, un cuento

in #cervantes6 years ago

Hola, amigos de steemit. Hoy quiero presentar otro cuento de mi libro Partir. Espero que les guste.

El río

a Lucas Rojas Marcondes

Hasta el momento hemos hablado de lo que pasaba en Paria y del señor Jones, protagonista de nuestro relato. Pero ¿quién era él?, ¿quién había sido antes de llegar a las costas del golfo de Paria y por qué se quedó en el lugar? ¿Cómo era su aspecto? Son muchas preguntas y no estoy seguro de que el orden sea el correcto para una explicación clara. Tal vez fuese preferible olvidarse de cosas como la apariencia y los antecedentes, que no pueden sino detener el relato y darle un sabor de prosa antigua y superada, de estructura arcaica, de viejo cuento justamente relegado por el arte de la literatura. Tal vez, repito, sea preferible; pero no lo voy a hacer. Comencemos, entonces, por una sucinta descripción:
Cuando el señor Jones desembarcó con sus criados trinitarios por primera vez en la ensenada de Yacua, tenía cuarenta años de edad; año más, año menos. Era fuerte y delgado, de un metro ochenta de estatura. Su pelo castaño claro estaba tostado por el sol y su cara enrojecida, por lo cual sus ojos azul pizarra eran más notorios de lo que, en justicia, deberían ser. Una boca ancha y de labios finos en la cara larga, rectangular, completaban el aspecto ni especialmente atractivo ni desagradable del señor Jones. Supongo que la expresión de ese rostro merece unas líneas más: era como un hombre que ha aprendido a permanecer tranquilo, inmóvil durante largas horas, por una necesidad exterior; algo impuesto a su naturaleza. Debajo de ese aprendizaje había una corriente turbia y vacía a la vez. No miraba con agrado la cosas, ni siquiera aquellas que le pertenecían, como si realmente él sólo fuese un intermediario -un mayordomo, quizás- entre esos objetos que compraba o simplemente poseía y su verdadero dueño, quien alguna vez regresaría a reclamarlos.
No era difícil imaginarlo subiendo por un río de África buscando marfil o dirigiendo una explotación minera en Samburan. De hecho, había vivido en la India y navegando entre las islas del mar de China, donde padeció peligros y enfermedades con el estoicismo de quien sabe que en su tierra natal –la ya muy lejana Inglaterra– le esperaban tribulaciones peores, entre las que puso medio mundo de distancia cuando a los dieciséis años decidió embarcarse por primera vez.


Fuente

Estaba acostumbrado a mandar y lo hacía con la violencia y la eficiencia de un veterano capataz. Evidentemente no era un hombre rico de nacimiento.

Veinte años de monótona navegación en los tiempos de calma chicha o de frenética cercanía de la muerte durante las tempestades, veinte años de llevar y traer pasajeros silenciosos, sucios y pobres, almacenados como ganado en bodegas sin ventilación; veinte años de recibir órdenes y, al final, de darlas él también, sólo le permitieron acumular una muy discreta fortuna. En diez años más tendría suficiente para comprar una casa -pequeña- con jardín en Inglaterra, en una ciudad con puerto o, al menos cerca del mar –pero nunca Southport, nunca más Southport–, hacia donde encaminaría sus pasos en las tardes para ver el vuelo de las gaviotas. Luego sería cuestión de esperar diez, quince o veinte años más cuando lo arrebatara de este mundo una apoplejía. Jones no quería para sí tantas desgracias, pero era inconcebible otro futuro. Esta imagen de sí mismo –achacoso, débil, disminuido– comenzó a perseguirlo en las noches en vela pasadas en el puente de mando o en el camarote de oficiales. Cuán inútil le parecía en esos instantes su cuerpo ágil y fuerte, su mente clara, organizada y sin compasión. Todo estaba destinado a perderse como una gota de agua en el mar. Luego ocurrió algo que dio un giro completo a su vida.

Comenzó en Surabaya, en el hotel de un alemán donde se alojaba cuando debía permanecer varios días en tierra. Una insólita orquesta de mujeres interpretaba valses y música de operetas en un estrado más adecuado para la venta de esclavos. Desde su mesa, Jones sólo les dispensaba una mirada distraída.

