Ray Bradbury, las Crónicas Marcianas y el sueño de una tarde de verano

in #spanish7 years ago (edited)

Verano de 2017. Ray Bradbury, Edgar Allan Poe, Howard Phillips Lovecraft, Lord Dunsany, Mary Shelley, Goethe y algunos otros centenares de reos políticos del Realismo, han sido finalmente indultados, sus nombres readmitidos en los grandes catálogos editoriales y sus obras rehabilitadas, reimpresas y puestas a disposición del público en todas las librerías y los grandes almacenes. Las clandestinas librerías de viejo, lideradas por los libreros de la Cuesta de Moyano, engalanados con sus batas nuevas de carpintero, han sacado del armario escobas y plumeros y liberando de su prisión de polvo, telarañas y enmohecidas paredes de cartón roídas por los roedores las antiguas ediciones, incunables incluidos, esperando impacientes la afluencia de soñadores, toda vez que el Gobierno, motivado por los grupos de la Oposición y aprobadas las correspondientes reformas en el Ministerio de Cultura y Buenas Costumbres –que con carácter retroactivo y con fecha 1 de agosto, pasará a denominarse Ministerio de Objetividad Fantástica y Clásicos Necesarios, cuyo eslogan a partir de dicha fecha será: sea objetivo, ponga un clásico fantástico en su vida y échese a soñar-, ha aprobado un Decreto Ley en el que se compromete, expresamente por escrito, amén de por activa y por pasiva, a liberar a los soñadores encarcelados, dar rienda suelta a la imaginación y no ejercer presión sobre el libre albedrío de la lectura y la creatividad literaria. Una orden especial de dicho decreto –publicado en todos los Boletines Oficiales, incluidos los de las diferentes comunidades-, ha sido oportunamente entregado, también, en la sede central del Ministerio de Interior, por lo que se suspenden las redadas, prohibiéndose expresamente a los bomberos la quema indiscriminada de cualquier ejemplar, sea éste de la índole que sea. Así mismo, entre las disposiciones incluidas en el Real Decreto, constaba una en particular, que obligaba a habilitar salas especiales en todos los colegios y bibliotecas públicas.
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En alguna parte de los suburbios, un soñador abrió los ojos, cegado momentáneamente por la claridad solar que se colaba de rondón por la ventana abierta. No estaba seguro de que fueran reales esos pájaros negros, mirlos tal vez, que se atusaban las alas levantando la tierra reseca de los tiestos con las finas uñas de sus patas. Ni tampoco de que el gato, negro a su vez como una noche sin luna, hubiera ascendido hasta la primera rama del viejo olmo, dejando la señal de sus garras en la quebradiza corteza del arrugado tronco. Hacía calor, tanto, que en ese momento previo al despertar, cuando las legañas tienen la consistencia y el color lechoso de ese líquido exfoliante llamado Emuliquen, tuvo la sensación de que estaba en Marte, aunque no veía el cohete por ninguna parte y cuando sus ojos se acostumbraron a la luz, recordó que ese cuarto, pequeño, desordenado y lleno de libros, que le confería como propietario todas las papeletas para recibir el distinguido galardón del síndrome de Diógenes, era el suyo. Instantes después, reparó en el libro que yacía entreabierto a los pies de la cama: las Crónicas Marcianas de Ray Bradbury.
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Después de prepararse un café y esperar a que la cafeína, amarga pero eficaz, alejase los últimos influjos de las visiones que según Homero los dioses enviaban a los hombres a través de los sueños por el denominado cuerno de marfil, reparó en una pequeña telaraña, que ocupaba, cual hamaca en el jardín, los escasos centímetros que separaban la parte superior de la biblioteca de la esquina de una pared, cuyo color blanco original hacía tiempo que brillaba por su ausencia. A falta de plumero, observó el trapo que descansaba, acumulando polvo, encima de los viejos vinilos y aunque su primera intención fue la de destruir de un plumazo aquélla pequeña obra maestra de ingeniería animal, se contuvo, al menos el tiempo suficiente como para recordar la indignación del arqueólogo Jeff Spender después de examinar una ciudad marciana y constatar que la varicela había terminado con la vida de todos sus habitantes, al igual que la viruela lo hizo con buena parte de los indios americanos de las praderas. Era la cuarta expedición, y aunque tampoco habían encontrado rastro de las expediciones anteriores, sintió una oleada de indignación hacia el ser humano. Sólo el hombre era capaz de matar a la vida, pues sólo en él coincidían, con una precisión milimétrica, los estigmas determinantes de la muerte.
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Miró hacia otro lado, lejos del trapo y su magnetismo homicida, apurando el café de un sorbo. Depositó cuidadosamente el libro sobre la almohada de la cama –cuyas arrugas todavía recordaban algo parecido a la silueta de su cabeza, como si se tratase de algo similar a ese efecto Síndone que había hackeado el cuerpo de Cristo-, y cogiendo el mechero y uno de los cigarrillos que descansaban junto al ordenador, se encaminó descalzo y con el pantalón corto caído por debajo del ombligo, hacia la ventana del cuarto de aseo. Desde allí, por mucho que lo intentara, era imposible ver las estrellas. De hecho, parecía como si por esa parte de la caja de cerillas que habitaba, la luna fuera la única que respetara el cartel de “prohibido el paso, propiedad privada”, dando un oportuno y considerable rodeo. Se dejó llevar por el efecto mariposa de las volutas de humo, preguntándose cómo serían, en realidad, los marcianos, caso de existir o de haber existido alguna vez. Tal vez no muy diferentes a nosotros y dotados, cuando menos, de un fascinante espíritu marinero, si había que considerar las descripciones de Bradbury, teniendo en cuenta, por supuesto, esa costumbre “tan marciana” de recorrer los inmensos canales en hermosas naves de vela. Bradbury afirmaba, también, que eran telepáticos. ‘Como los gatos, según Lobsang Rampa’, pensó, observando con atención aquél ejemplar callejero de piel atigrada, que ocultaba sus deposiciones detrás de uno de los setos del descuidado jardín, excavando con milimétrica precisión. Tan descuidado, que todavía una considerable alfombra de hojas muertas, retorcidas y ennegrecidas –qué casualidad, cómo los cuerpos de los marcianos atacados por la varicela-, recordaban miserablemente el paso del otoño y el repaso de esos grupos de exterminio –metafóricamente hablando-, que son las lluvias, las escarchas, las nieves y los gélidos vientos del invierno.
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En Marte, al parecer, también había cierzos; vientos indómitos que descendían de cumbres similares a las del Moncayo, pero que en lugar de nieve, arrastraban arena. Toneladas de arena que, inexplicablemente, no convertían el agua de los canales en infectos cenagales, hábitats ideales para los mosquitos, que después de un tiempo relativo de gruñir encabritados, desaparecían tan repentina y misteriosamente como habían llegado. Y a propósito de mosquitos, ‘¿cómo serían éstos?’, se preguntó, fallando el intento de aplastar a aquél persistente vampiro, que ágilmente evadió el golpe, escapando por la ventana abierta, de manera similar a como emprendía la huída el Drácula de Bram Stoker, toda vez que sorprendido, adoptaba la forma de murciélago. Bradbury no lo especificaba. En realidad, la cuarta expedición, llegada a Marte en el año 2001 –cuando apenas comenzaba la odisea espacial y la cita con Rama, de Arthur C. Clarke- y comandada por el capitán Wilder –no pudo evitar recordar, que ese papel lo interpretó Rock Hudson en el cine, antes de que otro virus más letal que la viruela y la varicela juntas, le frustrara soñar con regresar a Marte en una segunda parte de las Crónicas-, se saldó con varios muertos, no obstante después de que los humanos comprendieran algo más de la civilización marciana, aunque antes de que Spender, el arqueólogo se convirtiera en homicida, terminara con algunos de sus compañeros y muriera, cual último mohicano, protegiendo los derechos de una ciudad y una civilización muertas.
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Recostado en la cama, de nuevo con el libro entre las manos –el pecho, donde ya se adivinaban algunas nieves que vaticinaban la proximidad del invierno biológico, comenzaba a exudar como un pequeño géiser de Yellowstone- abrió el libro por el capítulo responsable de su ensoñación –Abril de 2005. Usher II-, y se deleitó repasando por segunda vez la maravillosa venganza del señor Stendhal -¿se inspiraría Bradbury en el autor de Rojo y Negro y La Cartuja de Parma, enfrentando su realismo con el genio sobrenatural de la imaginación de Edgar Allan Poe?-, cuando su alma, mortalmente herida por haber perdido su mayor tesoro, su biblioteca, decía así:
'...¿Cómo pude pensar que usted conoce al bendito señor Poe?. Murió hace mucho tiempo, antes que Lincoln. Quemaron todos sus libros en la Gran Hoguera. Hace ya treinta años...en 1975.

