La Taberna de Flandes (Reposición)

in #spanish7 years ago

Jean Ray, fue uno de esos curiosos personajes marginales, que aparentemente y según él mismo relata, hizo de todo en su vida –marino, contrabandista, delincuente a tiempo parcial y un largo etcétera de actividades transgresoras- antes de descubrir –a la vejez viruelas, todo sea dicho y tomen nota porque nunca es tarde si la dicha es buena- su faceta de escritor. Una faceta, seamos sinceros, en la que no brillaba, precisamente por el estilo de su escritura, pero que en compensación tenía el don de mantener en vilo la atención del lector con sus relatos, la mayoría de ellos ambientados en los bajos fondos adyacentes a ciudades como Brujas o Hamburgo. Unos bajos fondos, generalmente asentados a la vera de esos verdaderos pasajes para la aventura que son los puertos, donde al calor de unos barrios miserables y de unos callejones que se deshacían a pedazos entre nieblas perpetuas, sombras infinitas, miserias humanas transformadas en espeluncas e imprevisibles puertas a otras dimensiones –por favor, no se lo casquen a Iker Jiménez-, se desarrollaban todo tipo de historias fantásticas, que a medida que el lector iba devorando, conseguían, qué duda cabe, despertar de su plácido letargo a los leones de la imaginación, por añadidura instintivamente dotados con un apetito voraz por lo sobrenatural. Tal vez se deba, no a que la Musa fuera especialmente dadivosa con él y le favoreciera con uno de sus dardos dorados, sino a que, después de todo, no sería gratuito suponer que la vida termina abriéndose camino también por los meandros insondables de la psicología y el hombre, por muy complejo que se crea o aspire a creerse, no deja de ser un animal previsiblemente fácil de entender, siquiera sea a fuerza de costumbre –que por algo hay un refrán que le achaca ser el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra-, que necesita beber continuamente de la fuente de la fantasía, como método de evasión de la oscura prisión en que le mantiene prisionero esa carcelera sin piedad, que en muchas ocasiones es la acidia cotidiana, por mucho que en la Edad Media se refirieran a ella como el demonio Meridiano. Lejos de sus encantos particulares –esos que se adornan profesionalmente y con esmero inaudito para atraer la atención del turista y robarle legalmente la cartera-, puedo llegar a suponer que Brujas, como cualquier otra ciudad europea de reconocida antigüedad –qué diablos, intentemos ser objetivos, ya que no poseemos el don supremo de la justicia y la exclusividad, y digamos por qué no mundial-, guarda con celo y alevosía multitud de secretos, lejos de los circuitos comerciales y su aburrido carrusel de golosinas culturales concertadas.
DSCN8377.JPG
Sin ánimo de comparar –que hay tendencias odiosas, que terminan convirtiéndose por defecto en un feo hábito-, esta geróntica piel de toro que es nuestra –y por invitación, extensión y deseos de favorecer un turismo sano, exento de los excesos ibicencos, por ejemplo, la suya- cuenta, en su honroso vademécum de haberes y de teneres, de débitos y de réditos, con numerosas ciudades fundadas a la vera del polvo dejado por sandalias de dispar procedencia y singular oscuridad espiritual, tengan éstas puerto o no, si bien sería de justicia reconocer en muchas de ellas un río –que a fin de cuentas y cínicamente hablando, podría considerarse como otro charco que vadear-, que suple de alguna honrosa manera tan significativa carencia. León –y perdónenme que no sea la primera vez ni tampoco será la última que hable de ella-, es una de tales ciudades. Sería una estupidez continuar, echando mano de ese aforismo maquiavélico de ‘ciudad abierta’, descubierto posiblemente por Hollywood en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial para referirse a ciudades como Roma o París, puesto que todas las ciudades lo son, salvo que se vean afectadas por alguna inoportuna e imprevisible cuestión, por regla general, atribuible a la estupidez humana, que créanlo, existe y en algunos lugares, podría decirse que en proporciones desorbitadas. Pero sí podríamos decir, que León es una ciudad que invita a ser transgresor con los silencios de las guías oficiales y descubrir –ojos y pies, para qué os quiero- sus miserias infranaturales con esa estrecha y orteguiana relación que existe entre el ego sum y su circunstancia, que indudablemente nos acompaña como una segunda sombra desde el mismo momento de nacer. Es decir, solo o acompañado, vestirse con el traje de la audacia –no tengo nada que objetar, si alguien prefiere la indumentaria de Indiana Jones, siempre y cuando deje el látigo bien aparcado en el armario de su casa- con el único deseo explícito en la mente de colarse de rondón en las fronteras de ese universo paralelo, subliminal, rastrero, escurridizo, bohemio y no siempre fácil de encontrar al que Jacques Vallée, un francés al que le fascinaban ‘esas cosas que se ven en el cielo’, bautizó hace muchos años como Magonia.
DSCN8300.JPG
