La perrita
Después de un despertar tardío tan propio de las fiestas navideñas, exigido por el pequeño dios felino extrañado de mi permanencia en la cama, así como de la soledad y el hueco, en estos días. Con mano torpe, busco el interruptor y la cara de sorpresa aplanada de persa contumaz ante la luz y el movimiento imprevisto de mi cuerpo. Intento acariciarlo y al minuto, en un acto de placer o rebeldía me muerde, protesto, me levanto, me cubro en un pijama de gruesas capas, propio de estas fechas y deshecho un par de calcetines agujereados y sin formas después de un año de exhaustivo uso.
La rutina de la mañana aderezada en un podcast sobre un autor teatral de éxito, el recoger lo fregado, la pausa, el estreno del pan negro de centeno aderezado con componentes salados en contraste con el amargor del café y la acidez de una naranja en sazón. A pesar de llevar los auriculares puestos, percibo un ruido, bueno realmente siempre hay ruido, tengo vecinos de diversas procedencias pero con un lugar común, su gusto por el ruido desaforado a todas horas y sin ningún reparo. Nuestros encuentros en el rellano de la escalera con el uso del ascensor, la tensión paraliza el aire, no conozco a nadie que haga un uso tan extensivo del bien común. A veces, me da por pensar en la figura de un adicto al tabaco que se engaña a si mismo comprando los cigarrillos sueltos en el chino del bloque, lo que daría sentido a tanto escapismo y caras ansiosas.
Centrándome en el tema, había algo raro en el marasmo de ruido de la mañana, era el ladrido de una pequeña mascota, en la cocina así como las carreras y persecuciones propias del cachorro del reino animal y las excreciones dinásticas propias de la reproducción más meditabunda de la subespecie, al eslabón perdido, a la que pertenecen mis desazonantes vecinos.
La presencia de la perrita, no solo añadió nuevos focos de ruido a la ya continua interrupción de la paz y tranquilidad que exige mi exacerbada figura, si no un uso más intensivo si cabe de las zonas comunes por parte de los vecinos. No hay vez que no baje ya sea a sacar la basura, o a realizar las compras necesarias para el abastecimiento normal de una casa que no me la encuentre. De tanto encuentro, me resigné y dio lugar a una aceptación del mal, como si fuera un juanete que hubiera desarrollado mi pie, con el uso y con los años.
A veces la veía fumando, a la vecina, fumando furiosamente mientras paseaba a la pequeña pero creciente mascota, esas vahadas de humo que la asemejaban a una locomotora con exceso de vagones, dio paso a silencios prolongados y grandes pasos al oído de un móvil de reflejos plateados ante el cual, nunca le vi dar respuesta. El tiempo fue pasando, el largo invierno que siempre nos pilla de sorpresa, dio paso a días más cálidos pero aún sumergidos en el escaso sol que nos corresponde por fechas a este lado del hemisferio.
Coincidimos en el rellano de la planta baja, esperando el ascensor, di un discreto buenas tardes, que eran ya más noches por lo avanzado de la hora, presentaba un aspecto curioso la vecina, con el pelo mojado, con un intenso olor a salitre que inundaba toda la escasa estancia que da a ceso a la puerta de seguridad del elevador de marras, en un rápido vistazo, constaté el intenso contraste entre una cara perfectamente maquillada y con labios perfilados en rojo intenso, con un el olor a sal y la camiseta larga y pantalones cortos aun humedecidos por la reciente venida de la playa.
Pensé que las urgencias de la perrita, no le habían dado lugar a cambiarse de ropa, ducharse o lo que correspondiese y había optado por un arreglo coqueto para pasear al animal. Le abrí cortésmente la puerta del ascensor, va un piso por arriba, la dejé entrar, la mascota primero de forma nerviosa, después ella con movimientos torpes, me dio tiempo a visuar durante un breve instante la absoluta perfección áurea de sus nalgas contra el short que apenas podía contener esa naturaleza. El resto, lo que pasó en el ascensor, forma parte de la historia, me acordé del tiempo relativo de Einstein, nunca se me hizo tan desasosegante cuatro pisos con una entreplanta, su cercanía su olor a fruta en sazón y el roce frío para nada involuntario de sus pezones afilados por noches de hambre de hombre y el frío aun residente del mar, dio lugar a una erección para nada involuntaria que le hizo esbozar una sonrisa, justo en el instante que musité un apresurado hasta luego y salí huyendo del ascensor al refugio de mi casa.
Me costó respirar después de ese encuentro que desembocó en una furiosa masturbada en la soledad del baño, la ducha y la relajación posterior en el sofá, ahora, sigo con interés los ruidos de la casa, esperando que cesen, con la esperanza de oir sus pasos bajando la escalera, suplicando casi que el siguiente ruido sea el pulsador de mi timbre.