  • Ah -dijo juiciosamente el señor Bigelow-. ¡Uno de aquéllos!.
    -Sí, Bigelow, uno de aquéllos. Allí ardieron Poe y Lovecraft y Hawthorne y Ambrose Bierce, y todos los cuentos terroríficos y fantásticos, y con ellos los cuentos del futuro. Implacablemente. Se dictó una ley. Oh, no era casi nada al principio. Un grano de arena en 1950 y 1960. Primero censuraron las revistas de historietas, las novelas policiales, y naturalmente las películas, siempre en nombre de algo distinto: la política, la religión, los intereses profesionales. Siempre había una minoría temerosa de algo, y una gran mayoría temerosa de la oscuridad, del futuro, del presente, temerosa de sí misma y de su propia sombra...'.
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    Cuando cerró el libro, para encaminarse por segunda vez al cuarto de aseo con un cigarrillo entre los dedos, no pudo evitar sorprenderse, al recordar las palabras de Scotty, el periodista de ese formidable clásico de las pantallas cinematográficas, El enigma de otro mundo, película producida por Howard Hawks: ‘Allá donde os encontréis, mirad al cielo. No dejéis de mirar al cielo…’.
    ‘Cierto –murmuró para sí mismo. Y exhalando una nueva bocanada de humo, añadió: pero tampoco hay que perder de vista la tierra’.

Bibliografía: Ray Bradbury: ‘Crónicas Marcianas’, Ediciones Minotauro. Sexta edición, Barcelona, mayo de 1982.

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