Campo Sur, un cuento sobre las cosas que perdemos (Parte 1)

in #spanish7 years ago

Estimados amigos de Steemit: "Campo Sur" es un cuento que tiene algunos años; se publicó en papel pero nunca había aparecido en la red. Busca nuevos lectores; quizá algunos viejos lectores que quieran darle una nueva mirada.
Por su extensión, he decidido dividirlo en dos partes.
Gracias de antemano por su atención.


A Liliana Lara

Niega toda orilla.
Álvaro Mutis

1

Hay un hombre y una mujer, y un muchacho y un viejo. El muchacho soy yo: Alfredo. Vivimos todos en un pueblo o en los alrededores de un pueblo extraño; no misterioso, ni peligroso, ni más rodeado de secretos que cualquier otro; sólo extraño aunque se puede definir con dos palabras y entonces la mayoría de la gente cree comprender de qué se trata.
Por eso las emplearé únicamente cuando sean necesarias.

Él se llama Sebastián y es maestro de escuela. Tiene veintiocho años. Desde hace dos se encuentra en este pueblo, luego de haber pasado por varias poblaciones rurales: pueblos más típicos, más normales inclusive en su pobreza. Comparado con los otros, este es un pueblo rico y Sebastián no deja de reconocer las ventajas: su casa es grande y bien ventilada (tal vez demasiado grande para él, que vive solo), rodeada de matas de mango que dan sombra; no hay problemas de electricidad, agua ni gas; la basura es recogida tres veces a la semana y cada dos o tres meses el pueblo es fumigado, lo que elimina zancudos, moscas y otras alimañas (los zancudos fueron un tormento permanente en otros sitios donde cumplió sus labores de maestro: le dejaban grandes ronchas de forma irregular sobre la piel y el ardor podía durar horas. Un par de zancudos era suficiente para desvelarlo); si llovía, un techo en perfecto estado lo protegía. La casa se la pintaban una vez al año.

Lo único que lamenta es la soledad.

En cambio, a Teresa no le molesta la soledad. Con dos hijos y un marido tiene suficiente para considerar su mundo y su tiempo demasiado repleto, como si no cupiera nada más en él. Esto, por supuesto, es mentira y así lo reconoce en secreto. Pero nada le costaba afirmar frente al espejo y en voz alta que no espera nada de la vida. Sin embargo, algo de verdad hay en la afirmación de su soledad. Cada mañana esperaba con ansiedad contenida la partida de sus hijos a la escuela y de su esposo al trabajo. Esta ansiedad no era percibida por nadie de la familia –ni siquiera por ella, que la vivía como un sordo agitarse en el apresuramiento y en la búsqueda de la perfección del desayuno y el planchado de la ropa. Una vez que se marchaban, ella quedaba sola en la casa silenciosa, satisfecha.

Hace diez años que Teresa vive en el pueblo. Su hijo mayor tiene nueve años y el menor siete. Su esposo quisiera tener más hijos pero afortunadamente para ella éstos no han venido. Ahora que ya cumplió treinta años se mira en el espejo con menos frecuencia que cuando tenía quince. No teme a la vejez. Acepta los cambios que descubre en su cuerpo con curiosidad, sin dolor ni resignación; a lo sumo su cuerpo resume el fluir del tiempo y las cosas –la gente, los sucesos, los sentimientos que una vez tuvo y ya no puede evocar– que van quedando atrás, como si cada gramo de más en su cintura o en sus muslos, cada nueva cana, no contabilizaran la inevitable decrepitud sino la forma sin forma en la terminaría por sumergirse.

La imagen de la muerte, para Teresa, es la de un lago sin orillas.


