Peter Pan estuvo aquí o una historia de la Sierra de la Demanda (Primera Parte)

in #spanish7 years ago

Según Cunqueiro, fue el poeta francés Apollinaire quien puso de moda la expresión ‘el Diablo es un fatigado melancólico, con largas horas taciturnas’, si bien, y en honor a la verdad, ignoro, por mi parte, qué ocurrente poeta anónimo le añadió aquélla coletilla, bien conocida por todo el mundo, de que ‘con el rabo mata moscas’. Quisiera pensar, en estos momentos en los que la aurora y el sol acaban de asistir al vía crucis de la despedida –que por cierto, es el mejor momento, según Platón, para meditar- y los rotativos de los periódicos duermen por unas horas el sueño de los justos, en espera de las nuevas noticias –que no serán tan nuevas, sino poco menos que las mismas de ayer, y de antes de ayer y del año pasado por estas fechas o fechas parecidas y que cuando vuelvan a convertirse en tinta al día siguiente, estarán secas con el polvo del pasado- que nuestro anónimo ocurrente, perteneciera a esa bendita casta llamada ‘pueblo’ –y lo digo, lejos de cualquier pretensión podemita-, que decía verdades como puños, sin preocuparse por la métrica y sin importarle, tampoco, ser candidato del sambenito del qué dirán, que suele ser el muñeco de inocente-inocente que se reservan aquellos que creen saberlo todo y mejor que los demás, convencidos de que el pueblo, simplemente por ser pueblo, además de analfabeto es tonto y por añadidura, bruto. ¡Ave, César!. Quién sabe, quizás fuera también él quien inventó –que el lenguaje en este país, como la poesía de Alberti, pienso que resulta o puede resultar, así mismo, un arma cargada de futuro-, aquello de que ‘a buen entendedor, pocas palabras bastan’. Y si tú, amigo lector, has sido capaz de llegar hasta aquí –permíteme un aplauso de agradecimiento-, te animo a continuar, y además te invito a que me acompañes por un pequeño –y seguramente tengas razón, pensando que breve- viaje por una zona muy particular, por ese viejo Neverland o Nuncajamás, que figurativamente es la Sierra de la Demanda.
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Por Demanda, ya te advierto, que habrá quien diga que el calificativo le viene a la Sierra de antiguos pleitos, cuestiones de lindes por las que los aldeanos –aquí y en cualquier país- pondrían los bemoles encima de la mesa, defendiendo con saña un metro cuadrado de tierra que en muchos casos no lo querrían ni las hormigas para hacer en él su hormiguero. Yo prefiero ser más romántico –llámeseme soñador, incluso- y seguir las huellas de ciertos caminantes, de bota vieja y mirada penetrante, capaces de leer las señales del Camino, con la misma habilidad con la que antiguamente los navegantes adivinaban su rumbo posando los ojos en las estrellas. Uno de tales caminantes, entusiasta teósofo y poseedor de un agudo sexto sentido para olfatear el misterio con la habilidad con la que el lebrel sigue el rastro hasta la madriguera del conejo, fue Mario Roso de Luna. De hecho, y a pesar de ser uno de los primeros que identificó a esta Sierra como de la Demanda del Santo Grial, sus antecedentes habría que remontarlos, cuando menos, a esos misteriosos siglos XII y XIII cuando –yo me atrevería a decir, que coincidiendo sospechosamente con el establecimiento de la Orden del Temple en la Península-, comenzó a surgir –seguramente desde las profundidades de ese inconsciente colectivo, del que C.G. Jung fue lo que Scott o Roald Amundsen para las exploraciones de la Antártida-, un tipo de literatura muy especial, que proclamaba un cristianismo en el que estaban asociados elementos paganos y gnósticos, que supusieron algo más molesto que un simple orzuelo en el ojo avizor de un halcón, que por entonces era ya la Iglesia de Roma: los Ciclos del Grial.
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En esa literatura –que supondría un excelente cenote de inmersión para la psicología moderna (1)-, se hablaba también de iniciaciones y de lugares de iniciación, cuya localización estaba sujeta a una simbología arquetípica cuyas claves había que ir ‘descubriendo’, de forma similar a las etapas que está obligado a realizar el peregrino para obtener las credenciales, una vez llegado a Compostela, pero eso sí, con la diferencia de que éste otro Camino –que por aquél entonces, se denominaba queste, búsqueda o demanda-, era mucho más complejo, más subterráneo, más difícil de alcanzar, y por supuesto, en absoluto reconocido, al menos oficialmente. Curiosamente, en ocasiones, los lugares de la Queste o de la Demanda del Santo Grial coincidían con algunos de los lugares del Camino jacobeo, pudiendo citarse, como ejemplos relevantes, la Merindad de Losa, en el norte de Burgos, donde el peregrino medieval asistía a la licuefacción de la sangre de San Pantaleón –fenómeno que en la actualidad se repite en el monasterio de la Encarnación, de Madrid, lugar en el que se depositó en tiempos la ampolla con la sangre del santo-, y el pueblecito lucense de O Cebreiro, donde todavía se conservan el cáliz y la patera donde se produjo el milagro de la transfiguración eucarística, por la que el vino y el pan se convirtieron en la sangre y la carne de Cristo en castigo de un párroco incrédulo, y de donde se dice, además, que se inspiró Richard Wagner para el Montsalvat de su ópera Parsifal.
