El enigma de Baphomet (119)

in #spanish7 years ago (edited)

Encontré la ocasión de separarme de los frailes a los que les debo la vida, pero saqué fuerzas para seguir mi camino sólo y me dirigí al norte. Después de dos jornadas cabalgando, desde la lejanía, por la noche, vi arder el monasterio. Khor Virap fue quemado después de salir huyendo todos los monjes armenios con la biblioteca a cuestas, cuyos manuscritos eran más numerosos y más bellos que los de San Pedro en los Montes Aquilanos.
¿Mis pergaminos habrían quedado allí dentro o habrían sido librados del fuego con el resto de la biblioteca?
Fueron jornadas de duros caminos a través de las montañas, pero encontré habitantes en poblados pequeños con los que me entendí dibujando en el suelo la Cruz de Cristo y pronunciando las pocas palabras que había aprendido. Pasé otros pueblos en los que hablaban otros idiomas y sólo me podía entender por gestos. No experimenté grandes peligros, más que duras montañas con barrancos profundos,

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pero alternando la dureza de las montañas con vergeles frondosos;

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y al final, palmerales en las llanuras.
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Llegado a la costa me dirigí a las playas de Batumi. Até el caballo para que paciera en la pradera. A la sombra fresca de una palmera me eché a descansar un rato. Busqué una piedra para afilar las dagas. Y otra más áspera para raspar la cruz paté esculpida en el hueso de la empuñadura. En lo sucesivo no podía cometer ni el más mínimo despiste que me delatara, porque cuanto más me acercara a Ponferrada, más peligroso sería para mi persona.
En Batumi no necesité buscar techo y dormimos mi caballo y yo bajo las estrellas, en la playa. Nunca había visto playas más hermosas. Me acurruqué bajo la misma palmera a la que até el caballo y, al día siguiente, me dirigí al puerto y tomé una nave pequeña, en la que se podían embarcar animales, que me llevaría a Trapisonda. El mar estaba quieto; y, aunque tenía presente a Rechivaldo, no me ponía enfermo. Así pasaron varios días navegando y paré en otros puertos, con el mar como una balsa y sin pasar frío por las noches ni calor durante el día. ¡Ni un enemigo que intentara robar las mercancías ni asalto de ninguna clase! Llegamos a Trapisonda por la mañana, cuando festejaban los habitantes alguna victoria de su rey Alejo II al que portaban en andas, supuse, por la vistosidad del colorido en los ropajes de los desfiles y músicas de flautas de todas las formas y tamaños, con todos los sonidos. Lo malo era la lengua, como siempre. Allí esperé a que saliera hacia Constantinopla otro barco más grande, que fue parando y recogiendo pasajeros y mercancías, pero yo no tuve ganas de bajar a ver nada. A lo lejos comencé a ver las dos orillas del Bósforo. Al llegar al puerto, junto con nosotros entraba un barco inmenso con dos filas de remeros y tres vigas enormes con sendas velas tan grandes que yo nunca las había visto iguales. Bajaban de él elefantes amaestrados con capas bordadas y adornos multicolores, y también jaulas con tigres y otros animales salvajes. Me entretuve en mirar cómo les daban de comer carne, y cómo a unos monos les daban frutos que traían en el barco y que yo nunca había visto. Durante la espera busqué un cambista para tener dinero suelto. Tuve suerte por primera vez porque encontré en el mismo puerto de Constantinopla a dos cambistas juntos, a los que se les iban los ojos hacia las dos monedas de oro que había sacado yo de mi alforja. Tuve que poner orden entre ellos. Comenzaron una puja y cada uno subía más la oferta a medida que iba aumentando la ferocidad en sus caras de odio, echándose improperios el uno al otro, que yo no entendía más que por los ademanes, hasta que uno sacó, del cajón en el que se sentaba, un fardel lleno de monedas de diversos metales en calderilla suelta. Su contrincante ya no pudo con la puja y se apartó hacia atrás unos pasos mirándolo de reojo y mascullando ladridos. Sacó la gumía de entre los harapos y los zaragüelles mezclados con sedas finas de rayas vistosas con la intención de cortarle la cabeza. Yo, de un salto, me interpuse y le retorcí el brazo. Soltó la gumía y lo tiré al suelo, haciéndole dar un alarido cuando le hinqué la rodilla en el pecho. El que contaba las monedas me indicó que no lo soltara; yo lo mantuve inmovilizado, le torcí más el brazo y le hice dar media vuelta hasta ponerle la cara contra el suelo. El otro se acercó. Advirtiéndole algo mientras sacudía el dedo, le puso el pie encima de la boca. Algo le volvía a decir como esperando respuesta. Como no contestaba, me indicaba que le torciera más el brazo. Lo hice. Respondió con otro alarido. Volvió a preguntarle y yo apreté un poco más todavía. Ya estaba a punto de descoyuntarlo y cedió, vaya si cedió, porque entre gritos y jadeos soltó una retahíla. Le preguntó otras tres cosas escuetas y respondió con sonidos monosílabos. Sacó su gumía. Pero yo le indiqué que no, que no se la clavara. No quería yo un espectáculo de sangre ante el corro que se fue formando. Me indicó cerrando los ojos y moviendo la cabeza que no le haría daño, pero le colocó la gumía en los ojos y le volvió a hacer tres preguntas a las que volvió a responder entre saliva y saliva. Me indicó que lo soltara. Y cuando se levantó, le dio un vocinazo entre la muchedumbre que se había arremolinado y le indicó con otro grito señalando el horizonte con el brazo, que no quería verlo más a su lado. El humillado cargó los bártulos en un carretillo y se alejó cabizbajo. La gente se dispersó y quedamos nosotros con nuestro negocio. Me cogió sólo una moneda y le entendí que me hacía esa concesión como agradecimiento por haberle salvado la vida. Por primera vez la suerte me acompañaba, aunque, a pesar de que yo había creído hacer un buen negocio, seguro que todavía había salido él muy beneficiado.

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