Diario de una escala en el Camino del Norte: ensoñaciones en Tresgrandas

in #spanish7 years ago

‘No sabía que vivía un mito, y si lo hubiese sabido, tampoco habría reconocido el mito que ordenaba mi vida prescindiendo de mi mente. Así que, como es natural, tuve que resolverme a conocer “mi” mito, y consideré que ésta era mi misión por antonomasia...’.
[C.G. Jung]
No hay mejor manera para encontrarse con el mito o vivirlo de una manera más o menos personalizada, que optar por recorrer, sin importar cómo ni por qué medios, la totalidad o parte de unas rutas determinadas, optando por adentrarse en esos oscuros y laberínticos caminos recorridos –como afirmaba ese fenómeno extremeño ganado incondicionalmente para la Teosofía universal de Madame Blavatzsky, que fue Mario Roso de Luna-, ‘por aquellas gentes que viniesen de los últimos confines del mundo, siguiendo la trayectoria que les demarcara desde los mismos cielos la pagana Vía Láctea’. Bajo este punto de vista, espero que me entiendan, si digo que emprender un viaje, ya conlleva poseer una predisposición inexcusable para la aventura; sobre todo, si se hace en solitario y se pone rumbo hacia ese tenebroso nordeste peninsular, donde dicen las comadres filandónicas que el Sol se retira cada atardecer, para descansar cumplidamente en su lecho de algas y delfines. Poco importa el equipaje, o no importa demasiado, si en éste, como se recomienda al peregrino, se lleva sólo lo imprescindible, incluido –y esto es importante, por lo que les aconsejo tomar nota-, ese imaginario carnet de identidad, expedido en Ítaca, en el que por nombre y apellidos únicamente figura ‘Ulises’. En ese sentido, les puedo asegurar, que cuando inicié la presente aventura, aparte de las mudas, cuatro chismes para el aseo personal, varias camisas y unos pantalones –en conjunto, ya les prevengo de que no valdría todo el lote ni una mísera perra gorda en el Rastro de Madrid-, mi único compañero de travesía fue un libro.
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Pude haber elegido el pesimismo de Schopenhauer, con una de sus obras más categóricas, como es ‘El amor, las mujeres y la muerte’, pero se me antojaba como los tres clavos que el gótico le aplicó a la cruz de Cristo o como las tres heridas fatales de Miguel Hernández, a saber: la del amor, la de la muerte y la de la vida. De manera que opté, creo yo que sabiamente, por un Maestro que nunca me había decepcionado, manteniendo siempre un equilibrio natural entre optimismo y pesimismo: Goethe y sus ‘Máximas y reflexiones’. Llámenlo flaqueza si quieren, pero a Goethe lo sentía más cercano, más personal, más ¿cómo lo diría? –tendré que inventarme un acrónimo- más ‘muntástico’; es decir, más mundano pero a la vez, también más volátil y fantástico. Y les puedo asegurar, y de hecho les aseguro, que fue un inestimable compañero de soledad, una vez puesto en cuarentena ese daimon o complementario, sombra contestataria e impertinente desdoblamiento que siempre camina conmigo y que generalmente tiene el defecto de arruinar más momentos de los que la paciencia aconseja.
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Hubiera cometido también un error imperdonable, si junto con el daimon no hubiera puesto en cuarentena al amor y su concupiscencia, sabedor de que lo que ha unido el cielo, terminará encontrándose en la tierra -¿recuerdan el Fausto de Goethe, donde ni siquiera los poderes de Mefistófeles fueron capaces de adelantar el encuentro entre aquél y la reencarnación de la troyana Helena?-, bien sea bajo la oligárquica bendición testamentaria eclesiástica o en lo más profundo de un robledal, dando alegres vueltas alrededor de los calderos solsticiales de Beltaine. Quizás se pregunten por qué les hablo de esto y qué relación puede tener con acometer la empresa de un viaje. Les contesto: porque creo que cuando se viaja solo, hay que hacerlo con la oportuna determinación de no pensar en otra cosa que no sea la experiencia –es de esperar, que enriquecedora- derivada del mito o de la aventura que estamos ‘viviendo’ o comenzando a ‘vivir’. Los afectos, con su mortífera carga de débitos y adeudos, constituyen un lastre penoso y poco objetivo para llevarlos a cuestas en la mochila del corazón, como un rosario de cuitas y aflicciones. No obstante, les aseguro, y con esto zanjo el tema, que soy de los que piensan que la metafórica partida de ajedrez entre hombres y mujeres, debería terminar siempre en tablas, porque si hubiese un ganador, perdería siempre el amor y algo tan necesario como la esperanza brillaría por su ausencia.
