LA ÚLTIMA GOTA DE AGUA. Parte 2 Purgatorio | Cuentos de futuros apocalípticos. 2/6

in #spanish4 years ago

Sé testigo de la destrucción global de un planeta. Conoce en estos diez cuentos al ser humano, maestro indiscutible en el arte de romper las reglas, y sus esfuerzos por absorber hasta la última gota de agua de su entorno con la intención de hacer crecer su empresa. Lee, aprende y prepárate, que pronto él podría invadir tu espacio y arrasar con todo, dejándote en la desolación. ¿Qué camino tomará la humanidad si el agua potable se agota en el planeta?

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Pixabay

LA ÚLTIMA GOTA DE AGUA es una colección de cuentos de futuros apocalípticos y ficción especulativa que publiqué en AMAZON en 2016. Espero los disfrutes.
ISBN-13: 978-1535241380
ISBN-10: 1535241381

¿QUÉ BUSCAS?

Selva amazónica, año 2054.

—¡Gerard, mira!

El hombre despegó el rostro de su GPS para observar a través del parabrisas del vehículo. Carla, que estaba sentada en el asiento trasero, se reclinó entre los puestos delanteros del todoterreno. Su rostro pecoso quedó a la misma altura que el de Gerard. De esa manera podía detallar la imagen que se presentaba frente a ellos.

El auto terminó de sortear la curva para adentrarse en las inmediaciones de un antiguo campamento. Entre árboles de hojas débiles y amarillentas, se hallaban cuatro edificaciones de una planta fabricadas con ladrillos y tejas, que habían sido invadidas por maleza y plantas trepadoras. Las dos más apartadas mostraban las ruinas dejadas por un fuego.

Se detuvieron en medio de la instalación y apagaron el motor del vehículo. Por un instante el silencio reinó mientras los cuatro integrantes de aquella expedición evaluaban el lugar.

—No pienso pasar aquí la noche —anunció el chofer, un hombre bajo, de piel negra y cabellos cortos ensortijados.

—No podemos volver. Está cayendo la noche —anunció Gerard y dejó sobre el salpicadero el GPS para disponerse a salir.

El gorjeo de los grillos y de otros insectos era lo único que se oía. Así como el lejano sonido del río.

—¿Dónde comenzamos? —preguntó Carla al llegar junto a Gerard.

—Por aquí —respondió el hombre y señaló la casa ubicada a su derecha, cuyo ventanal había sido destruido dejando trozos de vidrios esparcidos en el portal. Ambos se encaminaron hacia la vivienda. El chofer y el otro acompañante prefirieron quedarse en el auto, sin dejar de vigilar los alrededores con sus armas preparadas.

Gerard abrió con esfuerzo la puerta de la entrada. Las bisagras chirriaron, oxidadas por la falta de uso. Adentro los recibió una pareja de lagartos y otros bichos rastreros que escaparon de su vista para ocultarse entre los escombros.

—Parece que aquí hubo una batalla —comentó Carla, al tiempo que encendía su linterna.

Aquel lugar debió albergar en el pasado una oficina con escritorios, estantes, archivadores y hasta una mesa de reuniones asentada en el fondo. Ahora todo se mostraba demolido, como si alguien hubiera entrado con una espada troyana e hiciera añicos cada elemento.

Por encima de los trozos, de los papeles y demás objetos diseminados, se extendía una capa de polvo y enredaderas. De los techos colgaban telas de araña, y el olor a humedad y fetidez confirmaba que la fauna de la zona se había apoderado de aquel sitio.

Caminaron en silencio y con lentitud hacia los restos de una puerta derribada. Con la linterna alumbraron el interior de un cuarto más pequeño que el principal, en cuyo centro se hallaba una jaula con los barrotes de un lateral doblados salvajemente, y manchados por un líquido oscuro. El mismo que cubría el suelo del interior.

—Sangre.

Carla se estremeció al escuchar la afirmación de Gerard, y descubrir que no solo la jaula estaba cubierta con esa mancha, sino también, casi todo el piso de la habitación y las paredes. Marcas profundas de garras se divisaban en algunos lugares, sobre todo, alrededor de la única ventana que poseía el cuarto.

—¿Crees que sea…? —Las palabras se le congelaron a la chica en la garganta. Tragó grueso para digerir la amarga sensación que aquel escenario le había dejado.

Gerard se acercó a un escritorio ubicado en un costado. Encima se divisaban restos calcinados de libros y cuadernos, así como objetos quirúrgicos, inyectadoras y frascos pequeños sin etiqueta.

—No te preocupes —tranquilizó a su compañera—. Según los drones, esa bestia está muy lejos de aquí, otros se encargarán de ella, nuestro trabajo es encontrar el maletín que perteneció a Deborah Adams.

Carla comenzó a sentir que su estómago se contraía.

