El enigma de Baphomet (122)
Los barcos templarios del Atlántico se estaban acercando para mandarles refuerzos y conservar el castillo del Temple con sus murallas y dar salida al mar desde Jerez a Alcácer do Sal. Esos eran los planes del Maestre de Tortosa que salió en el barco con cincuenta caballeros en su ayuda, para conservar el castillo mejor amurallado y defendido y con salida a los barcos del Atlántico. Es la única posibilidad de supervivencia que le queda al Temple: el castillo de Jerez y los barcos del Atlántico que no han sido tocados. En el resto ya sólo queda desolación y muerte; y en París, prisión irremisible.
A los tres se nos saltaron las lágrimas.
Nos despedimos con un abrazo porque a ellos se les acercaba la hora de salida del barco hacia Roma. Fuimos los últimos en salir de la taberna.
A los taberneros les contagiamos el llanto, pues nos miraban sin saber lo que hablábamos. No llegaron a llorar cuando nos observaban, pero tenían la cara compungida. Nos despidieron muy amablemente. No cesaron de mirar mis cicatrices y mi cojera. Algo de nuestra conversación habrían pillado.
Hasta la salida del barco a Barcelona quedé en la posada. Tuve tiempo de visitar la ciudad y sus alrededores. Los destructores de muros, como carcomas, seguían llevando en carretas toda clase de materiales,
sobre todo piedras de mármol de los templos que habían sido romanos y de las casas más lujosas. En algunas sólo quedaban las teselas de los mosaicos.
Al día siguiente, me encontré en el puerto con los dos caballeros. Habían vuelto de Roma: casas incendiadas y campos yermos. Miseria por todas las esquinas.
El Temple ya no existía y otros dos caballeros de su castillo, del castillo de Tortosa, disfrazados de tenderos, vendían salazones en lo que había sido el foro romano. Ellos me informaron de que Jacques de Molay y cincuenta caballeros iban a morir ya, en París, quemados en la hoguera acusados de algo que no existía, me dijeron aturdidos: acusados de adorar a Baphomet, ídolo pagano.
En la conversación, se embarullaron con algo que no les entendí bien y no quisieron seguir explicando: se habían camuflado de picapedreros en las obras de la catedral de Barcelona cuando empezaban a construirla, con el número nueve como marca en cada piedra que labraban cuando ascendieron al oficio de canteros, número templario —me decían—. Yo no estaba para bromas ni juegos de la cábala, como cuando dominábamos el mundo y nos permitíamos el lujo de divertirnos con los números, acertijos y adivinanzas.
Cogerían un barco al día siguiente para ir a Venecia, donde habían acudido mercaderes de todo el mundo, y —me repitieron— se abrían más posibilidades de ganarse la vida.
Sentí tal desazón y fracaso después de tantos sufrimientos, que sólo me impulsaba un afán salvaje por dar una muerte lenta a Rechivaldo torturándolo de alguna manera, recordándole todas y cada una de mis penas pasadas.
Y desde allí, desde el puerto de Ostia, sólo quedaba la vuelta a Barcelona en las carabelas que costeaban haciendo cabotaje, pero me propuse nunca más viajar en un barco tanto tiempo seguido, sino tomando barcos distintos y descansando, porque los médicos me habían dicho que no eran remordimientos de conciencia ni aversión a Rechivaldo, sino los humores que se revolvían y se enturbiaban lo que me ponían enfermo; que incluso los más felices padecen mareos, porque las olas mecen la comida en el estómago siendo así que la digestión conviene que sea quieta.
Al llegar a Barcelona me fui directo a ver las obras de la Seo de Santa Cruz y Santa Eulalia. Los dos caballeros, en el puerto de Ostia, me habían dicho que nueve templarios trabajaban en las obras de picapedreros. Cuando salí de Barcelona, camino de oriente, hacía casi dos años, estaban desmantelando la antigua iglesia para construir la nueva. Los muros habían crecido y el montaje de andamios estaba muy avanzado.
Contemplé la obra y trabé conversación con el cocinero que removía el cocido, al fuego, en una olla, contra el muro de al lado. Le ofrecí dos monedas por un plato de caldo y no me las aceptó. Me dijo que me sentara, que ya tocaba la campana para interrumpir el trabajo y comer todos juntos sentados en dos maderos enfrentados. Tracé en el plato de sopa caliente la cruz templaria y las dos filas de obreros me miraron. De la misma manera me respondieron trazando la cruz templaria en sus platos. No eran nueve los templarios, eran todos los trabajadores de la obra, incluso los tres maestros que la dirigían. El trasiego de gente que paraba expectante, curioseando la obra, no cesaba en todo el día, como una procesión constante. También pararon las autoridades, presididas por el obispo y el cabildo, a las que atendió el maestro primero, quien dejó el plato de barro enfriándose sobre su asiento. Había que tener mucho cuidado. No nos hicimos ni el más mínimo guiño. Ni la más mínima mueca, pero todos sabíamos ya quiénes éramos. Quise enterarme a ver por qué habían detectado, cuando llegué a la obra, que yo era templario incluso antes de haber trazado la cruz paté con los cuatro brazos iguales surcando la sopa en el cuenco. Qué señal me habían descubierto de la que yo no era consciente. Pero no tuve ocasión de hablar con nadie aparte. Después de comer llamé a uno que parecía más desocupado y me volvió la espalda sin hacerme caso. Su expresión era de espanto y de guardar absoluto silencio.
Hola te tengo una invitación por mi blog para el 25 de diciembre pasa y léela 😅😇
Muy bien. Gracias por la invitación
Muy buena publicacion felicidades
Es una novela histórica que la estoy publicando por entregas para los colegas de steemit. @ronaldjosema