"Buenas noches, señor Jones –dijo un hombre, acercándose a la mesa–. Mi nombre es Lucius Watt, y represento a una honorable empresa comercial, muy interesante en hacer negocios con usted. ¿Puedo sentarme?"
Jones miró al recién llegado. Más que un agente comercial de cualquier tipo parecía un estafador o un jugador tramposo a quien últimamente le ha ido mal. Su traje de lino blanco y bien cortado necesitaba una limpieza, y su sombrero había soportado más de una tormenta en fechas no muy lejanas. Pero sobre todo los ojos y las manos revelaban una agitación extrema, desconfiada y alerta. Jones le hizo un gesto para que ocupara una silla.

"Tal vez fuese más conveniente hablar en un sitio de mayor privacidad; quizás en su habitación. Podríamos hacer subir una botella de ese estimulante whisky que bebe mientras le doy los detalles de nuestra propuesta".

"Hablaremos aquí, o no hablaremos en absoluto".

"Bien, bien; no es necesario enemistarse antes de tiempo". Acercó su silla a la de Jones. "¿Conoce el poblado de Peleg?"

"Sí, está a unos veinte kilómetros de la desembocadura del río. Solía pasar por sus cercanías al dirigirme a las explotaciones de madera que están cinco kilómetros más arriba. Nunca me detuve, pero no parece muy grande. Desde el río se ve la parte alta de un templo".

"Un templo budista. Todos los habitantes son unos malditos budistas, paganos e idólatras". Watt hizo una pausa para ordenar dos vasos de whisky. "Veo que usted es el hombre que necesitamos".

"¿Quiere ir de una vez al asunto? Comienzo a impacientarme".

"En seguida. Pero antes quiero advertirle que cualquier cosa que diga es completamente confidencial. En caso de que decida no aceptar nuestra propuesta, lo que estoy seguro no hará, apelo a su condición de caballero para exigirle el más discreto silencio".

Jones no consideró necesario responder. Watt miró sobre su hombro y realizó una serie de complicados arabescos con las manos antes de comenzar.

"Como usted ha descrito, el poblado de Peleg es una comunidad pequeña, habitada por campesinos. No deben vivir más de doscientas personas, muchos de ellos jóvenes y niños. Hasta el momento no ha tenido ningún interés para nadie. Pero nos han llegado informes (habló en nombre de una sociedad comercial de reciente creación), por vías que sería largo detallar, muy secretos pero confiables, de que en esa población de campesinos pobres se oculta un tesoro de significativa importancia. No se trata de una riqueza difícil de extraer o de transportar, como el caucho, los minerales o el guano, ni nada que requiera equipo especial y afanes mayúsculos Es algo mucho más simple: joyas, cientos de joyas esperando sólo que se las vaya a buscar. No hay que mojarse los pies en los ríos ni arriesgar la vida en una sucia mina. Se encuentran en el templo".

"Usted está loco, Watt. Esa gente apenas si tiene sus sembradíos de arroz y los peces del río para alimentarse. ¿De dónde iban a sacar semejante tesoro, como usted lo llama?"

"De la existencia de las joyas no tenemos ninguna duda. De dónde provienen es otra cosa. Uno de nuestros socios, un muchacho inteligente e instruido, tiene una teoría. Dice que las joyas deben ser muy antiguas, y han estado en posesión del pueblo durante varios siglos, desde los tiempos en que estas gentes adoraban a algún dios salvaje y eran antropófagos. Seguramente eran algún tipo de ofrenda al ídolo. Luego, cuando se hicieron budistas, la costumbre persistió. Las joyas, simplemente, cambiaron de dueño en el más allá. Pretendemos que ahora cambien de dueño en este mundo".

"Entiendo. Piensa robarlas".

"Yo no lo diría en esos términos. Es una riqueza que no le reporta beneficios a nadie. En estos tiempos, ¿cómo se puede permitir eso? Estos salvajes no saben lo que significa el libre comercio ni las legítimas aspiraciones de ganancia de los hombres de negocio blancos. Si entre ellos hubiese un banquero, o un simple tendero, las cosas serían diferentes: trataríamos de igual a igual, un pacto civilizado. Pero las circunstancias no son ésas. Traspasando esa riqueza a nuestras manos sólo haremos que circule y cree más riqueza. Al mismo tiempo que garantizamos para nuestras personas una vejez honorable".

"No me interesa la filosofía del asunto..."

"A decir verdad, a mí tampoco", le interrumpió Watt.

"... sino qué esperan usted y sus socios de mí".