—¿Y los cuerpos de las personas que trabajaban aquí? —consultó ella. Gerard alzó los hombros con indiferencia.

—Se los habrán llevado.

—¿A dónde? —preguntó la joven con los ojos agrandados.

—¿Qué voy a saber? —respondió el hombre de mala gana— Quizás los enterraron, hicieron algún sacrificio con ellos, o se los comieron. —Gerard comprimió el rostro en una mueca de disgusto al ver el semblante aterrado de la chica—. ¡Eran indios, maldita sea! ¿Qué tipo de acciones esperabas de esos irracionales?

Él salió del cuarto dando largas zancadas. Con los pies levantó una nube de polvo. Carla se tapó la nariz y lo siguió. Afuera, echó una mirada inquieta a los alrededores del campamento. Miró con recelo la desolación imperante y recordó los programas que había visto en televisión, sobre las tribus indígenas que antiguamente habían poblado la región selvática del Amazonas.

Con la desaparición de cientos de ríos pequeños y la contaminación de los más caudalosos, a los mineros, madereros y cazadores furtivos les fue sencillo acorralar y exterminar a todas las poblaciones nativas de la selva. Sus hogares fueron arrasados. Muy poco quedaba de ellos.

La zona se parecía cada vez más a las vastas llanuras desérticas de África. Solo pequeñas áreas conservaban su verdor, que habían sido repartidas entre las grandes potencias para explotarlas, extrayendo de ella agua y minerales.

Ese campamento había sido dispuesto para iniciar la perforación de un pozo que albergaba agua dulce, pero que resultó estar tan seco como el Atacama; y para controlar la instalación de una represa a pocos kilómetros, que pretendía aprovecharse de las aguas contaminadas de uno de los ríos para generar electricidad que favoreciera a las ciudades fronterizas. Sin embargo, el proyecto fue detenido por la misteriosa desaparición de los integrantes de la expedición.

El suceso ocurrió un día después de que a Río de Janeiro llegara una información enviada por los responsables del asentamiento, donde notificaban un extraño hallazgo: el descubrimiento de una nueva especie de depredador. Una bestia de características similares a los felinos, pero de cara alargada y con el doble del tamaño de un tigre. De personalidad muy agresiva y cuya dieta incluía a los seres humanos.

En ese fortín habían atrapado a una cría e intentaban estudiarla, para revelar si era producto de la contaminación imperante o de un experimento implantado por alguna de las potencias que luchaban por el control de la zona, con la finalidad de entorpecer el trabajo de las otras y apoderarse de los recursos. Sin embargo, de la noche a la mañana todos se esfumaron, y ninguna comisión logró conseguir rastros de ellos o de lo ocurrido. Siempre supusieron que habían sido los indios.

Carla caminó apresurada hacia el auto sin volver a mirar a su alrededor. Temía tanto a esas bestias como a los fantasmas de los indios; y a los extremistas que vivían escondidos en esas tierras infértiles, y trabajaban como mercenarios para diferentes potencias.

La responsabilidad de su grupo no era buscar sobrevivientes, ni causas o consecuencias de lo que sucedió allí, sino los informes que Dylan Quinn había ocultado antes de ser asesinado, y en los que se encontraban la ubicación de una importante reserva de agua.

En esos registros Deborah Adams había plasmado una manera eficaz para extraer el líquido, propuesta que los gobiernos encargados de la explotación estaban ansiosos por conocer. Por eso no dudaron en contratar a aguerridos cazarecompensas que se atrevieran a visitar esas tierras. Enviar a sus ejércitos levantaría muchas especulaciones. Todos preferían actuar de forma discreta para obtener con mayor rapidez la información, que luego utilizarían en secreto, así no compartían el recurso con otros.

—¿Qué harás? —le preguntó Carla a Gerard al alcanzarlo. El hombre sacó del todoterreno su morral y extrajo de él un aparato pequeño con forma cilíndrica, parecido a un lápiz labial.

—Evaluar si el lugar está realmente deshabitado. Odio las sorpresas —confesó.

Posó su dedo pulgar en la parte baja del objeto. Al ser reconocida su huella dactilar se abrió en la parte superior una compuerta de regulación circular. Cuatro drones redondos y diminutos salieron de su interior, desplegando unas alas alargadas y transparentes, como la de las abejas. Los robots sobrevolaron el campamento descargando sobre él un rayo aplanado de color verde. Escaneaban cada rincón con sus sensores biométricos.

Carla sonrió con alivio al ver a los drones alejarse, y se ubicó junto a Gerald para apreciar, a través de la pantalla del computador portátil que el hombre había sacado del auto, lo que aquellos robots encontraban a su paso. Para tranquilidad de todos, solo señalaban la presencia de insectos, de animales rastreros y la escasa vegetación que podía sobrevivir absorbiendo el agua contaminada del río.

