San Vicente de la Barquera, Juan Salvador Gaviota y la soledad de ser diferente

in #spanish7 years ago

‘Al verdadero Juan Gaviota, que todos llevamos dentro’.
[Richard Bach]
Volví a coincidir con Juan Salvador Gaviota en el puerto de San Vicente de la Barquera, un hermoso amanecer de otoño, que por sus inusuales características a la gente le dio por llamarlo ‘veroño’, cuando el sol apenas despuntaba por el horizonte y en su bostezo dibujaba mariposas de alas doradas sobre la superficie de un mar en calma, que de alguna manera me recordaban –reconozco que es una manía odiosa, ésta de las comparaciones- el mar de aceitosa calma chicha sobre el que flotan las lamparillas que se encienden en la víspera de la Noche de Difuntos, a modo de lima con la que atacar los barrotes de la prisión del Purgatorio y ayudar a alguna ánima prisionera a recuperar su libertad. Como ocurre con algunas personas, incluso él, aun siendo gaviota por decreto y ley de nacimiento, parecía estar poseído por el síndrome de Peter Pan; es decir, que continuaba siendo, reiterada y comparativamente hablando, ese puer aeterno, soñador y rebelde –con o sin causa-, que independientemente de haber nacido con el supremo don de volar sin necesidad de pagar el peaje de un pensamiento alegre, se negaba por completo a crecer, evolucionando no obstante por su cuenta, siempre lejos de las consensuadas consejas de la aburrida bandada. Amaba la libertad –o eso al menos afirmaba, tal vez como consuelo conmiserativo para justificar la soledad que proporciona ser huérfano de la incomprensión- y como el desventurado Ícaro, acostumbraba a decir, con esa determinación que da una masculinidad seguramente mal entendida o mal asimilada, que su afán, una vez superados los secretos de la dinámica del vuelo sobre la Tierra, era llegar a tocar la Luna, el Sol y las Estrellas con la punta de sus alas, sin importar si éstas o su pico o las elegantes plumas timoneras de su cola terminaran irremediablemente chamuscadas. ¿Creía Juan Salvador Gaviota en la leyenda de su pariente el Ave Fénix?. Yo me atrevería a decir que sí, si bien las gaviotas mayores, según pude entender en conversaciones anteriores –si no recuerdo mal, creo que el tema salió a colación la última vez que nos encontramos, en el faro de Luarca-, conservaban su actitud retrógrada y apenas sabían o querían responder sobre cuestiones de metafísica, siendo sus razonamientos –si como tales, podemos suponer una plática intrascendente incluso entre gaviotas-, una convencional disertación, carente por completo de imaginación, acerca de cuál sería la mejor técnica para escamotear sardinas a ras del costado de estribor, burlando las insufribles redes del pescador.
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Puer aeterno, pues, y por defecto incorregible, Juan Salvador Gaviota solía compaginar mejor con personajes ajenos a su propia especie, siendo destacable, dentro de su aparentemente feliz estado, ese analfabetismo utópico –o bendito, si lo prefieren- de no saber distinguir –ni falta que le hacía- entre autóctono y foráneo. A tal respecto, él siempre decía que a quien es capaz de volar alto, todo le parece un monumental conjunto, en el que entran tanto hombres como gaviotas, sin importar el color, que a fin de cuentas, desde ahí arriba, apenas se distingue.
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No lo vi durante mi paseo matinal por aquél largo puente de piedra, que separaba la ría del puerto y donde ya acudían en bandada sus congéneres, supongo que con la intención de gratificarse con un suculento desayuno, mendigando la carnaza sobrante de los barcos pesqueros que se disponían a partir hacia alta mar. Un puente, por añadidura, que aunque lo cruzaban diariamente multitud de peregrinos que se aventuraban hacia Santiago siguiendo los rudos senderos del denominado Camino del Norte, no tenía en su orgullosa esencia, al parecer, el honor de haber sido levantado por pontífices de categoría, como Domingo de la Calzada o Juan de Ortega, ni tampoco disponía de esa joroba de dromedario que suele caracterizar a los puentes de época medieval del Camino, como aquél que se levanta sobre el río Arga, en la interesante población navarra de Puente la Reina, donde coinciden los caminos que se dirigen a Santiago y al decir de los simbolistas –y esto sí que es hablar en metáfora-, que se asciende hacia el cielo para luego descender otra vez a la tierra. Claro, que dudo mucho –y estoy seguro de que Juan Salvador Gaviota hubiera estado de acuerdo conmigo-, que si alguien tuviera la posibilidad de ascender al cielo, sintiera ganas después de bajar otra vez a los insufribles infiernos de la tierra.