Fuente

2

El viejo es, tal vez, el personaje más difícil, porque de él no puedo hablar sin hablar de mí. Aun antes de saber que, efectivamente, existía, ya sabía de su vida. Desde que era muy pequeño había escuchado las conversaciones de los muchachos mayores sobre un viejo que tenía una casa en la sabana. Se utilizaban palabras que yo no comprendía y las frases con las que se le aludía tenían una carga de misterio y prohibición. Una vez escuché comentar que le había dado a alguien (uno de los muchachos mayores que a veces intervenía en nuestros juegos) un par de zapatos.

La historia del viejo que vivía solo en la sabana y que entregaba a los muchachos pares de zapatos por servicios que yo no alcanzaba a comprender me persiguió durante varios años, hasta que tuve la oportunidad, el privilegio casi, de conocerlo y saber.

Tenía doce años y estudiaba sexto grado en una escuela grande, de una sola planta a excepción del edificio de la Dirección que tenía dos, con un patio central de grama. Quizá la escuela no fuese tan grande, pero como había muchos salones vacíos y los alumnos éramos tan pocos que nos apretujábamos para sentirnos acompañados, los pasillos, baños y patios parecían partes de una estructura mayor. Ir al baño en mitad de una clase significaba desafiar la soledad de los corredores donde los ecos de las pisadas nos perseguían.

Esteban, uno de mis amigos y compañero de clases, se me acercó un día durante el recreo y me preguntó:

–¿Has ido a la casa del viejo?

Yo respondí que no. Luego él preguntó si quería ir. No tuve que pensarlo mucho; contesté que sí, sin pedir mayores informaciones, como si supiera ya para qué íbamos. Esteban también parece haberlo entendido así, porque recibió mis respuestas con perfecta naturalidad. Quedamos en que al día siguiente, luego de salir de clases marcharíamos a la sabana.

No puedo decir que viviera con impaciencia las poco más de veinticuatro horas que nos separaban del momento acordado; el viejo era una noción demasiado abstracta, demasiado descarnada, y al mismo tiempo demasiado familiar, para sentir algo más que curiosidad. Esas horas pasaron como las de cualquier otro día, y a la mañana siguiente el turno de clases transcurrió con las mismas dosis de aburrimiento habituales.

Luego del almuerzo y una ducha me encontré con Esteban cerca de su casa, que estaba más cerca de la sabana. A la derecha, a unos doscientos metros está el cuartel de la Guardia Nacional, y a la izquierda las instalaciones del pequeño mercado que sólo funciona los sábados. La sabana no tiene la grandeza salvaje y dura del desierto ni la fuerza obsesiva de la selva, pero puede ser como una amante exigente y sabia, insidiosa y tenaz: volverá en los sueños cuando creamos haberla olvidado, su discreta belleza no se apartará de nosotros.

3
Sebastián suele caminar de noche por el pueblo. No tiene hora fija para esos paseos, ni tampoco objeto definido. Lo hace porque le gusta la noche tranquila del pueblo, y el sonido de sus propios pasos sobre el asfalto cuando tritura con sus suelas pequeños guijarros. Si es temprano, a veces se detiene en mitad de la calle y mira a través de una ventana las actividades, siempre las mismas, de las familias. Antes, durante el primer año de su estadía, se cruzaba con otros paseantes, grupos de tres o cuatro personas, parejas mayores de andar parsimonioso o solitarios como él. Pero en los últimos meses las calles han quedado vacías. En su tránsito se encuentra con más casas a oscuras que iluminadas.

Ahora, cuando Sebastián se tropieza en las calles con alguien, es consciente de un sentimiento compartido de vergüenza, como si cada uno adivinara en el otro, o creyera que el otro sospecha, motivos inconfesables o intenciones malsanas.

