Carta de Otoño a Don Quijote. Primera Parte

in #spanish7 years ago

Mi hidalgo Señor, Don Quijote de la Mancha:
Tiempo ha que nos separamos y como veis, todavía continúo vagando por esos caminos de Dios. Lo hago como siempre, como lo hicisteis vos también: a lomos de burro viejo. Voy en busca de mi ínsula, ¿recordáis?, aquélla que vos me prometisteis y que vuestros enemigos no permitieron que cumplierais con vuestra palabra de hidalgo y caballero. Como sabéis, pues bien me conocéis, nunca he sido muy hábil a la hora de escribir, de manera que proseguiré la presente misiva con una pregunta: ¿soy yo quien persigue al otoño, o es el otoño el que me persigue a mí?. Lo sé, lo sé, mi buen caballero: soy cristiano viejo y holgazán por naturaleza, incapaz de perseguir algo que no esté destinado a saciar mi pantagruélica fame, como dirían en las antiguas Asturias de Santillana. Sí, sí, ya sé también que soy testarudo y soñador y que en mi mente servil, diría incluso que banal, rebullen sueños que han de pagar siempre el diezmo de la decepción. Y no obstante, ¡qué gran verdad, mi señor!, que después de todo, el hombre, cuando se lo propone, hace camino al andar.
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Pero dejadme que os lo explique, antes de que el ocaso extienda el luto sobre la tierra y los campos se vean privados de ese rompimiento de gloria precedente a un sol que, después de tirar la piedra, esconde siempre la mano. Veréis, una vez que os recluyeron, andaba yo buscando mi ínsula por esos mundos de Dios, como os decía y no me arrogo ningún mérito en repetirlo, cuando de pronto Maese Otoño me sorprendió en una tierra extraña. No hacía mucho que mi burro y yo habíamos dejado atrás la villa segoviana de Ayllón que, como ya sabéis, aún conserva buena parte de su ancestral aspecto medieval y posiblemente alguna de las posadas que vos mismo conocisteis. Iba yo cavilando en mil y una cuestiones sin trascendencia; pero no, no quiero engañaros, pues bien me conocéis y sería una fatal calumnia pretender haceros creer que soy capaz de manejar en mi cabeza más asuntos que aquellos que se pueden contar con los dedos de una mano y aun así, seguramente exagere. Creedme, pues, mi señor, si os digo que iba pensando en varias cosas. Cosas sin trascendencia, repito, de esas que, en base a su necedad hacen aún más simple al que ya la simpleza se le alojó en la base del cráneo como una lapa desde el mismo momento en el que sus ojos se abrieron al mundo por primera vez. De haber estado más atento, me hubiera percatado del intenso color amarillento de las hojas de los álamos que, ora en la infinitud de los valles ora en la solitaria cima de una colina mellada por los furiosos empellones del aquerón, disimulaban en parte el extremoduro de una tierra desolada en derredor. Extremoduro digo, sí, el que por mérito propio hace de esa Soria pura, la cabeza de Extremadura. O, si lo preferís, como la llaman los señoritos de pluma y pincel, la Extremadura castellana.
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En llegando a San Esteban de Gormaz, ya sabéis, la antigua Castromoros, sorprendíme con una explosión de luz que, cual aura de beato o manto de santa -que tanto a unos como a otras veneran al fin y al cabo en ésta pelendona Celtiberia-, desplegábase de la hojarasca de las filas de arbolillos aledaños a la pequeña ermita de San Roque. Curiosa ermita, a fe mía, que desprende ciertos humores a culto antiguo, druídico y recuerda a misteriosos caminantes. Sabed, mi buen señor, que aún existe el viejo puente medieval, cuyas herméticas raíces se mantienen firmes al paso, Dios mediante sosegado, de un Pater Duero, siglos ha cansado de ser frontera de cristianos y morisma, de azules y rojos, se secano y regadío. Halléme después algunas leguas más alla, en un pueblo llamado Abejar, en el que, curiosamente, no vi colmena alguna ni artilugio