El enigma de Baphomet (89)

in #spanish7 years ago

Ya no me contuve. Desenfundé la daga, me abalancé sobre él por detrás sin apenas darle tiempo a verme y se la clavé hasta la cruceta, en el corazón, con un golpe certero en su costado izquierdo. Al sacarla, lo empujé para que cayera en el farnal***(Nota) rebosante. Éste también quedó con los ojos abiertos y las piernas fuera. Se las puse dentro y lo enturé con la harina para que no nos siguiera mirando. En medio del blanco le salió una mancha roja. ¡Era el número 57...!
Con sumo cuidado saqué la azada. Por el interior del muslo le corrieron unas gotas de sangre hasta la rodilla, y con mis torpes manos temblorosas, como nunca antes las había sentido, descolgué a Gelvira. Tenía los dedos morados y las muñecas descoyuntadas. Por un momento, subiendo las escaleras para llevarla a la cama, creí que se me moría entre mis brazos. Cada vez estaba más pálida, pero al echarla noté que todavía respiraba.
En poco tiempo fue recobrando el color y el sentido. Me reconoció cuando la estaba colmando de besos.
Le dije que había tenido que matar a su marido para que no la siguiera torturando; y me respondió con una leve sonrisa. Me pidió agua, y la estuve cuidando sin separarme de ella hasta que, a media tarde, quería levantarse a pesar del dolor en las muñecas. Me hizo caso y se quedó en la cama. Cuando bajé a la cocina

Captura de pantalla 2017-10-30 a las 11.00.02.png a reavivar el fuego de la chimenea para calentar agua en el pote con flores de manzanilla, me percaté de que, por el canalito que sale de la muela solera, ya no salía harina; se había terminado el grano de la tolva: todo el farnal estaba completamente rojo.
Por la noche, hice huevos revueltos con verduras de la huerta y le llevé la cena a la cama. Yo, además, comí jamón, que tenía encetado el molinero.
Dormimos abrazados. Al amanecer nos despertamos y quería lavarse. Le di instrucciones precisas para que la encontraran como si hubiera sido violada.
Muy pronto vendrían los primeros campesinos a recoger sus quilmas de harina molida. Les haría pasar desde la cama para que fueran testigos fidedignos de que ella no era culpable de nada sino víctima torturada hasta que el criminal la desató para que lo condujera hasta el escondite del tesoro del molinero. Y después de que le arrebatara las monedas de oro guardadas se tiró al suelo haciéndose la muerta; y el criminal la dejó tendida y se largó en su caballo camino de San Esteban.
La maroma permanecía colgada en los ganchos de la viga jácena.
A pesar de que nunca había temblado como ahora ante el estado de mi adorada, tuve la serenidad suficiente como para elaborar un plan creíble y que los justicias no volvieran a molestarnos. El corazón me daba saltos de vez en cuando y a veces creía ponerme malo; pero no podía pensar en ello sino seguir adelante.
Dejé la puerta entreabierta y me oculté en el bosque hasta que llegara el medio día.
Aquella mañana no hice nada y se me hizo eterna la espera. No encontraba remedio para entretener el tiempo, hasta que en el torrente del río umbrío me puse a pescar truchas con las manos sacándolas de las huras escondidas en los bordes oscuros de la ribera. El agua corría cristalina y me di un baño.

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Me sequé al sol tendido en la hierba cauteloso y expectante.
En el momento en que, en el silencio del valle, oí el eco tenue y lejano de la campana del monasterio, que tocaba al Ángelus, bajé de nuevo al molino.
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Gelvira, con restos de dolores en el cuerpo y cardenales como pulseras en las dos muñecas, me esperaba más bella que nunca subida a la roca de la entrada de la pasarela para que, al verla desde lejos, me excusara de merodear alrededor del molino con precaución antes de cerciorarme de que estaba sola. Las tardes siempre eran mudas y sordas en el molino, en contraste con aquella otra mañana que había sido la más ajetreada de toda la vida con ires y venires de “tenentes” y otras autoridades. Hasta el merino mayor de Ponferrada había llegado con su escribano porque preocupaban tantos crímenes seguidos y todos cometidos no más distantes de unos pasos el uno del otro.
Todo había pasado; sin embargo, Gelvira me relató lo sucedido suspicaz y temerosa de que alguien revolviera: cuando el primer campesino llegó por la mañana a recoger su carga de harina molida y se encontró con todo destartalado, patas arriba, como yo lo había dejado, y el molinero muerto enturado en su sitio, quedó espantado y no acertaba a hablar. No supo Gelvira si era tartamudo o la tembladera le había ocasionado que no arrancara a articular palabras con sentido. El pobre, de momento, fue detenido después de que declarara otra vez en el lugar de los hechos; y Gelvira tuvo que callarse viendo que le ataban las manos, hasta que desobedeciéndome con buen criterio, les dijo que aquel hombre no había sido, que ella tenía bien grabada la cara del criminal y que el campesino llegó por la mañana a recoger sus quilmas; y ella misma le había pedido suplicante que diera el aviso. A pesar de todo, el desdichado hacía juramentos con los dedos diciendo que no volvería a ese molino y que, en lo sucesivo, iría a moler a otro valle. Se echaba la culpa de haber madrugado tanto para llegar el primero
Por fin, celebramos nuestra unión tranquilos, con cuatro truchas que yo había dejado en el río ensartadas por las agallas con un junco para que estuvieran frescas, y con vino del tonel más viejo de la bodega.
El día siguiente llegaron los últimos paisanos que tenían quilmas pendientes de que se las repartiera el molinero con su carreta. No obstante la cilla del molino estaba llena de lo que había ido acumulando como intereses cobrados en especie.
En el desvío del camino hacia la vereda de la pasarela, pusimos un letrero pirograbrado con el hierro candente de la chimenea sobre el lado plano de medio taco de roble, que decía: “el molino, CERRADO, hasta nuevo aviso”.

***(Nota)
“farinal”, que es lo mismo que “harinal”, donde caía la harina molida. En los manuscritos, unas veces lo escribió con “efe” y otras sin “efe y sin “hache”. Falta la “i”, y pone “farnal”. Es la palabra más titubeante por la multiplicidad de formas”.
Clara me dice que en estos manuscritos es frecuente la vacilación ortográfica en la misma palabra. “Bueno... es normal hasta la creación de la Real Academia, durante los cinco siglos siguientes” —nos comenta el profesor.

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