Concurso Cervantes: 4ª Entrega

El sol se ocultaba tímidamente en el horizonte caraqueño.

Tras una tarde de copas, Ana y Sofía charlaban alegremente en una recámara en un alto edificio en el centro de la ciudad. A lo lejos, un prodigioso hechicero inicia un tenue y distante conjuro, cuyo dulce y acompasado sonido invade la pieza donde se encontraban las jóvenes.

Sobrecogidas por el rítmico encantamiento, las dos chicas dejan que sus mentes vuelen alto sobre las nubes tras las cuales se ocultan sus consciencias, efecto del alcohol. La situación era perfecta e incluso la luna se había marchado para permitir que las sombras se apoderasen del dormitorio.

Lentamente sus palabras iban arrastrándose, acercándose al borde de la consciencia, mientras también lo hacían sus cuerpos. Sentadas al borde de la cama, sus ojos se encendieron y la tensión inundó el cuarto. A solo un par de centímetros de distancia, podían sentir en sus labios la respiración de la otra. Era tal la excitación de ambas que incluso el joven brujo, responsable de tales actos, podía sentir un escalofrío recorrer su espalda a la vez que lo transmitía a su hechizo.

Decidido a llevarlo aún más lejos, aceleró los sonidos de su embrujo, cada vez más potente y más agudo. Las jóvenes perdieron en el acto su razón y sólo podían sentir el fuerte e inacabable deseo entre ambas. Las manos de Sofía recorrieron suavemente la mejilla de Ana mientras con una débil tensión acercaba su rostro al de ella. El hipnótico olor a jazmín que irradiaba Ana ahogaba sus sentidos. Sus labios se encontraron delicada y furtivamente mientras incorporaba su otra mano tras la espalda de su compañera. El mago tornó más brusco su maleficio y ambas perdieron el control del beso, permitiendo danzar libremente sus lenguas.

Ana acariciaba el vientre descubierto de Sofía mientras buscaba levantar su blusa en sincopados movimientos que la desnudaban no solo en cuerpo sino en alma. El acalorado frenesí continuó en su boca a la par de los roces que electrizaron sus curvas mientras se desprendían ambas de la poca tela que separaba a sus cuerpos de revelar la pasión que yacía a flor de piel.

En disonante rapidez, los labios de Sofía se posaron sobre la línea entre las prominentes curvas de Ana, arrojándose de inmediato sobre una de ellas. Aferrándose a su piel, Ana sintió como pequeños toques húmedos y enloquecedores se adueñaban de su pecho. Sus manos recorrieron la nuca de su amiga y se detuvieron para tomar con fuerza su cabello y acercarla aún más a ella.

Sumergida en el trance, Sofía se dejó caer sobre la cama, invitando a Ana a unírsele mientras sus piernas se deslizaban entre las sábanas, abriéndose. Con un ligero toque en el objeto de su deseo, Sofía sintió la locura aproximándose a la escena y se aferró al éxtasis con todas sus fuerzas. Una vez más el brujo llevó la noche a nuevas velocidades y así respondió Ana, acelerando aquel armónico movimiento.

En un melodioso vaivén, ambas mujeres se adentraron en el erotismo de la otra, cayendo juntas por un espiral de placer sin fondo. Eran fuego danzando en los campos, eran un rayo precipitándose hacia el final. A cada segundo se perdían más en el cuerpo de la otra. Ahogaron sus gemidos en besos mientras se estremecían en aquel cuarto cargado de electricidad.

Exprimiendo la última gota de pasión, llevando el éxtasis a nuevas cumbres, forzando los límites de lo carnal, el hechicero imprimió un último estruendo sobre su ilusión. Un huracán de sensaciones atravesó el dormitorio de las chicas y barrió con ellas, colapsando sus sentidos y haciendo temblar cada fibra de su ser.

Las chicas dejaron escapar un suspiro, vencidas por el agotamiento.