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Recuerdo que Eos, la Aurora, hacía rato que se había retirado de su ventana, situada, me pareció –aunque, quizás lo imaginé-, a ras del horizonte, en ese supuesto limbo que parece existir entre el cielo y la tierra o entre el cielo y la mar y el Sol, poderoso e invictus -como cuando deslumbró a Saulo y a Constantino, regalándole la conversión a uno y el in hoc signo vinces al otro-, ascendía como un meteoro por encima de los muros del santuario de la Virgen de la Barquera, quien es de suponer que estaba todavía velando el sueño del Niño que mantenía tiernamente en sus brazos, allá, en el altar, mientras varios angelotes empujaban la barquita marinera, que la tarde anterior, cuando entré por primera vez en el santuario, me pareció tan humilde y descascarillada como muchas otras que había visto fondeadas en la ría, tal vez pidiendo a gritos una migaja de atención.
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Sentado en la terraza del hotel, con amplias vistas al puerto y a la ría, contemplaba los restos de café mezclados con azúcar, que reposaban en el fondo de la taza, preguntándome si esa forma, que parecía una mariposa emborronada -¿han hecho alguna vez un test psicológico, en el que ladinamente se les pregunta: what is this?- tendría algún significado mántico, como podría sugerir algún quiro-posólogo profesional, pero me despreocupé de enturbiar el día con pensamientos de anticipación, cruzando los dedos –debo de pensar que instintivamente, porque no vi que ningún gato negro se cruzara en mi camino-, dejándome llevar por el sanchopanzesco refranillo de que ojos que no ven, corazón que no siente. Me percaté, entonces, de que tanto los barcos pesqueros que estaban amarrados al lateral de la dársena del puerto, como la bandada de gaviotas que náuticamente permanecían a su vera como gabarras liliputienses dispuestas a ayudarles en la salida sin la necesidad del engorroso práctico, habían desaparecido, es de suponer que mar adentro. Entonces fue cuando lo vi: era él, sin duda. Iba a decir solitario como siempre, pero el pensamiento se ocultó detrás de las bambalinas del hemisferio racional de la mente, cuando vi que un viejo corsario de mar, un cormorán de piel oscura y algo desgreñada, como la melena ensortijada de esos leones que los canteros románicos esculpían en los vanos de los pórticos para atemorizar al personal, evolucionaba detrás de él, aunque, al parecer, sin maliciosas intenciones. A Juan Salvador Gaviota no parecía importarle, y cosa extraña, lejos de sorprenderme, creí comprender: después de todo, al final hasta el más solitario de los seres está condenado, para bien o para mal, a encontrarse con su complementario.
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Se preguntarán, quizás, cómo lo reconocí. Cómo supe que era él, mi viejo amigo Juan Salvador Gaviota. Se lo diré: por la cicatriz de su pico. Antes de marcharme yo también, supuse, mientras los veía alejarse mar adentro, que la vida, después de todo, deja siempre su huella, de la misma manera que el bodeguero planta la denominación de origen en sus botellas. Y que bien mirado, una cicatriz es como una bendición: te acerca un poquito más al Jardín de Sophia. ¿Volveremos a vernos?, -pensé cuando le di la espalda al puerto, al mar y al amigo que se iba. Luego, encogiéndome de hombros y siguiendo mi camino, me dije a mí mismo: seguramente.

Bibliografía recomendada: Richard Bach: ‘Juan Salvador Gaviota’, Editorial Pomaire, S.A., Barcelona, 1972.

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Juan Salvador Gaviota, mi primer libro, Richard Bach mi autor preferido de la infancia! Gracias por compartirlo @juancar347

Gracias a ti. Juan Salvador Gaviota no sólo fue un buen compañero en mi juventud, sino que muchas veces me sigue acompañando cada vez que siento la llamada de la libertad y la aventura y cojo, como se suele decir, carretera y manta. Saludos cordiales

hi @juancar347 this place is very romantic

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Aplausos. No se me ocurre qué más decir.

Gracias, de verdad.


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