El infierno dantesco de la catedral de Toledo

Advierte Luis Antonio de Villena (1), refiriéndose a Dante, que la gente, al verlo, ‘se apartaba de él porque consideraban que había estado en el infierno’. Algo de razón debían de tener aquéllas gentes del Medievo, independientemente de su grado de superstición –personalmente, y en pleno siglo XXI, todavía cruzo los dedos cuando tropiezo con un gato negro-, puesto que de hecho, a lo soberbio, infernal, pavoroso o simplemente incomprensible se le suele aplicar el calificativo de ‘dantesco’. Dantesco, y mucho, pues, podría decirse que es el infierno –muy similar, en esencia, al que exhibe graciosamente la portada del Juicio Final de la catedral de León-, que aterroriza al piadoso visitante que sabe que ir a Toledo y no visitar su catedral, es como obviar aquél viejo refrán que tanto recuerdan en Asturias, sobre el peregrino que va a Compostela sin haber pasado previamente por Oviedo, visitando al siervo, pero olvidando al Señor.

Posiblemente sea la de Toledo, la catedral más grande y monumental de todas cuantas, estratégicamente situadas –dicen, y oportuno es recordarlo, que las de Francia siguen los patrones de la constelación de Virgo-, recuerdan los antiguos bosques sagrados donde los druidas celtas veneraban a oscuras divinidades, siglos antes de que el Cristianismo aposentara sus reales credenciales en este viejo y apergaminado pellejo táurico, que es nuestro solar hispano. Un solar hispano –y lo recalco por aquello de la multiculturalidad-, que ya apuntaba maneras reaccionarias de antiguo -¡cómo hemos cambiado!, y tal y como se recordaba en la pequeña iglesuela de Roncesvalles –donde los vascos sí le ganaron la independencia al Estado carolingio de Carlomagno-, sus puertas –pequeño suspiro de un nostálgico atisbo que recuerda una perdida edad dorada-, estaban abiertas tanto para cristianos como para paganos. O lo que viene a ser lo mismo: para todo quisque.

Rayano en el paganismo –si hemos de creer en las aseveraciones de Asín Palacios, que opinaba, entre otras muchas cosas, que Dante podría haberse inspirado en fuentes musulmanas para hacer su Divina Comedia y en concreto, en el viaje o los viajes de Mahoma a los cielos a lomos de la yegua Burak-, las visiones infernales medievales, esculpidas a modo de Gran Hermano -¡qué gran visión la de George Orwell y qué patéticos derribadores de mitos los de Tele 5!-, en lugares visibles de iglesias y catedrales, mantenían en jaque a un rebaño, que más que oveja, solía dejarse llevar por su indómita predilección por la cabra, aprovechando la oportunidad, siempre que podía, eso sí, de tirar al monte.

Literal y apocalípticamente correcto –expresión ésta de probable cuño moderno, que pretende ver corrección en algo tan bochornoso y sucio como es la política-, la Iglesia, atacada de inmovilismo, estrecha de visión y estancada a perpetuidad en su mundo peripatético de pompa y circunstancia –con permiso y perdón de Mr. Elgar-, fomentaba –y volvemos circunstancialmente con Dante- estas dantescas concepciones de una manera psicológicamente equivocada, pero políticamente correcta para sus intereses. Digo lo de psicológicamente equivocada, porque además de atacar a los cultos anteriores –a los que encima en muchos casos suplantó- a los que consideraba, sí o sí, enemigos irreconciliables, mantenía el yugo subliminal y paradójico, vendiendo la idea de un Dios que era todo amor y perdón –posiblemente surgido, como Eva de Adán, de la costilla de Yahvé, divinidad que se reconocía como ‘celosa’ (en comparación, habría que rehabilitar al pobre Otelo) además de ser el primero en sacar a colación ese concepto tan junguiano del ego, cuando, según las fuentes talmúdicas, dijo aquello de ‘Yo (Ego) soy el que soy’-, ejecutando, no obstante, lo contrario: el castigo y la condenación eterna. De ahí y otras picarescas consideraciones, el dicho de a Dios rogando y con el mazo dando. Y políticamente, porque manteniendo férreamente el yugo, no sólo controlaba a su antojo al pueblo, sino que además, mantenía su estado de privilegio por los siglos de los siglos. Amén de que observando esos impresionantes calderos catedralicios, donde los demonios podían pasar perfectamente por chefs cualificados, no se puede evitar abrir la puerta del mundillo de las comparaciones –por muy odiosas, que éstas puedan resultar a veces- y pensar en esos polos opuestos que a la postre son los calderos cristianos y los calderos celtas: el caldero celta resucitaba; es decir, renovaba y el caldero cristiano, condenaba y martirizaba. Me pregunto, llegados a este punto, si después de todo la Iglesia tuvo un gesto voluntarioso y reculando piadosamente, procuró un barreño a San Nicolás, para que calcara en él los milagros del caldero de Caridwen y reviviera, por intermediación de la gracia divina, a los tres niños asesinados por los paganos, según refiere la leyenda.

Sea como sea, este tipo de representaciones que hoy nos pueden parecer incluso dotadas de cierta gracia, eran bastante corrientes en época medieval e influían en una mentalidad popular, temerosa –no en vano, de aquéllos tiempos viene lo de la letra con sangre entra-, y condicionada por el miedo a la llegada del final de los tiempos –que para muchos de ellos, podría ser, incluso, el día siguiente- y un Juicio Final que amenazaba con poner más madera –lo siento, no puedo evitar acordarme de este pequeño gag de los Hermanos Marx-, en el caldero destinado al transgresor.

(1) Luis Antonio de Villena, ‘Yo, Miguel Ángel Buonarroti’, Editorial Planeta, S.A., tercera edición, Barcelona, abril de 1992.