"Muy bien planteado. Me gusta un hombre que habla claro". Ordenó otros dos vasos de whisky. "Para llevar a cabo esta delicada misión se necesita un piloto experimentado, alguien que conozca el río y sus engaños, y además sea valiente. También conviene que sea una persona sin mayores ataduras en estas islas. Dispuesto a desaparecer sin muchas complicaciones. El botín es grande, y no podemos estar seguro de que las autoridades coloniales no decidan intervenir. Podría darse el caso de que no sean tan comprensivas con nuestras motivaciones. De cualquier manera, lo más conveniente será abandonar rápidamente la zona. Hay muchos sitios en el mundo que nos esperan. Su responsabilidad consistirá en conducir una embarcación río arriba y encontrar un lugar cerca de la aldea donde tocar tierra. Debe hacerse durante la noche. En la madrugada nos dirigiremos a la aldea. Será una operación limpia y sencilla. El templo no tiene custodia; permanecen en el interior uno o dos muchachos encargados de mantener encendidas las lámparas, pero nadie más. No será necesario disparar un tiro. Entraremos y saldremos tan silenciosamente que cuando se enteren de lo que pasó estaremos celebrando en este mismo hotel. Seguramente podríamos invitar a algunas de las señoritas de la orquesta a una fiesta privada. Un día después, cada quien podrá tomar un barco hacia donde mejor le parezca".

Jones levantó su vaso, pero no bebió. Lo sostuvo ante sus ojos sin ver los reflejos ambarinos que se desprendían del líquido en el cristal. Ya había participado en negocios no muy lícitos, pero nunca estuvo completamente del otro lado de la ley. Por otra parte, a los habitantes de Peleg no podía hacérseles ningún daño despojándolos de las piedras preciosas. Nunca les habían servido de nada. Y estaba lo otro, la casa –pequeña, muy pequeña– junto al mar, los gastos minuciosamente contabilizados, la reunión de viejos marinos en una taberna fría a rememorar reales o imaginarias hazañas mientras se espera la muerte.

A su lado, Watt bebía a pequeños sorbos de su vaso. Se había apoyado contra el respaldo de la silla y parecía relajado, pero sus ojos seguían con atención la inmovilidad de Jones. Finalmente, éste habló.

"Bien. Estoy con ustedes".

"No se arrepentirá. Hay todavía detalles que debemos conversar, pero lo esencial ya lo conoce, señor Jones".


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Una semana después subían por un río turbio, de agua de reflejos vegetales, en un vapor pequeño y desvencijado. Eran cuatro hombres, todos armados.

En pocas horas más llegarían a un recodo del río que les permitiría ocultar la nave. Tenían casi veinticuatro horas de marcha en un ambiente que se hacía más sofocante por minutos.

El húmedo calor de la selva ayudaba al ánimo taciturno en el que se iban envolviendo los tripulantes, pero Jones sabía que no eran las molestias del clima las responsables de las miradas vacías y las repentinas risas de los hombres, sino la codicia y la esperanza. No había tripulación, en sentido estricto, o todos eran la tripulación, aun los que sólo habían estado en una embarcación como pasajeros. Un sueco grande y flaco, que hablaba un inglés espantoso, era el maquinista. Los demás –Watt y otro inglés pequeño y joven, a quien Jones supuso el "joven inteligente e instruido" que aquél había mencionado en su primera conversación– ayudaban en algo o permanecían mirando el río, sus infinitas vueltas y remolinos, y las volutas de humo también infinitas de sus cigarros. Casi no habían dormido y ninguno parecía extrañarlo en gran medida. El tiempo y sus ritmos transcurrían de una manera distinta, más rápido o más lento, o detenido en la corriente del agua. Cuándo comer, cuándo dormir, eran nociones perdidas. El sueco había pedido a Jones acelerar la marcha, pero éste explicó que si quería llegar al sitio destinado durante la noche deberían continuar a esa velocidad.

Pero el tiempo siempre pasa, aun cuando parezca muerto. Al fin alcanzaron al recodo entre altas plantas que acogieron a la embarcación. Jones, asistido por el sueco, maniobró entre residuos vegetales que la corriente había arrastrado, formando una especie de laguna de agua estancada, viscosa, donde sobresalían tallos podridos. Se acercaron a la orilla en un bote ligero que arrastraron tras de sí durante el viaje.

El camino por tierra lo hicieron en silencio, uno detrás de otro, en una extraña procesión encabezada por el inglés pequeño. Seguían una senda apenas visible, pero cuando apareció la luna se hizo patente con tenue resplandor fantasmal, como si conservara una sutilísima partícula de la vida de los innumerables pies que la habían hollado. Repentinamente, la aldea apareció ante sus ojos: no eran más de veinte chozas de madera que a esa hora parecían abandonadas y muertas. Al fondo, medio oculto por grandes árboles se veía el templo. Involuntariamente, Jones apretó el arma entre sus manos.

