Cuando él entró a la habitación, la encontró sentada frente a la ventana, en penumbras. Como hacía ya unos meses, sus ojos rojos eran prueba de un llanto constante. Él había optado desde hacía rato ignorar sus lágrimas, voltear la cara a la leve sospecha de un suspiro; la retirada, frente a un reclamo. Había optado por disolverla, pero seguía allí.

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El mes pasado la vio jugar con la comida: ¿cuántas vueltas se le puede dar a una sopa, cuantos giros a una cuchara? En silencio, sorbo a sorbo, terminó el líquido que estaba en su plato y lo llevó al fregadero. Allí, como si la esponja fuera su salvavidas, se aferró a ella y lavó los trates sucios, las ollas, hasta el piso. No quería volver a la mesa y encontrarla allí, sentada, mirando el caldo de pollo como si fuera un mar donde quisiera ahogarse, un abismo donde hundirse. Apagó la luz y salió a la calle. Volvió ya en la noche y todo estaba oscuro. No quiso despertarla, así que durmió en la sala. Desde ese día duerme allí. Desde ese día en la casa habitan dos sombras.

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La semana pasada se le olvidó el camino a casa o no quería volver. Pensó que los días eran invisibles, un presidio, una condena, un iceberg; eran un túnel oscuro que debía atravesar y en el que tenía miedo de encontrarse con ella, con su cara de reclamo, su mirada perdida, su silencio añoso. En fin, encontrarse con la dificultad de encontrarse; con ella, un simple reflejo que no le hablaba.

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Pero hoy están allí, disminuidos los dos, después de haber sido seres de grandes alas. Él se acercó a ella y la miro, y a pesar de su silencio, le dijo:

_¡Mírame!

Allí, como un calidoscopio, su cara repetida de decepción, volteó.

_¿Qué tienes? –le peguntó.

_¡Que aun estando, no estás, y me siento tan sola!

HASTA UNA PRÓXIMA LECTURA, AMIGOS