Y si alguien así pensara, algunas veces tendría razón. No siempre los paseos de Sebastián respondían al azar del laberinto que trazaban sus pasos. Algunas noches se apoyaba en el nudoso tronco de un árbol de mango, en el patio sin cerca de la casa de Teresa. Podía esperar allí largos minutos, hasta que la veía atravesar la ventana iluminada de la cocina, detrás de la retícula de la tela metálica que protegía la casa contra los insectos. Pasaba llevando en las manos un plato o una cacerola, con un delantal anticuado anudado a la cintura, sorprendentemente parecida a su madre o su abuela. Ella y él estaban separados, como en mundos o sueños diferentes. La luz cae sobre ella, crea sombras bajo la nariz y los ojos, hace más grande la boca, resalta todos los rasgos pero volviéndolos, al mismo tiempo, más lejanos e inasibles para Sebastián, que mira desde la penumbra que ha invadido su rostro. Había algo doloroso y turbio en saberse invisible, impensado por la fantasmal aparición de la ventana, que igual podía haber sido una imagen proyectada en una pantalla de cine.

El anhelo secreto de Sebastián era que Teresa saliera a la cálida noche, con las manos húmedas de lavar los platos, bajara los tres escalones de madera que separaban el dintel de la puerta del piso de tierra y lo abrazara en una unión lenta y sin pensamientos; un abrazo donde se encontrarían el olor del pelo y de la piel, y la firme presión de los senos y los muslos.

No quiero dar una falsa impresión. Si dijera que Sebastián está enamorado de Teresa posiblemente mentiría. Ella le parecía bella y vulgar, oscuramente deseable y superflua.

La había visto por primera vez el mismo día de su llegada al pueblo. Luego de la extenuante ruta, recta y sin interés, como no fuese el espléndido cielo donde se amontonaban nubes algodonosas y las figuras incomprensiblemente inmóviles de algunos indios con camisas de cuadros y faldas de color indefinido, que parecían aguardar algo a la orilla de la carretera. Finalmente el automóvil que lo trajo desde la capital del estado lo introdujo en el breve laberinto de calles rectas y casas idénticas. Fue al doblar una esquina cuando apareció Teresa: estaba en el patio sin cerca de su casa (una veintena de postes metálicos delimitaban el perímetro de tierra dura y oscura, con tres árboles de mango y la casa en el centro); tendía ropa. Una brisa que se hacía más fuerte y fría por segundos había comenzado a soplar y silbar y las nubes, que hasta un momento antes eran nacaradas, se volvían pesadas y oscuras; la ropa sujeta por ganchos de madera a los alambres comenzaba a bailotear en el aire y el mismo vestido de Teresa se agitaba como si quisiera desprenderse de su cuerpo. Ella colocó en el suelo la cesta que tenía en brazos y se sujetó la ropa, riendo. Sobre el vientre y los senos se extendía una amplia mancha de humedad.

Esta visión duró lo que el tránsito del automóvil de una esquina a la otra. Luego, mucho más tarde, cuando Sebastián ya se hallaba instalado en su casa, pero aún rodeado de bultos y maletas, mientras miraba desde una ventana cómo toda el agua del mundo se derramaba desde los cielos y atronaba en el techo y corría limpiamente por las calles, pensaba en esa mujer apenas entrevista y se preguntaba si la llegaría a conocer y si podría amarla y ella amarlo a él. Y, dos años más tarde, la respuesta es que sí, que llegaron a conocerse y amarse, si de amor se trataba, aunque sobre esto se podría discutir. Lo cierto es que se conocieron y tuvieron sexo, no con mucha frecuencia, y luego de un tiempo ella no quiso hacerlo más.


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4

Volví muchas veces a la casa del viejo. No era exactamente una casa, sino una especie de galpón, alto y ruinoso, que el viejo había acondicionado como vivienda, añadiendo divisiones hechas con pedazos de cartón y cortinas raídas. Después de la primera vez, fui siempre solo.

No había remedio, imposible proceder de otro modo. Alguna que otra vez me encontré con otro muchacho de mi edad o un poco más que volvía al pueblo. Ambos hacíamos como si nada, como si paseando o cazando conejos.