remotamente parecido que tuviera que ver con el antiguo arte de la recolección de la miel. Allí pernocté, en posada de variado yantar y rico vino, de ese que denominan de la Ribera del Duero; vino que se escurre como un canto de cisne por la garganta, calienta el estómago con hogueras sanjuaneras y anima a la compra de los despojos del toro de cuadrilla en los sábados Agés. A tiro de piedra y escoltado por una niebla matinal que más bien antojóseme la mortaja etérea que envuelve lo que allá por las Asturias llaman la Huestia y en Galicia la Santa Compaña, encaminéme hacia Vinuesa; o como la dicen por aquellos mundos de pino y lobo: la Villa y Corte de pinares.
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Habíanme hablado de un lugar especial y mágico –tanto o más que la encantada cueva de Montesinos-, situado en los Picos de Urbión. Un lugar, donde el lobo aúlla en las noches de luna llena y donde hay una maravillosa laguna, a la que llaman Negra -como esas vírgenes morenicas, que dicen haber sido tostadas por el sol- en la que falan las bonas xentes que mora una doncella encantada. Recordóme esto vuestro inquieto afán en desfacer entuertos, matar gigantes y liberar doncellas, y aún lejos de pretender emularos, mi buen señor, decidí facer camino y aventuréme hacia el lugar. Mundo encantado, vive Dios, donde los haya. Maese Otoño, montaraz, se me había adelantado otra vez, y en medio de la inmensidad de los bosques, tupidos en algunas zonas como el velo de una deidad pagana, había insuflado su aliento sobre árboles de hoja caduca, el color de las hojas de cuyas ramas variaba desde el rojo sanguino -similar a aquél otro que adquiere el sol en la fragua del océano- hasta el más puro y brillante de los dorados de las monedas. Si tuviera que facer una comparación, yo diría, mi buen caballero, que Maese Otoño es, sin duda, un auténtico Magister en el noble arte de la Alquimia. Descansa la Laguna en una profunda depresión, a la vera de una formación rocosa, de la que vos pensaríais, de verla -y paréceme que os imagino lanza en ristre y espuela en híjar, acometiendo como un campeador- en el cuerpo hechizado de un gigante descomunal. No hallé rastro alguno de la doncella encantada, a la que hubiera deseado desfechizar en vuestro nombre y tampoco logro comprender por qué la llaman Negra las gentes del país, pues las aguas desta laguna están fechas con el mismo tejido que alimenta al más pulido de los cristales: el de los sueños.
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Un gigante sí que hallé, no obstante, en mi camino de regreso. Sucedió una jornada después y muchas leguas más allá, en un pueblo de los de adobe y corrala, que se llama Rejas de San Esteban. Pero creedme, si os digo, que debía de ser un gigante convertido, pues aun de varios pies de altura, se hallaba dentro de la iglesia y tanto el señor cura como los parroquianos de piel curtida al sol en banco de campanil, lejos de estar intranquilos en su compañía, se referían a él con el nombre de Cristobalón. Y a fe mía –santíguome, aunque no me veáis-, que debía de ser un gigante bueno, pues cuando marchaba, unos y otros se despidieron, diciéndome aquello de:

  • Que san Cristobalón te proteja y guarde en tu camino.
    [Fin de la Primera Parte]
Sort:  

Y digo yo que no era tan simple Sancho, si es capaz de ver el cristal pulido de los sueños. Gracias por escribir estas cosas tan bonitas.

Gracias a ti por leerlo con tan buena crítica. En realidad, lo tenía escrito hace tiempo en uno de mis blogs, aunque ahora lo he pulido un poco y como en su momento no lo terminé, pues ahora tengo el reto. Sancho, bueno es recordarlo, tiene la mejor ilustración del mundo: la del pueblo, todo lo llano que se quiera, pero noble y sabio. No es de extrañar que, como dices, en su boca se aprecie el cristal pulido de los sueños.

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