Magonia, en el tema que nos ocupa, vendría a ser algo así como la manzana que la vieja serpiente pone en el camino del justo para compensar el exceso de santurronería con el que se pretende anestesiar, de cara a la galería discreta, unos defectos que son tan naturales como la vida misma. Tal vez me tachen de indiscreto, o en el peor de los casos de visionario, pero todavía no he conocido una ciudad que no tuviera un lugar miliciano, un foco de resistencia frente a la robótica restauradora del márketing moderno, en cuyo interior no permaneciera, felizmente aprisionado, el demonio familiar de la vieja escuela: ese que ayudó en sus tesinas, a famosos libertinos como el poeta François Villon, e inclusive puede que fuera el mismo que le sugirió el remedio de la escopeta a Hemingway en ese momento de debilidad en el que supo que las campanas doblaban por él. ¿Han leído El diablo en la botella, de Robert Louis Stevenson?. Pues imaginen que la botella de Stevenson, es la pequeña taberna de la que quiero hablarles tras este largo, aunque espero que no penoso prólogo. Una taberna –no se lo imaginen y tomen nota, porque es verdad- situada en una estrecha callejuela –similar a las de los escenarios fantásticos de Ray-, que a priori se podría describir como una venilla aparentemente sin importancia que va a desembocar en la categórica vena aorta del Barrio Gótico leonés y por extensión, en ese vapuleado pero bien explotado corazón del arte románico, que es la Colegiata de San Isidoro, donde uno puede encontrar la urna con las supuestas reliquias del santo sevillano, pero no ese fragmento de mandíbula de San Juan Bautista, con la que exorcizaron a Unamuno en aquellos lejanos años de comienzos del siglo XX. La taberna en cuestión, que responde al nombre de Flandes, no es, en absoluto, difícil de encontrar: prácticamente se da uno de bruces con ella, apenas se deja el hormiguero que supone la calle Ancha y se entra en la calle del Cid –ya saben, otro vagamundos, cuyo prestigio quizás sea más reconocido por extraños que por propios-, pasado un restaurante –que de paso les recomiendo, y juro que no he percibido nada por el detalle, salvo un afectuoso ‘gracias por su visita’, previo pago de la cuenta, que ya les prevengo que sube cinco euros en los días festivos- que se llama Casa Daniel. En ella recalé en varias ocasiones –y lo comento a título anecdótico- cuando los leones –por no separarlos del mito de Daniel- instalados en el estómago, me amenazaron con convertirme en otro novio de la muerte.
20171012_133055.jpg
Leones, legionarios o novios de la muerte aparte, entrar en la Taberna de Flandes se me antojó un juego de fantasía matemática, similar –y aquí sí les pido perdón por la licencia comparativa- al que Carroll se sacó de la chistera para hacer entrar a su amiga Alicia por las espinosas veredas del trívium y del quadrivium, en vista de que la muchacha parecía más aficionada a dejarse llevar por las complejidades de las hipérboles contemplativas. No había conejo blanco que representara la paradoja, pero sí un interior tan pequeño que podría haber pasado por una madriguera o por el confortable salón de un hobbit. De hecho, detrás de la barra de ese cuadrilátero donde más de un centenar de jarras colgadas parecían formar ese medio cielo imaginario de los crismones bizantinos, cuya ecuación exponencial estaría representada por las letras griegas alfa y omega, un dependiente entrado en años -el color de cuyo cabello parecía representar, contemplado al trasluz, todas las gamas de amarillos, dorados y naranjas presentes en las familiares panochas de maíz- podía haber pasado por el doble, relativamente perfecto, de Bilbo Bolsón o de su sobrino Frodo. De la propiedad asociativa a ese pequeño rincón de las delicias –si bien lejos de las delicadas monstruosidades del Bosco, que se exhiben en el Museo del Prado de Madrid-, podría insinuarse, sin necesidad de acudir a la prueba del carbono 14, que las verrugas de bruja que mostraba la madera de nogal –tal vez me equivoque y sea de roble-, del mostrador, las alacenas y la columna angular, paralela a la puerta pero perpendicular a los lavabos, podrían ser, hipotética y desproporcionadamente hablando, de los tiempos de los carpinteros de Belén, conservando, como refuerzo del barniz original, los humos de mil y una pipas; el polvo de mil y un caminos y caminantes y los fantasmas de infinitas conversaciones alegres, no carentes, es de suponer, de encantadora y grosera picardía.
DSCN8409.JPG
No podría explicar cómo un sitio aparentemente tan pequeño, podía llegar a albergar a tanta gente en su interior, si en mi auxilio no pensara en aquél genio que decía que Dios no jugaba a los dados con el Universo, haciéndome eco de la teoría de la relatividad. Relativo -¿se dan cuenta de que esto parece una melodía encadenada?-, puesto que sobre gustos no hay nada escrito, la España noética –digo bien, puesto que se supone que Noé fue el primer vinicultor y por añadidura, también el primer borracho, cuando menos en la historia conocida posterior al Diluvio Universal-, estaba soberbiamente representada en las estanterías, con idéntica presencia de cuerpos, categorías y denominaciones que el conjunto de las Fuerzas Armadas en el día del desfile de la Hispanidad. Todo un tesoro al alcance de la mano.
20171102_205402.jpg
Y después de todo, algo de lo que salían cumplidamente otros santos bebedores como Quevedo o el capitán Alatriste, de aquéllas otras de similares características que frecuentaban en el Madrid de los Austrias: sea por costumbre sea por los esfuerzos para declarar a León capital española de la gastronomía –en lo que valga, ahí va mi voto, faltaría más-, los vinos se pagaban pero las tapas, abundantes, generosas, tentadoras y gloriosas, corrían por cuenta de la casa. Como decía Paul Eluard: hay otros mundos, pero están en éste.