La verdad es que todos (los que quedábamos, pues había cada vez menos gente; no había semana en que no se marchara alguien, en que no se añadiera una nueva casa vacía a una cuadra ya despoblada; otro pupitre desocupado en la escuela; en Campo Norte casi no vivía nadie: unos pocos ingenieros sin familia, rubios y delgados, que veíamos en las puertas de sus casas, como figuras fantasmales que hubiesen dejado sus cuerpos olvidados en algún lugar de Kansas, cuando el aburrimiento nos llevaba hasta sus predios) habíamos perdido la vergüenza de que los demás supieran a qué íbamos, pero quedaba el conocimiento del innoble placer mercenario. No había culpa: el viejo estaba allí para su placer y el de nosotros, los muchachos. Él pagaba con zapatos viejos, aunque sin uso, de los que parecía tener una provisión infinita (nadie aceptaba más de uno o dos pares porque entonces cómo explicar a los padres semejante abundancia). Supongo que todos obteníamos lo que buscábamos. No hablo por otros, sino por mí: no existía culpa, ya lo dije, sino la oscura, maloliente y pegajosa sensación de estar aprovechándose de la debilidad ajena. Acepto que se podría dudar sobre quién era el débil y quién se aprovechaba de quién. Lo cierto es que comenzó a suceder que no siempre el viejo terminaba cara al delgado colchón donde dormía y comenzamos a conversar.

Éste es, tal vez, el momento más difícil de mi relato. No el más dramático; el más difícil de explicar, de hacer entender: la variación emocional, la fluctuación moral que convierte a dos seres que según todas las saludables convenciones no debieron entrar nunca en contacto, en dos personas tratando de inventar algo que se parece a la amistad y el respeto, nada más. Nada más simple y arduo, porque debía superar nuestras propias limitaciones, la imagen despersonalizada y funcional que cada uno ha forjado del otro: un viejo marica degenerado en un caso, un preadolescente bastante estúpido saturado de hormonas y ansias en el otro.

Una cosa sustituyó a la otra, no paulatina sino bruscamente, en un solo paso. Un día llegué a su casa y el viejo me invitó a tomar café. Yo lo tomaba sólo con leche, pero no dije nada y apuré la bebida como quien recibe en sus manos un veneno que, paradoja de paradojas, contribuiría a hacerme adulto (por supuesto, en ese momento yo no sabía que me estaba haciendo adulto desde mucho antes de tomar el café, y que en las semanas siguientes lo sería aún más y más rápido). Luego me dijo que no se sentía bien y si quería acompañarlo un rato. Me preguntó por mi familia y mis estudios y por hombres del pueblo que yo no conocía.

Claro, tú eres muy joven, dijo, esa gente se habrá ido o habrá muerto. Antes venían mucho por acá, en otros tiempos. ¿Sabías que esto fue un cabaret muy famoso? Bueno, quizás no fuese exactamente un cabaret y tampoco fuese famoso, pero era lo único de los alrededores con una pista de baile y orquesta. Los demás eran algunas chozas con cerveza caliente y tres o cuatro indias. Y en El Tigre, claro, había más bares y mujeres. Pero ninguno tan grande como éste, que además era el único de la sabana. Ven, dijo, te mostraré.

Ven, dijo apartando una cortina y conduciéndome por un pasillo lúgubre hasta una puerta entornada, ésta es la gran pista de baile. Por suerte han desaparecido algunas planchas del techo, porque si no, no se viese nada; y hay mucho que ver. Esta es como la nave central de una catedral. Ahora las mesas y sillas están amontonadas en los rincones, pudriéndose, y aún ruedan botellas vacías, ten cuidado, no te vayas a cortar, pero en mis tiempos las mesas ocupaban este espacio de aquí, simétricamente distribuidas, y permanecían llenas toda la noche. Al fondo está la tarima donde la orquesta interpretaba sus ritmos propicios a la pasión de los hombres y a los fingidos arrebatos de las mujeres. A la derecha, en aquella zona en penumbras, estaba la barra, donde yo reinaba.