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Barbadillo del Mercado, es uno de tantos pueblecitos que se encuentra a pie de la carretera nacional 234, que conecta Burgos con Soria. En un primer vistazo, cualquiera podría pensar, que después de todo, Barbadillo no destaca mucho de los otros pueblos que ha ido dejando atrás en su camino. Y quizás, objetivamente hablando, así sea en realidad. Pero objetiva y a la vez subjetivamente hablando también, Barbadillo del Mercado, a diferencia del resto, cuenta en su haber histórico con el honor de formar parte de otra leyenda, así mismo relacionada con las historias del Grial: la de los Siete Infantes de Lara. Feudo de Doña Lambra fue aquí donde se gestó la desgracia de los infantes, cuando ésta, en complicidad con Ruy Velásquez –algunas fuentes lo citan como marido, si bien otras la hacen segunda esposa de Gonzalo de Lara y por lo tanto, madrastra de los infantes-, urdieron su desgracia, como pago a una supuesta afrenta. Fuera o no verídica ésta, parece ser que la ira del patriarca de los Lara -¿he de recordar, que el mismo apellido llevaba Ginés, el que se supone que fue el último templario del monasterio soriano de Santo Polo y terminó sus días precisamente aquí, en lo más inaccesible de la Sierra de la Demanda, tal vez en el convento de Alveinte, en cuyas ruinas todavía hay quien dice oir, arrastrado por el viento, el viejo dicho: ‘templario, qué hiciste que Alveinte viniste’?-, fue terrible y en el centro del pueblo, allí donde todavía se levanta el rollo o la picota medieval donde se impartía justicia, se repitió la historia de Jesús y la mujer adúltera, con la diferencia de que éste no apareció para decir aquello de que quien esté libre de pecado arroje la primera piedra y la ‘adúltera’, en este caso –para descanso del sufrido colectivo femenino-, no fue, si no, el susodicho Ruy Velásquez, que pagó su osadía con la vida, de manera tan violenta y macabra. Cuenta la leyenda –que por la cantidad, calidad, variedad y gusto España hay que reconocer que tiene un tesoro-, que Doña Lambra murió ahogada en la Laguna Negra, aunque por desgracia no especifica si su espíritu quedó como ama custodia del peine de oro de la ninfa que perseveran los de Vinuesa que mora en sus profundidades, ni tampoco si su espíritu acompaña al espíritu del desdichado Alvargonzález, asesinado y arrojado a las frías aguas por sus criminales hijos.
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Fuera del casco urbano y más cerca de ‘una montaña desnuda y gris, pared plomiza poblada de matorrales y carrascas’ –descripción oportunamente birlada a don Ramón Menendez Pidal, si bien éste no debió de conocer los viñedos que hay actualmente-, lo más interesante y con el añadido personal de que observándola se tiene la sensación de que el tiempo se hubiera detenido en un oscuro e indeterminado momento, una ermita solitaria, la de San Juan, proclama a los cuatro vientos que la baten, su derecho a llamar la atención, siendo uno de los elementos históricos más antiguos de la zona y por afecto o por defecto de su aparente humildad, uno de los más interesantes también. Por su forma, teniendo como marco esa montaña ‘pidaliana’ pelada y gris y ejercitando el derecho a echar mano del comodín de la imaginación, podría pensarse en un oportuno monte Ararat al pie de cuya ladera y después de inciertas vicisitudes, un arca hubiera encallado para el resto de su vida.
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Hermética –que del galgo Hermes le viene el collar- y cerrada a cal y canto, recuerdo que la primera vez que la vi, especulé sobre la posibilidad de que sus proporciones –número áureo incluido- no reprodujeran, a escala natural, las medidas del Arca de la Alianza que se supone que se agenciaron las legiones de Tito –Josefo, dixit- cuando arrasaron Jerusalén y no dejaron títere con cabeza en el famoso Templo de Salomón. Luego me dediqué a observar esos impresionantes sillares, hábilmente dispuestos, a los que incluso respetaban el musguillo, los rastrojos –que algunos llaman malas yerbas y yo no observo en ellos maldad, sino, quizás una falta de utilidad- y alguna lagartija, que sin duda adormecida por el sol, no había tomado la precaución de coger las de Villadiego y colarse por algún huego dejado por la emigrante argamasa, haciendo suyo el dicho atribuido a Napoleón Bonaparte, referente a que una retirada a tiempo es una victoria. Pasé los dedos por la rugosa superficie de la piedra, costumbre que adquirí hace algunos años, cuando comencé a pensar que la piedra al igual que la corteza de los árboles, podía llegar a tener alma y ser un estupendo transmisor de sensaciones. No hubo chispazo, ni flash, ni corriente alterna a la que parecen tan aficionados los videntes, pero también es cierto, que la piedra quizás no contuviera el cuarzo suficiente como para constituir una imaginaria bola de cristal. Había, pues, que ‘hablar’ con ella manteniendo una prudencial distancia. O como se diría hoy en día cuando una proximidad no nos parece conveniente: dejando correr el aire.

(1) De hecho, hay una obra fundamental en este sentido, escrita por Emma Jung y Marie-Louise von Franz, que no tengo ningún reparo en aconsejar: ‘La leyenda del Grial desde una perspectiva psicológica’, Editorial Kairós, S.A., Barcelona.

Fin de la Primera Parte

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Yo también toco las piedras, suelen decir cosas. Qué cómodo es eso de"cosas" sirve para todo.

Ya lo creo que sí. En cuanto a las piedras, a veces hace falta más que un toque para despertar el genio que tienen dentro. Ocurre como con la Musa, son celosas de su secreto y no cantan a la primera de cambio.

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