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Elegido por una serie de interesadas circunstancias, una parte del denominado Camino Antiguo o Camino del Norte –mucho más difícil en su conjunto que los demás, pero más seguro para los peregrinos medievales que se internaban en él, con el objetivo de evitar el acoso del invasor agareno que dominaba una considerable parte de la Península-, recorre lugares verdaderamente pintorescos. Paralelo a una costa, la Cantábrica, en la que sobresalen acantilados de vértigo y playas de una belleza rayana en lo sobrenatural –imagínense la voracidad experiencial del peregrino medieval, alimentada con las imaginativas leyendas autóctonas frente a los soberbios ‘bufones’ del litoral de Prías o el de Puertas de Vidiago, de donde parte un sendero monte arriba para mirar el mar junto al ídolo de Peña Tú-, atraviesa, también, umbrías soledades, a la vera de cuyos montes y prados, una multitud de pueblos y poblados ofrecen una idílica compensación a los sufridos avatares del camino, no sólo con su belleza implícita, sino además poniendo a disposición de veraneantes y peregrinos numerosos lugares de restauración que ofrecen cobijo, solaz y una paz difícil de olvidar. Tresgrandas, indiscutiblemente, es uno de esos lugares. Perteneciente al Concejo de Ribadedeva y a la vera del río Cabra, apenas son poco más de dos, los kilómetros que lo separan de La Franca –imagínense de dónde le viene al galgo el nombre, al pie de cuya carretera merece la pena citar el Hotel-Restaurante La Parra, pues es un punto indiscutible de reunión tanto para peregrinos como para motoristas y además cuenta con una de las playas más espléndidas de la zona-, unos diez kilómetros de Pimiango –con su hermética ermita y fuente de San Emeterio, las famosas cuevas del Pindal y las románticas ruinas del interesante y quizás templario monasterio de Santa María de Tina-, y diecisiete kilómetros de la hermosa villa marinera –como reza la canción que los hermanos Agüero le dedicaron- que es Llanes, en la portada de cuya iglesia parroquial, los peregrinos todavía buscan con la mirada al personajillo ‘antoniano’ ataviado con la campana y la cruz Tau que mantiene viva, siquiera de una manera simbólica, la luz de la asistencia en el Camino.
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Para ir de La Franca a Tresgrandas, es necesario tomar una carreterilla comarcal, en cuyos tramos se alternan verdes prados escalonados -donde las vacas esperan pacientemente a la zagala pastorcilla que ha de retornarlas a la cuadra con la larga vara de avellano en la mano, la misma que utilizaban antiguamente los radiestesistas para localizar ese bendito tesoro que es el agua-, con umbrosas soledades donde apenas penetran los rayos del sol y cuando lo hacen, es para dibujar imaginarias telarañas en el camino, menos peligrosas, es cierto, que las que tuvo que vencer el pequeño Frodo cuando se dirigía hacia Mordor. En Tresgrandas quedé extasiado con los silencios asturianos, que de alguna manera me recordaron los pormenores de la novela ‘La aldea perdida’, de Palacio Valdés, antes de que el ángel negro de la industria derramara su pestilente aliento sobre una parte de este paraíso natural: el silencio de los valles; el silencio de las cuevas y grutas, donde habita el cuélebre; el silencio de la mina de carbón afortunadamente nonata o incluso el silencio respetuoso del lobo en la montaña, amedrentado, quién sabe, si por el cántico misterioso de la xana en su fuente.