Ven, dijo, te mostraré: en esta silla alta me sentaba para descansar y no perder de vista a mis clientes cuando la madrugada y el sueño se me echaban encima. Aquí recibía las bromas de mis muchachas y de los hombres que las acompañaban, y a veces sus insultos; me vi obligado a amenazar a más de uno y en sólo una ocasión rompí una cabeza con una botella de whisky. También me partieron la nariz. Y, por último, en esta barra, entre mis licores, vasos y cocteleras, me enamoré. Él era joven, delgado y elegante. Con reputación de peligroso que yo no desconocía.

Verás, dijo, eran los tiempos de la dictadura. Él era de la policía secreta, aunque no era un secreto para nadie. La primera vez llegó con varios compañeros, risueños, prepotentes, con trajes y sombreros tan oscuros como sus almas. Bebieron y fueron con algunas mujeres (luego te mostraré dónde estaban los cuartos). Volvió varias veces, siempre con sus amigos. Mucha gente se acercaba a saludarlos, les palmeaban las espaldas, enviaban mujeres a su mesa. Muchos otros escurrían las miradas, torcían el gesto, se les veía incómodos o asustados. No era para menos. Las cosas que se escuchaban eran terribles: violación de hogares en la noche, torturas, asesinatos. Era difícil asociar a aquellos hombres campechanos con esas historias de horror. Y mucho menos a aquel joven hermoso y silencioso, con su manera alegre y tranquila de emborracharse.

Escucha: yo nunca me metí en política, dijo, que, como todo el mundo sabe, la inventó el diablo. También dicen que si uno no se mete en política, la política se mete con uno. Como sea. No es que no me importara lo que sucedía, sino que era como si sucediera en otro país, o en otro mundo. Y bien mirado, así era. Yo vivía aquí, como un monje en un monasterio, y el mundo transcurría alrededor, no digamos que sin tocar a nuestras puertas pero sí percibido como un rumor distante. Al menos así fue por mucho tiempo, hasta que el bello joven que para ti permanecerá sin nombre se encargó de destrozar ese orden.

Decir que lo asedié con atenciones sería inexacto, aunque es cierto que no dejé de demostrar mi simpatía y preferencia; a la hora de la verdad él vino por su propia voluntad hasta mi puerta, aprovechando una hora temprana en la que sus amigos no habían aparecido. Me bastaron unos minutos de conversación para comprender que había encontrado un alma como la mía, como dice la canción. Lo demás fue simple: descubrir el momento propicio para un encuentro íntimo, ocasión que se presentó pocos días después, y asegurar la complicidad y discreción de mis muchachas, en obsequio de la reputación de mi amante, porque en cuanto a mí, hubiese gritado y bailado su nombre al ritmo del mambo.

Fueron pocas noches de pasión, porque su oficio no le permitía venir a verme con la frecuencia que ambos deseábamos. Pocas noches, es cierto, pero con el fulgor de llamaradas. Yo nunca le preguntaba sobre lo que hacía y él tampoco me contaba nada. Lo preferíamos así. Aunque siempre llegaban noticias: que si fulano había desaparecido o a mengano le habían reventado las costillas, cosas terribles en las que yo sabía que él participaba pero, en definitiva, no me interesaban. Nuestra vida feliz pudo haber continuado indefinidamente; entonces intervino el diablo y tumbaron al gobierno. Aquí nos enteramos por la radio, por supuesto; al final de la tarde llegaron los primeros hombres borrachos y armados celebrando la libertad y la democracia.

Mientras tanto, yo con el alma en un hilo. Ya sabía, por lo que se contaba, que muchos agentes de la Seguridad estaban presos, otros apaleados, y uno o dos muertos en enfrentamientos con los alzados. ¡Qué angustia! ¡Qué incertidumbre! Hasta que, en la madrugada, se marchó el último de los celebrantes, ¡qué lentas se me hicieron las horas! Era como tener una piedra en el pecho que a cada segundo se hacía más grande.