—Deberíamos irnos —insistió el chofer llamando la atención de ambos. Desde su asiento inspeccionaba las copas de los árboles. Él sabía que, aunque las ramas no eran frondosas y parecían débiles, bien podían servir de escondite para algún sujeto delgado y de apariencia desnutrida, como habitualmente eran los extremistas.

—Calma, amigo. Estos drones son los mejores. No solo inspeccionan el suelo, también lo hacen arriba —alegó Gerard con semblante relajado. El chofer observó como el rayo del escáner de los robots cambiaba de dirección cada cierto tiempo, para evaluar desde los pequeños hoyos ocultos en la tierra hasta la hoja más alta de cada árbol.

Él, al igual que su compañero, un moreno flacucho de nariz prominente sentado en el asiento trasero, aceptó ese trabajo por ser bien remunerado; y porque Gerard era el único cazafortunas que contaba con el apoyo de algún alto funcionario del gobierno. Si no, cómo se explicaba que poseyera tecnología de punta para ingresar en aquella zona en guerra. Con él se sentían seguros.

Su interés por encontrar el maletín de Deborah Adams era porque entre esos datos se hallaba la confirmación de una teoría que por siglos ha vivido en la humanidad: la existencia de un vasto tesoro indígena. La famosa ciudad de oro o el Dorado.

Entre los pocos antecedentes que el esposo de Deborah reveló, luego de que esta fuera asesinada, se encontraban fotografías del interior de una caverna repleta de un interesante contenido arqueológico. Que no solo incluía piezas artísticas, de alfarería y restos humanos y animales de épocas anteriores, sino también de una buena cantidad de alhajas, monedas, figuras y objetos de oro, ataviados con piedras preciosas y diamantes. Con ese material los gobiernos se apoyaban para convencer a los cazarecompensa de trabajar para ellos, prometiéndoles la entrega de una fracción de ese caudal si cumplían con su misión.

—¡Hay alguien! —exclamó Carla al escuchar la alarma del computador. La afirmación de presencia humana puso en alerta a los presentes. Los sujetos ubicados dentro del auto bajaron del vehículo y cargaron sus armas.

—Sea quien sea, lo quiero vivo —advirtió Gerard, al tiempo que sacaba una pistola de su morral y al ver que hasta la chica retiraba un pequeño revolver del interior de su cazadora.

El cuarteto caminó con premura hacia una de las viviendas destruidas por el fuego, de la que solo quedaban algunas paredes incompletas y cubiertas por el hollín. Uno de los drones se había detenido sobre los restos y alumbraba con su luz verduzca el interior.

El chofer fue el primero en asomarse. Su escopeta la mantenía a la altura del rostro. Observaba por la mirilla su objetivo: trozos de un antiguo escritorio de madera ahora calcinado.

—Debe estar debajo —comentó en susurros. Sabía que tenía a Gerard tras su espalda.

—Tenemos que sacarlo de allí.

Poco a poco, los cuatro integrantes del grupo rodearon el lugar alumbrado por el dron mientras apuntaban hacia él sus armas. Pero de pronto, el computador que había quedado olvidado sobre el capó del auto comenzó a emitir varias alarmas.

Gerard levantó el rostro y notó que los otros drones se hallaban dispersos en la selva, e iluminaban varios puntos entre los arbustos y la maleza.

—Maldita sea —masculló.

Un indio, oculto bajo los restos del escritorio, salió y se lanzó sobre el chofer con un puñal de hueso en la mano.

El sonido de los disparos se hizo eco en la selva, acompañado por el silbido de flechas que eran arrojadas desde diferentes direcciones.

Después de descargar su revólver contra los atacantes y herir a un par de ellos, Carla se lanzó al suelo, e intentó ocultarse en el lugar donde antes había estado el indio, ya que no tenía otra forma para defenderse.

Al tropezar con la mochila de palma tejida que el aborigen llevaba consigo, enseguida la vació, en busca de algún arma adicional. Solo encontró cuerdas, trozos de hojas de diferentes tamaños y pequeñas puntas afiladas de hueso. Con mano temblorosa hurgó entre ellos, pero quedó petrificada al ver un objeto que había salido de la bolsa: una especie de hebilla cuadrada forjada en oro, que tenía tallado un rostro de aspecto precolombino, con penachos de plumas en la cabeza y grandes aros pendiendo de las orejas.

Sonrió con satisfacción mientras apretaba la pieza en su mano. Aquel objeto fue uno de los fotografiados por Dylan Quinn, y, según la información enviada por Deborah Adams, pertenecía al tesoro indígena escondido.

Eso podía confirmarle la existencia de la valiosa fortuna, pero le fue imposible pensar en ello. Los restos de la mesa fueron apartados con rudeza, dejándola expuesta.

Carla solo pudo gritar con terror, antes de que la tomaran con violencia del cabello, le alzaran la cabeza y pasaran un objeto filoso por su cuello.

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