El enigma de Baphomet (193)

in #spanish7 years ago

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(Ruinas de lo que fue la casa de Rechivaldo en el pueblo de Murias de Rechivaldo, León, España)

—Espérate unos días —me dijo Martín— a que haya llegado yo a casa de Rechivaldo. Vernos juntos por los caminos nevados levantará sospechas y es mucho más difícil ser socorridos con limosnas si fuera imprescindible pedirlas. Si se quiere tener éxito en una proeza, los cómplices no son más que estorbos. Tiene que ser uno solo el que lo haga porque surgen momentos en los que es absolutamente necesario, de improviso, cambiar el rumbo o las palabras, y no da tiempo a ponerse de acuerdo. ¡Quédate en el convento una semana o dos, y, en todo caso, nos encontraremos en casa de Rechivaldo! Tengo que pensar minuciosamente el plan para rescatar el niño, aunque tendré que llegar al palacio del rey en Salamanca y cavilar sobre el terreno, que será, seguramente, donde quieran educarlo; y tengo que intentar, por todos los medios, reconciliarme con Gelvira pidiéndole perdón en persona. No puede andar muy lejos del niño aunque lo haya cedido en adopción a los monarcas.
Despedí a Martín en el mismo lugar desde el que habíamos visto morir ahorcados a los mártires del Silvaniello. Quedamos parados recordando el primer día de nuestra huida de la muerte con una congoja que a los dos nos superaba. Pero nos hicimos los fuertes mirando los mismos árboles de los que colgaban con los cuellos estirados y las lenguas fuera balanceados por la brisa. Me preguntó retóricamente: “¿Te acuerdas?” Y se quedó mirándome con cara compungida.
—Cuando salgas del monasterio —me decía pensativo—, necesitarás dinero. Sin dinero sólo se puede vivir ahí dentro, pero por el mundo, como dicen los frailes, si no tienes dinero te mueres de hambre, por muchas almas caritativas que te encuentres en los caminos. A mí todavía me queda mucho dinero. Yo me quedo con maravedís de oro y las monedas viejas. Todavía no he echado mano de las antiguas de emperadores romanos, las tenía reservadas para una emergencia.
Y empezó a contarlas sacándolas de un bolso de la alforja y metiéndolas en el otro a medida que comprobaba el valor de cada una.
—Te voy a dar las que sean de curso vigente y no haya que cambiarlas en los fundidores —me dijo resoluto y rotundo en su decisión de que no se las rechazara— . Toma la mitad de los maravedíes de oro y todos los meticales y los pepiones. Yo me quedaré con la otra mitad de maravedíes. Y las de oro de emperadores romanos y mazmudinas moras, ya me encargaré yo de venderlas poco a poco a los fundidores. En Astorga hay uno debajo de las murallas, y en Salamanca y Valladolid hay varios. Todavía me queda una fortuna.
—No tengo dónde llevarlas —le dije—. Tendré que volver a por una faltriquera.
—Date la vuelta —me hizo girar con la mano en mi hombro diciéndomelo—. ¿Para qué quieres esa capucha?
Fue soltando las monedas debajo de mi cogote, haciendo sonar el repiqueteo de los distintos metales, mientras que yo permanecía inmóvil reverenciando a las musarañas.
—Mira —continuó diciendo—, aquí tengo otros dos maravedíes de plata y otros... —metió la mano hasta el fondo de la alforja y la sacó contándolos— otros siete de cobre.
Se sonrió al verme con la capucha llena y me dio un abrazo diciendo solamente:
—Adiós, Roderico.
—Que Dios nos proteja —le contesté—. Y se perdió a lo lejos en el serpenteo del camino abajo, donde encontré a Gotier el primer día.

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