Sort:  

Un buen paseo cultural hasta la Taberna de Flandes. Gracias por compartirlo.

Muchas gracias a ti por leerlo y por tu amable comentario. Si algún día vas a León, busca la Taberna de Flandes y tómate unos vinos en ella, te lo recomiendo.

a veces al empezar la lectura de su relato me siento un poquito desubicada porque no conozco el lugar ni su historia pero al terminarla l siento como si lo conociera,gracias por compartir tan magnificas historia amigo,un abrazo

Gracias, Mavel. Se me ocurrió en el mes de octubre del año pasado, cuando tuve oportunidad de estar unos días en León. Me gusta explorar, callejear y así, callejeando, descubrí esta taberna. Es una taberna de las que a mí me gusta: antigua, bohemia, con mucha solera y miles de recuerdos que hablan por sí solos. Un abrazo

debe ser muy interesante aquí en Venezuela no hay sitios asi,(donde yo vivo)me imagino que el ambiente debe ser agradable,algún día visitare España y visitare Soria y esos sitios tan hermosos lo prometo jajaajja

Espero de verdad que puedas hacerlo. No te decepcionarán, te lo aseguro.

gracias amigo

really beautiful photography nice people and place

Hermosa iluminación del edificio en la primera foto. Me gusta mucho.

Gracias. Es una panorámica nocturna de la Casa Botín, diseñada por Gaudí. Todo un tesoro.

Gaudí! Muy interesante. Me encanta Gaudí en Barcelona. Pero no he visto esta casa antes

Siento verdadera devoción por el Maestro Antoni Gaudí. Ésta otra también es obra suya y puede que no la conozcas. Se llama El Capricho y está en el pueblo de Comillas, en Cantabria
IMG_0468.JPG

gracias por la valiosa información!

No se merece.

Coin Marketplace

STEEM 0.18
TRX 0.16
JST 0.030
BTC 68331.57
ETH 2650.11
USDT 1.00
SBD 2.69