"Caballeros", dijo Watt en voz tan baja que apenas si le escucharon, "allá adelante está nuestro futuro y nuestra recompensa, el premio debido a todo buen cristiano".

Y luego, cambiando de entonación, más firme, siempre en un susurró: "Daremos la vuelta, manteniéndonos lo más lejos posible de las casas".

Describieron una curva alrededor de la aldea, extremando las precauciones, avanzando de forma titubeante, cual beodos empeñados en mantener una línea recta entre la vegetación de troncos caídos y hojas anchas y planas que los acariciaban con suavidad de murciélagos.

"Es muy pequeño", pensó Jones del templo, "por demás insignificante"; y tuvo el temor de que todo fuera una broma incomprensible. Luego Watt dio la orden de avanzar y subieron la escalinata de piedra, penetrando por las abiertas puertas a la oscuridad del interior del recinto.

Los sucesos posteriores, ¿tomaron por sorpresa al protagonista de nuestro relato o, en cambio, no fueron más que la fatal confirmación de algo ya sabido desde el primer momento, pero que, sin embargo, se resistía a hacerse presente a su conciencia? Debemos afirmar la segunda posibilidad; porque para Jones las acciones tuvieron la precisa ejecución de una pesadilla donde cada acontecimiento era previsto un segundo antes, como si le fuese dictado lo que sucedería a continuación y no existía ninguna posibilidad de variar la inflexible trama. Todo comenzó cuando el sueco degolló al asustado muchacho que les salió al paso. Jones pensó en un teatro de sombras, en articulados muñecos mecánicos. Prefirió no ver la sangre ni oír el ruido borboteante de la garganta del muchacho al ser seccionada. "Todo terminará ahora, rápido", se dijo a sí mismo, mientras corría sobre las lozas del piso, hacia la estatua de Buda. Watt y el inglés pequeño levantaron una pesada plancha de piedra de una especie de nicho a los pies de la estatua. Jones y los demás vieron, a la vacilante luz de las lámparas de aceite, el brillo y el juego de cristales de cientos de joyas. Pero sólo durante un instante magnífico se permitieron la contemplación de la futura libertad y la ansiada riqueza. Dispusieron las bolsas de lona que habían llevado para ello y comenzaron a llenarlas, dejando escurrir entre sus dedos las formas duras, rotundas, del tesoro. En pocos segundos cada uno de ellos portaba dos bolsas, a excepción de Watt que cargaba sus hombros con tres.

Abandonaron el saqueado templo o, al menos, trataron de hacerlo. De hecho, ya se encontraban en la escalinata de piedra cuando se encontraron con otros dos muchachos. El sueco y Watt reaccionaron con rapidez, pero dispararon ambos al mismo blanco, lo que permitió que el otro se alejara corriendo y gritando hacia la casa más próxima. Un tercer disparo se perdió sin consecuencias. Los hombres se miraron con desconcierto, esperando que alguno de ellos tomara la iniciativa de lo que debía hacerse ahora. Esos pocos segundos fueron decisivos. Cuando, a una señal de Watt, corrieron escalinatas abajo, ya algunos pobladores se concentraban en la explanada frente al templo portando diversas armas, pero sobre todo instrumentos de labranza. La cerrada descarga de los cuatro hombres hizo que los campesinos se desorganizaran: entre el humo, el olor de la pólvora y el miedo, Jones vio cuerpos ensangrentados rodar y retorcerse. Luego, la cabeza del sueco voló en pedazos. Jones volvió a disparar, sin saber muy bien a qué, mientras se internaba en la selva.


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Siguieron varias horas de inmersión en las pantanosas aguas del temor y la culpa. Jones tropezaba en la noche, cargaba su rifle, disparaba, se ocultaba, se limpiaba la cara una sangre que ignoraba si era suya o de otros, sostenía las bolsas de lona con las joyas, volvía a disparar con un ronco grito reprimido, y siempre esperando el aniquilamiento, el castigo de un dios iracundo, el dios dominical de su pequeña ciudad, o alguno de los muchos dioses que había conocido en su periplo por las islas; la señal de sangre y fuego, lodo y condenación reservada a los asesinos. Pero sobre el arrepentimiento y la vergüenza, sobre la silenciosa oración dicha por los muertos, estaba también la feroz decisión de sobrevivir como fuese, incluso sobre infinitos cadáveres.