Las horas de angustia, dijo, se vieron recompensadas. Cuando apagaba las luces, con lágrimas en la garganta más que en los ojos, sentí tocar a la puerta con insistencia, aunque suavemente. Era casi como si arañara la puerta una mano muy pequeña y débil. Me dio escalofríos. Supe que era él, y sentí miedo de lo que podría encontrar una vez que descorriera los cerrojos, como si no me llamara mi amante, sino su fantasma. Sin embargo, era él, el de siempre; aterrorizado, vivo, con un pómulo hinchado y una ceja partida, vivo, el saco desgarrado y sucio, maravilloso, necesitado de consuelo y protección y amor.

La vida es una mierda, dijo y comenzó a caminar hacia la salida de la gran sala, hacia el estrecho pasillo en penumbras que conducía a la habitación más pequeña que le servía de cocina, la vida es una mierda: una noche y una mañana me duró la fe y la esperanza. Al mediodía siguiente se presentó un grupo de hombres en dos camionetas. Arrancaron a mi ángel de mis brazos y allí mismo lo patearon hasta que perdió el conocimiento. Se lo llevaron, pero antes se dedicaron a destruir todo lo que pudieron. Por extraño que parezca, me respetaron a mí y a mis muchachas. Después de ese día el negocio cerró. Algunas noches, durante un tiempo, siguieron viniendo clientes; no abrí la puerta. Las mujeres se marcharon. No lo lamenté. No lamento nada. Nunca más supe de él.

Ahora vete, dijo, estoy cansado. No sé si debes venir otra vez. Creo que no. Estoy cansado.


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5

Cuando el pueblo comenzó a quedarse vacío, Teresa se alegró. "Un campo petrolero sin petróleo no es nada", decía su marido con amargura, previendo un futuro sin las seguridades a las que se había acostumbrado en los últimos años. A Teresa el futuro le tenía sin cuidado: había algo salvaje en ella, algo que se complacía en el desorden y la destrucción; aunque quizás sólo fuese que en su interior había un agujero, un inmenso hueco que no podía ser rellenado con las cosas del mundo, siempre insuficientes, o inoportunas o inadecuadas, un vacío sin límites contenido en su cuerpo y que le hacía contemplar con agrado las paredes sin adornos, las casas sin amos y las calles por donde sólo cruzaba un raudo pájaro.

La misma inclinación la había conducido, primero, a la cama de Sebastián, y luego la había alejado de allí. Buscó el cuerpo del amante no con espíritu de sacrificio y sin alegría, lo que hubiese sido absurdo y totalmente ajeno a su persona, aunque sí con secreto deseo de pérdida y anulación. Hay amantes para quienes el amor es salto al abismo, infructuosa búsqueda de sí mismos, concreción de sus temores más ocultos.

Hablaron por primera vez en la escuela (hasta ese momento sólo habían intercambiado saludos), en uno de esos actos protocolares que llamaban "entrega de boletines" y que supongo han desaparecido. Su hijo mayor era alumno de Sebastián. Así que se dirigió allí, a la escuela, y soportó el tedioso discurso del director y luego con otras madres fue con el maestro a que éste entregara boletines y consejos inútiles; algunas salían encolerizadas, dispuestas a aplicar correctivos y castigos, y otras, pocas, felices. Teresa aguardó. A su turno escuchó el resumen de virtudes y defectos de su hijo, la suma de negligencias aparatosas seguidas por rachas de aplicación, ni una ni otra constantes, cosas ya sabidas por Teresa, incapaz de verdadero interés.

