Acto I

Primeramente apagaron con negro vino la parte de la pira a que alcanzó la llama, y la ceniza cayó en abundancia; después recogieron, llorando, los blancos huesos del dulce amigo y los encerraron en una urna de oro. (Homero, Ilíada. Canto XXIII.)

Fuente

No queda nada, mi mundo se desvanece, solo la huida, cuando culmine el amanecer, cesarán mis pasos, seré descubierto por mis semejantes, que pondrán fin a esta vida presa de los desvaríos. Cuando el sol, termine de arrancar la húmeda escarcha de la noche que fue mi refugio para mi maléfica estampa. Dormiré, sin saberlos ellos, los dadores de vida, la noche de las mil noches, pero ya no habrá sombras, la oscuridad, será mía.

Me siento en un recodo del camino y alcanzo un puñado de hojas caídas, plenas de humedad, de olor, de muerte. Aspiro su perfume, es la misma esencia de la creación, el perfume putrefacto de la muerte que propicia la vida, en el ciclo eterno... Yo fui el palo en la rueda, apenas unos instantes, unas determinadas horas, lo suficiente para sentir la importancia del destino, sentirme parte de algo que generaba vida, por la misma destrucción que llevaba acarreada.

Sonreí, un último suspiro, y mi pensamiento se derramó sobre las hojas, como una tibia leche, recién mamada.