Locura, música y poesía.

En estos días en los que mi nieto mayor se examina de Selectividad, no puedo por menos que recordar aquellos otros días cuando yo era profesor formando tribunales de Selectividad y estuve en varias ocasiones hospedado en el hotel Reina Victoria de Ronda, ubicado a trescientos o cuatrocientos metros del famoso tajo desde el que se han lanzado al vacío multitud de desesperados desengañados de la vida.

Una de las veces, el recepcionista del hotel me asignó la habitación más cercana a la que había sido la morada del poeta checo Rainer Maria Rilke quien vino a España enfermo y lo devolvimos completamente curado.

En realidad no lo curamos los españoles. Lo curó Beethoven. Igual tenía algo que ver que los dos “esprejeaban” alemán como lengua materna, amén de otras tres o cuatro lenguas como hombres cultos que eran. Rilke, de boquilla, se declaraba anticristiano, y digo que de boquilla porque en varios poemas invoca a Jesucristo en sus versos más íntimos y profundos. Pues mire usted por dónde, fue la música, el arte de las formas puras, la que le espabiló la atontadera que tenía en la cabeza.

Cuando llegó, eso sí, con atuendos de señoritingo de la época, tenía tal cataplasma encima, que cada vez que pasaba al lado del tajo le entraba un remusguis en el estómago con una voz que le salía desde plexo solar hasta el cogote diciéndole: “salta… salta de una vez y acaba…”
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Si no hubiera sido ayudado por el músico de Bonn hubiera terminado "espanzurrao" contra las rocas.

Cierto es que de poetas y de locos todos tenemos un poco, abundando en que la esquizofrenia es directamente proporcional a la calidad poética. Con este pensamiento también estoy evocando a mi coleguilla de juegos infantiles en Astorga, Leopoldo María Panero, alias Poldi en los años 1955 y 56 cuando teníamoss ocho y nueve años.

Al grano:
Pues el tal Rilke, que de poeta y loco tenía mucho, y que además la lectura de sus poemas influyó muchísimo en los poetas y escritores españoles de su época y aun posteriores, se había hartado de lo que en su tiempo era considerado lo más sublime de la actividad humana: la música. Pero no como a Napoleón que al oír una melodía o un canto no lo distinguía de cualquier ruido producido por el eje de una noria, sino mucho peor: Rilke era un militante “musicocida” que no deseaba más que desapareciera cualquier instrumentista de la faz de la tierra.

En medio de su locura, que nadie le notaba, empezó a recordar con su memoria prodigiosa los sonidos de la orquesta y los coros de la “Misa Solemne de Beethoven” que, sin embargo, hacia unos años le habían causado un impacto. Con esta obra musical se cayó del guindo y de súbito empezó a vivir, se reconcilió consigo mismo, de tal manera que se le desembotaron los sesos cuando descubrió la esencia del arte de las formas puras; y al volver a pasar por cualquier tajo como el de Ronda o al subir al campanario de la catedral de Toledo ya no le entraban más ganas que de ser un ruiseñor estereofónico tejiendo palabra tras palabra en sus poemas.

A partir de entonces se superó a sí mismo en la composición de versos y comprendió que la música y la lírica son dos caras muy distintas pero de la misma moneda.

Durante la estancia en el hotel de Ronda, conversando durante los almuerzos con los compañeros acerca de la Reina Victoria, de Rilke, de Beethoven, de la Música y de la Literatura, se nos hicieron más llevaderas las largas jornadas del tribunal de Selectividad que formábamos.