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Si fue el azar, que en ocasiones, créanlo, desconcierta disfrazándose de Don Causal, no lo sé; sólo sé –aparte de no saber nada, como el bueno de Sócrates-, que la elección de La Casona de Tresgrandas –Casa Generosa, es de suponer que cara a la galería de amigos y vecinos de toda la vida-, fue una decisión indudablemente acertada. Aparte de que por sus características, me recordaba mucho la casa familiar de Boronas de Otur, en Luarca, me llamó mucho la atención ver que a las habitaciones las habían bautizado con nombres de árboles. Y esa circunstancia, me resultó definitivamente reveladora, pues de alguna manera me recordó esa compleja y maravillosa obra de Graves –la Diosa Blanca- y el impenetrable alfabeto de los celtas: el ogams craobs, utilizado por bardos de categoría, como Taliesin, personaje que igual que Merlín o como Apolonio de Tiana, arrastraba una fantástica biografía a dos aguas: a saber, la de la leyenda y la de la realidad. Por supuesto, tampoco ahora pensé en la casualidad. ¿Acaso, me dije, no estaba vagamundeando por antiguo territorio celta, independientemente de que también éste hubiera sufrido la invasión del eucalipto y en esa memoria del pueblo, que según Jung es el inconsciente colectivo, no quedaban todavía suficientes rescoldos de los antiguos fuegos?.
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La habitación, si bien no muy grande –en realidad, ni falta que me hacía-, resultaba cómoda y disponía de un balcón, que en mi imaginación se me antojaba como una escalera de Jacob, que una vez abierta, no sólo me permitía ver cómodamente la luna y las estrellas sin la inconveniencia de un molesto bloque de pisos enfrente –creo que ahí comprendí por qué en las grandes urbes se habla de ‘manzanas’, y lo empecinados que estamos en morderlas para vivir en el horrible pecado de privarnos de tan gratificante espectáculo-, así como la gloria del amanecer, toda vez que ese lastre llamado cansancio no se abatiera como un torpedo sobre el costado de babor de la nave de mi consciencia, haciéndome tocar fondo y prestar oídos sordos al intempestivo canto del gallo, empeñado siempre en querer denunciar, con insoportable frenesí, el fugaz beso de despedida que cada mañana se otorgan el Sol y la Aurora.
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Pero lo que más me fascinó, dentro de lo que cabe, aquello que me pareció posiblemente un lujo excesivo, fue la cama. Contrario, que no necesariamente enemigo de algo tan desfasado como la monarquía, confieso que no me sentí como un rey durmiendo en ella, pero sí, quizás, como aquél avaro Mr. Scrooge, del Cuento de Navidad de Dickens, que veía cómo los fantasmas de las navidades pasadas, de las navidades presentes y de las navidades futuras se colaban furtivamente por los cortinajes del dosel de su camastro para darle una atemperada lección de humanidad, aunque por dimensiones pudiera mantenerse a una esquina de distancia con cualquiera de ellos. Dormir en ella, era como estar tumbado en la tierra: uno podía dar tantas vueltas como quisiera, sin temor a caerse. En definitiva y aunque parezca una exageración: que las noches que dormí en esa cama, me sentí como una isla en mitad del infinito océano de Morfeo.
No recuerdo que hubiera cuadros colgados en las paredes, lo cual suponía todo un alivio, pues era un detalle que impedía mirar para otra parte a ese excéntrico y subjetivo gruñón que resulta ser, generalmente, el sentido del gusto, que por alguna oscura razón, en muchos hoteles parecen tirarle el guante. Y un dato curioso, para finalizar: tampoco recuerdo que los oídos se resintieran con el estremecedor concierto de rock ‘sin fónico’ de los perros del lugar. Aunque claro, es posible que en ese momento no estuvieran afectados por el hechizo de la Luna.
El lugar perfecto, en el momento perfecto para cerrar una inolvidable etapa del Camino.

Bibliografía:

  • C.G. Jung: ‘Símbolos de transformación’, Editorial Trotta, S.A., Madrid, 2012.
  • Mario Roso de Luna: ‘El tesoro de los lagos de Somiedo’, Silverio Cañada Editor, Gijón, 1980.
  • Armando Palacio Valdés: ‘La aldea perdida’, Biblioteca Básica de Autores Asturianos, Ediciones Nobel, S.A., Oviedo, 2003.
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¡Fascinante!
Queda más que expreso, y sé que sin intención de ello, su talento relatando.
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Muchas gracias

Hola.solitario, cuanto camino has andado.esos pies tienen que ser puro musculo .tus dedos ya caminan solos. Y tus palabras tienes el don cosa que envidio.
Me ha encantado caminar con tigo.asi que no estas solo
Feliz martes

Ja, ja...gracias, se agradece la compañía. Un abrazo

a ti solitario

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