León

in #cervantes7 years ago

Hay una tierra que clama seca, dentro de ser ya meseta, llanuras y páramos que se pueden seguir en carreteras comarcales pequeñas rectas sin fin, apenas interrumpidas por un puente sobre un río que no existe que apenas se ve cañas y esos cigarros de río que antaño ornamentaban los austeros portales de las casas.

La carretera de vez en cuando se adentra en oasis de adobe con sus plazas con sus viejitos aquietados en esas plazas siempre limpias, con sus iglesias románicas con su torre bien majestuosa apuntando a un cielo limpio de nubes en las que en el momento que cae la tarde y se van apagando los ecos de la vida tranquila de los pueblos sin más aspiración que una buena cosecha de vino o de cereales con los que poder ayudar a los nietos que están en las capitales, se ve un cielo de estrellas que nada tiene que envidiar al mejor de los astrolabios.

Las noches son frías exceptuando los días más tórridos del verano, apetece estar en los patios traseros de esas casas donde disfrutaban de esas horas de solaz generaciones, interrumpidas solo por el sonido de las pipas de girasol al quebrarse y el canto de la curruca. El aire deja en estas horas de ser como la violenta ráfaga que atiende el horno cuando vas a meter una pizza, y se permite coger algo de humedad sacando los olores al adobe de las vetustas instalaciones, ese olor a paja a arcilla y excremento de bestias. Donde si afinas el oído y tienes la paciencia suficiente puedes oír los ecos de tus antepasados acarreando los sacos de grano para el ganado, el trasiego de las bestias y el crepitar de las ollas en el rescoldo del fuego donde se terminan las sopas de ajos.

En la plaza, quedan algunos jóvenes cuarentones que apuran sus chatos de vino,ese vino que sufre como la tierra del que viene dando acidez que ni los mejores estudios de biología consiguen domar, a la espera de que el letargo les haga conducirse a las casas de sus padres de sus abuelos de sus bisabuelos, el cobijo que nunca les falta y reanudar al día siguiente no muy temprano alguna chapuza con la que ir malviviendo a la espera de la época de trabajo del campo cada vez menos dependiente de la mano del hombre y más de la máquina, pero con el orgullo de lo propio.

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Por la mañana, prosigue el frescor hasta en las semanas centrales del mes de Agosto, me gusta madrugar con esa luz clara de las siete de la mañana, me gusta salir descalzo al patio y sentir la piedra fría bajo mis pies, y el silencio, ese silencio que solo pervive en los pueblos nada que ver con ese run run impertinente y acostumbrado que tiene de radio de fondo cualquier gran ciudad. Me gusta volver al pueblo, mi Comala particular, donde persisten mis raíces, donde sus pocos y casi centenarios habitantes me hacen sentirme que sigo siendo un niño aun, mientras ellos vivan son el vínculo con esa memoria esas calles.

Hablar con ellos es como hablar con un árbol milenario, me encanta la sensación de que no ha pasado el tiempo y a la vez son plenamente conscientes de cómo afecta a la vida a las nuevas tecnologías de como una máquina vendimia de noche y madrugada sorbiendo las uvas del racimo con delicadeza de nodriza sin romper ni una, con meticulosidad mecánica hace en una semana lo que era el trabajo de 300 hombres. Te hablan de cuando vendimiaban, de las madrugadas para estar en el campo antes de la salida del sol, del orgullo de hacer ellos sus propios vinos que eran apreciados en la comarca sin los conocimientos químicos que a día de hoy se estilan en los que el paso de la uva a mosto a vino al barril o la botella en su caso está todo medido programado, todo es exacto como una receta de la más fina repostería
Ese orgullo de trabajar en cuadrilla de sacar adelante una reata de hijos de que nunca faltase un plato en la mesa, de ser el primero en decir que no a un amo, o simplemente de haber vuelto vivos de una guerra en la que siendo casi niños fueron metidos a defender no se qué patrias a más de 700 kms de su casa.

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De la extraña rivalidad con los pueblos vecinos más habitados donde “hay mucha gente para trabajar y no trabajar” con socarronería y malicia de niño, memoria viva de los ancianos de pueblo. Del gusto por el pan blanco candeal, por la extraña modernidad que aun sigue siendo para ellos el aceite de oliva por el gusto por la misa diaria por verse aunque no se sea muy creyente por el orgullo de hijos todos con carrera y en la capital que en cuanto tienen días de asueto vuelven a sus raíces, vuelven al pueblo.

Por el gusto del aquel que trabajó tantos años allá por Bilbao y jubilado y con buena paga se vuelve al pueblo y sigue laborando aquí y allá en el campo para gasoil y joyas. Por ese habla, ese acento castellano que se te fija en la piel,que lo reconoces allá donde vayas por esa esencia primigenia que reconoces en sus ojos, como auténtica.

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Enorme placer leerte, gracias por compartir, el equipo Cervantes apoyando a la comunidad.

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