Al final se encontraron, sólo Watt y él, a bordo del pequeño vapor, maniobrando desesperadamente por sacarlo del recodo que ahora les parecía una trampa. Ignoraban si todavía los perseguían, si los hombres de la aldea habían decidido que enterrar a sus muertos y curar a sus heridos era más importante que la vida de los saqueadores, o tal vez, simplemente, los habían perdido en los muchos caminos de la selva. Estas conjeturas pasaron fugazmente por Jones. El río los recibió en un abrazo lento y manso que tenía algo de bendición, con breves remolinos que a Jones se le antojaron apaciguadores. Aún faltaban horas para el amanecer y las estrellas giraban imperceptiblemente sobre sus cabezas, ejecutando su danza inmutable, eterna, ajena a los hombres.

Habían colocado la embarcación en el centro del río y ahora se dejaban arrastrar corriente abajo. Jones estaba echado en el puente, boca arriba, respirando en breves jadeos, la vista en los puntos luminosos de lo alto. Escuchó un quejido, seguido de una tos.

Watt se había sentado, o se había dejado caer con las piernas cruzadas y la espalda apoyada en un gran rollo de cuerdas. Miraba a su compañero con una atención que podría llamarse desesperada, como si quisiera arrancarle algún secreto. Volvió a toser. Por un instante, su mirada se hizo tan intensa como la de un felino en la fracción de segundo antes del salto, cuando concentra toda su energía en los ojos que han de mantener inmóvil a la prensa. Pero el momento pasó, y Jones se sentó frente a Watt. Éste cerró los ojos y resbaló sobre el costado derecho. Jones se acercó; miró la gran mancha de sangre en la espalda del otro hombre. Lo tocó con suavidad. Watt abrió otra vez los ojos.
"Ah", dijo, "Dios ha sido generoso con sus siervos. Nuestras fatigas no han sido en vano. Aquí –golpeó el saco de lona que aún guardaba– está la llave que nos permitirá abrir la puerta del infierno donde nuestros pecados nos colocaron. Este espantoso lugar de selvas, fiebres y salvajes. Pero ya no más, nunca más, señor Jones, nunca más ginebra aguada, ni camas con piojos, ni mujeres hediondas y oscuras, ahora para nosotros sólo la inmensa, la infinita paz y la misericordia".

Murió antes del amanecer.

Sort:  

Qué intenso relato, esa misión estaba cargada de fatalidad.
Este post será votado directamente desde la cuenta @cervantes

Muchas gracias por el apoyo. Es muy importante para mi, como para cualquier escritor, sentir que hay unos lectores interesados.

Una mezcla de aventura con una alegoría religiosa. Buen relato cuyo contexto, la selva pariana, también es un misterio para los propios habitantes de la zona cercana.

No lo había pensado como alegoría religiosa, pero creo que se le puede dar esa lectura, dadas las palabras finales de Watt.

Sí, lo había leído antes y tampoco había percibido el matiz religioso, pero el final, que es muy bueno, por cierto, me dio esa sensación; puede que sea errada, pero es una intución de lector buscando alguna otra posible lectura.

Me ha gustado muchísimo el relato. Hay escenas muy logradas como son al acabar salir del templo y la posterior fuga. Me gustó el personaje de Watt, quizás en su fuero interior era otro Jones por eso a éste le causaba algo de antipatía. Me gusta mucho esa relevancia que tienen los buenos cuentos que se les puede atribuir varios significados. Y este es uno de ellos. Espero el siguiente, éxitos amigo

Bienvenido.!! Sr rubi me encanto!! lo invito a seguirme para estar en sintonia. Un fuerte abrazo...

¡Excelente final! Excelente desarrollo del personaje central. Mi voto.

Muchas gracias, @sansoncarrasco. Es grata experiencia contar con lectores atentos.

@rjguerra recoge en este relato la variadas formas de la personalidad del hombre, desde las creencias religiosas, los estigmas sociales, la sed de aventuras, la ambición y los sueños que se devanan entre los límites de lo ético y lo moral.Un relato interesante, emocionante, muy bien contado que mantiene al lector dentro del ambiente que recrea de principio a fin.

Gracias por la lectura, @jmcarpintero. Me alegra que te haya gustado.

Rubi, como siempre un profesional de la escritura. Saludos

Buenos días, @rodapie2018r. Muchas gracias por comentar. Pasaré por tu blog y comentaré por allá.

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