Si a alguna parte se dirigía su atención era hacia el maestro, no hacia sus palabras, intercambiables, monótonas. Lo estuvo mirando un largo rato, imaginando su peso contra ella, la suavidad de la mejilla lampiña rozando su hombro, el áspero contacto de la lengua dentro de su boca. De esa manera imaginaria, sin pretender un contacto real, compensaba el hastío; muchos hombres, sin enterarse, habían pasado entre sus piernas: compadres, vecinos, compañeros de trabajo del marido. Sus ensoñaciones no buscaban el placer; no tenían otro fin que el de remarcar la distancia insoportable entre la vida interior y la realidad. Hay que achacar a la fatalidad el que en Sebastián hubiera una tensión especial del espíritu, manifestada como afinidad secreta, que le permitió hacer suyo y dar cuerpo a lo que en Teresa era materia informe sin dirección ni sentido.

Lo siguiente era natural: una charla que se extendió hacia terrenos más íntimos que los progresos académicos de los hijos, una creciente complicidad, una visita con intenciones aparentemente inocuas concluida en la cama de sábanas húmedas cruzada por las franjas de luz que dejaba pasar la persiana.

Fueron pocas tardes dejadas caer en unas pocas semanas, como quien arroja, cada tanto tiempo, piedras en un estanque; pocas tardes que se hundieron con tranquilidad y silencio, alejadas de toda recriminación y de todo el furor que suele acompañar la despedida de los amantes.

Como ya he dicho, Teresa no lo quiso seguir viendo, y en esto se descubre el mismo mecanismo que la llevó primero a él: no por temor a ser descubierta y la consecuente vergüenza o violencia, ni por cansancio o saciedad. Una decisión impensada, pero consecuente con la imagen que de sí misma tenía: sola, aislada, atravesando el mar de la cotidianidad como una balsa destinada a estrellarse en la costa; o mejor: a perderse en las agitadas aguas sin orillas en un descenso a lo insondable.

Sort:  

Estimado @rjguerra, la presición de tu narrativa mantiene mi interés desde el comienzo. Como siempre es grato leerte. Espero la II parte. Un abrazo, por eso vote por tí.

Gracias, @antolinamartell. Espero que la segunda parte mantenga el interés.

Hola @rjguerra. El identificarme con Teresa, me guió a seguir el hilo de la historia con expectativas. Siento su personaje desde el principio: "En cambio, a Teresa no le molesta la soledad... Sin embargo, algo de verdad hay en la afirmación de su soledad. Cada mañana esperaba con ansiedad contenida la partida de sus hijos a la escuela y de su esposo al trabajo... Una vez que se marchaban, ella quedaba sola en la casa silenciosa, satisfecha."
Y estoy de acuerdo con @antolinamartell, espero la segunda parte.

Hola, @sandracabrera. Me alegra que te guste. Esta noche va la segunda parte y espero que te siga gustando. Un abrazo.

No había leído ésto. La narración y la descripción que haces de los personajes me cautivó. Muy apasionante. Al principio me causó intriga el viejo. Creía que era que era ese viejo ermitaño y gruñón, que conocimos en nuestra infancia, que vivía solo en las parcelas y que era todo un misterio. Este personaje realmente es interesante, así como los otros dos. De Teresa me quedo que su escapes de la realidad. Excelente. Espero con ansias la segunda parte .

Gracias por tus palabras, @francisaponte. Esta noche publicaré la segunda parte. Saludos.

Es un placer leerte, siempre.

Me encanto el cuento... TODO!! Estoy ansioso de leer la segunda parte xD... Que sabroso es despertar y conseguir algo nuevo que leer... Lo felicito, su trabajo es impecable. Pero ya era de esperarse... Mis mejores deseos para usted.

Gracias, @edwardstobia. Me alegra que te haya gustado. Ya publiqué la segunda parte. Muchos saludos.

Este cuento es hipnótico. Dije que le iba a echar un vistazo rápido por tener que hacer otras cosas, pero comencé a leer y no me pude detener. Ahora por la segunda parte.

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