El enigma de Baphomet (243)
Se me disipó el ímpetu por socorrer a mis amigos y ya no me atreví a decirle nada, porque no la vi con más ánimos que buscar una sustituta para la portería. Yo me ofrecí a hacer la limpieza del portal todos los días y atender con las puertas abiertas todos los menesteres cotidianos sin cobrar salario extra.
Por la tarde llegué al hospital a visitarla y le llevé un ramo de flores.
Pedro y Toni, al ver frustrada mi promesa de buscarle alojamiento gratuito, dejaron de hablarme e incluso me insultaron con algo de risa y de desprecio. Tenía que haber pensado bien las cosas antes de prometer nada.
Veinte días estuvo Denisse internada, y todos los días, al terminar el trabajo, la visitaba.
Madame Racine coincidió conmigo en el hospital el primer día, pero después no la visitó nadie más que yo todas las tardes. La operación había sido un éxito y tendría que estar ingresada por lo menos veinte días. Cuando ya habían dejado de administrarle calmantes y de quitarle el gotero, me ofrecí para llevarle revistas y una radio. “¡Oh, mon petit, mon petit!” —me repetía saltándosele las lágrimas.
Una enfermera que se retiraba después de haberla atendido, le preguntó si yo era su hijo, y no pudo responderle porque la ahogaba una emoción contenida. Algo guardaba. Yo no me atreví a preguntarle por su vida pasada. Pero, por el aspecto de su cara, seguro que se guardaba fuertes sentimientos emotivos, y no soltaba prenda. Solo le respondió a la enfermera terminando el sollozo y limpiándose los ojos: “No... es un buen amigo que sin esperar nada a cambio me ha tratado como si fuera su madre o su abuela”.
En ese momento, me sentí como un traidor empedernido y me remordía la conciencia de tal manera que aquella noche no me dormía, y, cuando me rendía el sueño, al poco tiempo me despertaba sobresaltado.
Pensé, por un momento, llamar al profesor por teléfono y decirle que se metiera su investigación por el culo, que me estaba utilizando como me había utilizado el Vasco, José Antonio Arias Marculeta, y que ya no aguantaba, sin darle más explicaciones.
Me vino Clara a la mente, y me convertí de pronto en un hombre un poco más sensato al recordarla sonriente y apaciguadora cuando yo la contrariaba.
También había aprendido de Denisse que, a veces, hay que aguantar los ímpetus espontáneos y pensar las cosas dos veces. Así que me contuve y seguí pintando el colegio hasta que le dieron el alta, la recogí y la llevé en un taxi a casa.
Durante los primeros días andaba muy torpe con muletas y apenas salía de la cama.
Cuando recordaba a Clara, se me saltaban las lágrimas, viéndome cada vez más pequeño a su lado. A veces pensaba que ya la había perdido para siempre por gilipollas.
Mi cerebro en ese sentido no funcionaba, y, cuando volvía cada mañana a la soledad de aquellas aulas, mi fantasía imaginó el recinto con todas sus dependencias, durante el curso, con todas las clases llenas de chicos y chicas de catorce o quince años, entrando por donde decía: “Jeunes Gens”; y a los profesores franceses muy dignos y atildados por donde decía: “Professeurs”. El silencio y el eco de mis pasos o si algún golpe retumbaba comenzaban a pesarme, y ya tenía ganas de volver a España, pero me había encariñado con Denisse de tal manera que no podía abandonarla hasta que anduviera tan lista como antes.
Monssieur Thierry me pagaba religiosamente todos los fines de semana y con aquellos francos yo me compraba latas españolas de fabada y de albóndigas y guisantes franceses, que sólo había que calentar en la misma cocina del colegio que tenían para los mediopensionistas.
Pedí permiso a Madame Racine para abrir unas latas grandes de mermelada que tenían en un almacén y no puso ningún inconveniente.