El enigma de Baphomet (149) Martín llega a la catedral y ve a Rechivaldo.

in #spanish7 years ago

Por detrás, era igual que la mesonera de Benavente, con las mismas sayas y el mismo pañuelo a la cabeza. La astorgana era más joven y se mostraba más dispuesta: con más salero. Le pregunté a ver si tenía marido, y me dijo que no, sonriéndome. Era la primera persona que no se horrorizaba con mi cara al verme tan bien vestido y con la faltriquera resonante con los metales. Supuse que el interés, y no otra cosa, la atraía.
Por momentos me descansaba la cabeza con sentimientos dispares como si estuviera metido en un paréntesis: así, me vi como un idiota, al contemplar a mi lado otra cara de mujer, pensando en estas cosas mezcladas con lo que me traía entre manos.
—Con la leche —me dijo arrugando la frente y frunciendo un gesto que enamoraba—, le pondré un bizcocho muy rico

que hacen las monjas. ¡Pobrinas! Tienen un cachín de huerto que apenas les da unas cebollinas ruininas; pero la priora inventó estos dulces que los hace con manteca, miel, huevos y harina, que se chupa uno los dedos. Además de que hay que ayudarlas; están riquísimas esas mantecadas.
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Ahí están las cuitadinas haciendo penitencia y el obispo ni siquiera les ha hecho caso. Pero ahora ya se abastecen ellas solas vendiéndolas y con lo que cosen y las mantecadas ya viven, por lo menos. Son todas un encanto. Yo ya les digo que Dios las ayudará enviándoles un ricohombre que les levante un convento con huerta al lado, o alguien de la corte o el mismo rey incluso, quién sabe...o Don Álvaro Núñez Osorio, que lo hemos visto por ahí, que vino a ver al obispo —siempre andan con negocios de posesiones—; y ese sí que es un hombre bueno. Al oír el nombre me alteré de nuevo, ya que Don Álvaro es pariente de Gelvira, y, si andaba por allí, sería el primero que se enteraría de su muerte.
Para despejar la cabeza abotargada salí a dar un paseo por las murallas, donde me introduje entre montones de piedras y una fila de carros de bueyes aparcados. Estaban reconstruyéndolas. Llegué hasta las pozas de cal y acumulación de arenas. Había dejado a Blanco atado a un árbol, paciendo en las eras, muy por debajo de las murallas y bajé a llevarlo al reguero de la fuente romana para que bebiera. Si lo subía a la ciudad, tenía tan buena estampa con el color blanco de su pelo y las patas con pintas negras, que llamaría la atención demasiado y no quería que la gente me asociara con el caballo. Distribuí las monedas en el zurrón y lo escondí debajo de la montura. Le dije a Blanco que nadie se acercara y, si alguien lo hacía, que lo moliera a coces. Como vio que me alejaba asintió con unos movimientos de cabeza y piafó con la pata derecha.
Al cruzar la plaza, la gente me miraba al pasar hacia la catedral de Santa María, pero nadie me reconocía. Antes de las heridas de la cara, muchos astorganos conocidos hubieran parado a saludarme. Anduve despacio para llegar el último. Cuando llegué, la iglesia estaba llena; y los hombres, que siempre se quedaban en el atrio charlando, estaban todos dentro.
Abarrotada la catedral, se hizo el silencio. Sólo se oía el crepitar de los churros en las sartenes, el zius-zius del soplillo de la churrera atizando el fuego y los enredos de una mujer aderezando un puesto fuera de la tapia del recinto. Le pregunté a ver qué vendía, y fue colocando, encima de la mesa, unas bandejas de madera, mientras me decía: “mantecadas de las monjas”. Cuando le iba a decir que me vendiera una, no me dejó hablar cortándome en seco:
—Hasta después de la misa ni la churrera ni yo vendemos, porque se enfada el obispo, para que la gente comulgue en ayunas.
Leí en sus ojos lo que se callaba:
—Si no comulgas, seguro que has matado a alguien, y no te has confesado.
Después de oír el eco perdido de los primeros rezos de la misa, una voz de arcángel desgranó las notas de una melodía que salían por la puerta abierta de la iglesia y llenaron la plaza:
“Ký-ri-eeeeee, e-léeee-i-i sooonnnnnnnnnnnn”.
Lucifer se ocultaba en la voz más potente y hermosa de la persona más perversa del mundo, que no tenía derecho a gozar de aquella estima.
Entré a la catedral y me hice un sitio al lado de una columna, escabulléndome entre las gentes apiñadas, que estiraban el cuello para ver al Chantre, moviendo la cabeza a un lado y así evitar al de delante.
El “Gloria in excelsis...” fue cantado a duo por el tenor Rechivaldo y el Sochantre de barítono, contestándose mutuamente. El pueblo, engañado por las delicias del canto suspiraba al oírlo, y el eco de los suspiros rebotaba en las piedras como si los muros emitieran silbidos y bisbiseos cuando Rechivaldo intervenía. Había engordado, lo que me daba ventaja; pero al cantar, levantaba la mano izquierda exhibiendo la soltura de movimientos propios empuñando la daga. Analicé, recordando sus movimientos específicos, su fisonomía. No podía fiarme de su gordura ni de mi maña adquirida con esfuerzo, entrenamiento y aprendizaje con los mejores maestros luchadores del Temple, porque Rechivaldo había sido único con la daga izquierda por su propia naturaleza, sin haberlo aprendido de nadie, y esas destrezas naturales nunca se olvidan ni se pierden, ni siquiera de viejo. Para darle muerte lenta, lo primero que tenía que hacer era neutralizarle la izquierda con un corte en el brazo. Pensé que como había engordado, quizá, lo primero sería tratar de cansarlo.
Para asegurar su muerte tenía que matarlo en un campo lejano donde no hubiera nadie cerca. Había que seguirlo sin que se diera cuenta y aprovechar su afición a los paseos por el monte, donde, en última instancia, no pudiera pedir auxilio. Aunque la picazón de la prisa me acuciaba, me propuse, reflexivamente, darme todo el tiempo necesario. No podía cometer un fallo ni permitirme ningún pequeño tropiezo. Lo tenía a unas varas de distancia entonando el “Credo in unum Deum...” para que el coro y el pueblo de Astorga le respondieran: “Patrem Omnipotentem...”. Siguió él solo elevando el tono donde otra voz humana nunca habría llegado: “Factorem Coeli et Terrae”. En este momento la música me amansó el alma, pero no quise que la compasión me invadiera, porque en los momentos importantes de la vida, siempre tienta la zozobra. Y recordé los dolores desesperantes en la cara, y las punzadas con los alambritos y las tenazas, la mazmorra en Khor Virap y la desesperanza adobada con la angustia de verme irremisiblemente muerto de hambre, lo más insoportable; y lo que definitivamente me rehizo en mi propósito: haber prostituido a Gelvira.
“Visibilium omnium, et invisibilium”
“Creador de todo lo visible y lo invisible”
Hacía ya tiempo que no creía en nada, pero al oírle cantar esta frase del Credo, le dije a Dios que él sería el autor de lo que sucediera, lo viera yo o no lo viera.

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me gusto mucho si me gusto!!!
gracias @jgcastrillo19
Que tengas buenas noche

Se pone cada vez más interesante. Las catedrales, a veces, despiertan estos recuerdos duales, estas nostalgias divinas...

Seguiré. Gracias.

buen post amigo , te invito para que vea mi blog

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