El enigma de Baphomet (111)

in #spanish7 years ago

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Llegó el momento en el que ya no divisaba tierra cuando se me hizo densa la inmensidad del universo.
Al verme rodeado de agua en medio del “Marenostrum”, mirando a popa en la cubierta, sentado sobre pacas de lana, descansando por primera vez desde hacía mucho tiempo, me invadió la angustia al no poder hacer nada más que pensar en todo lo que había hecho, en todo mi pasado desde niño.

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Se me revolvieron las entrañas por haber dejado a Gelvira engañada, siendo consciente de que este periplo iba a durar mucho tiempo, y no unos días, como le prometía para salir del paso. No podía aguantar su recuerdo, pero al mismo tiempo tampoco podía olvidarla. La tenía presente en todo momento.
Sólo quería encontrar a Rechivaldo y atravesarlo con la daga, y si fuera posible atarlo y abrirlo en canal con una espada para que sus tripas se derramaran por el suelo. Al imaginarlo así, como un cerdo el día de mi santo, me dio tanto asco que tuve que levantarme y, sobre la baranda de estribor, devolver todo lo que había comido. Me puse enfermo con su recuerdo. Todo lo que comía me recordaba a Rechivaldo y cuando más lo recordaba más vomitaba.
Después de dos días, me rindió el cansancio y me dormía a ratos. En los sueños siempre estaba Gelvira andando sobre las olas unas veces, corriendo entre los trigales otras, pero siempre escurridiza como las truchas cogidas con una mano, sin poder retenerla, porque, cuando iba a darle alcance, se me escabullía sonriente y desaparecía al momento. Cuantos más deseos de acariciarla, más angustia me entraba desde el ombligo hasta la barba.
Transcurridas las primeras jornadas con el mar quieto y sin percance importante, paramos en dos puertos por cuyos nombres no me interesé. Yo seguía enfermo, me daba vueltas la cabeza y ni siquiera salí del barco mientras cargaban y descargaban pacas de lana y otras mercancías. Seguimos día y noche hasta que en el horizonte se divisaba un barco. Sonó la campana de alarma y los marineros se pusieron en guardia, los remeros a sus remos, ajetreo de ires y venires, subidas y bajadas por los mástiles enmarañados con cuerdas y poleas entre los que se desplegaron otra vez las velas adoptando distintas orientaciones.
Pero muy pronto volvió todo a su sitio después de que el patrón subió a un palo por la escala de soga y dijo a voces que era una embarcación templaria, con la cruz paté en la vela mayor, de la que había recibido la señal de desviar el rumbo.
Ningún barco cristiano desarmado podía entrar en las ciudades que habían caído en poder de los musulmanes.
Aprovechando que, en la quietud del mar, no se oía más que el trac-trac de un madero que colgaba de unas cuerdas en la cubierta, me dispuse a sacar los tres pergaminos que llevaba, para estudiarlos. La quilla cortaba el agua y detrás, a ambos lados de la estela, nos perseguía un banco de delfines dando gritos con saltos eufóricos como si se rieran de los navegantes, por las caras que ponían, o nos invitaran a tirarnos al agua para jugar con ellos. Como nadie les hizo caso, desaparecieron. Yo saqué los pergaminos y repasé uno a uno. No pude seguir leyendo cuando me topé con la miniatura de San Gregorio Iluminator, exquisitamente dibujada con finos trazos azules y rojos.

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Conté, de nuevo, las cruces templarias de la casulla primorosamente dibujadas también con azules y negros y rojos; y en la corona, la inscripción con su nombre.

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Este se ha convertido en mi capítulo favorito, por aquel banco de dientes eufórico que por unos instantes siguió la embarcación. Ojalá entre lectura de pergaminos se tope con una ballena azul. 😀

Se topará en adelante con más inclemencias y peripecias. Pero no llevaba muy bien la necesidad imperiosa de dejar atrás a su amada, tan lejos...Gracias, @marpa

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